En el principio fue un lápiz. Un simple fragmento de grafito negro. Al final, de ahí surgieron 57 largometrajes y más de quinientos cortos que acabaron por revolucionar la historia del cine. De por medio, el talento de un grupo de artistas liderado por un dibujante de limitadas habilidades que, queriéndolo o no, redefinió para siempre la industria del entretenimiento. Hablamos de Walt Disney y de esa factoría de creadores que nació el 16 de octubre de 1923 en un edificio de Kingswell Avenue, en Los Ángeles, y que ahora deja ver parte de su trabajo en Disney. El arte de contar historias, exposición que, tras recalar en Sevilla, abrirá la próxima primavera en el CaixaForum Barcelona.
La propuesta es una aproximación a la aventura creativa de Disney en contexto y con larga perspectiva. En la travesía se adivinan modales propios que tienen mucho de fortuna e intuición, pero también una genealogía que mantuvo desde muy pronto sus propias credenciales de innovación y, quizás, hasta de intencionado enigma. “Walt Disney creó una fauna antropomorfa y parlante que descendía de las lejanas fábulas de Esopo y Lafontaine, pero dinamizada por el ritmo de la cultura norteamericana del siglo XX”, resume Román Gubern la fórmula que llevó al éxito a la compañía audiovisual en el prólogo del libro Conversaciones con Walt Disney (Confluencias Editorial, 2016).
La exposición propone pocas aristas. Ninguna, más bien. Pero permite sumergirse en el mundo creativo de Walt Disney (1901-1966), quizás una de las personas que mejor define el siglo en el que vivió. Porque recorrer su biografía provoca, sobre todo, vértigo. Nacido en el barrio Hermosa de Chicago en una familia que todos sus biógrafos coinciden en calificar de humilde, pasó de repartir periódicos mañana y tarde a la persona más célebre del planeta. Y todo en apenas cuatro décadas de fiebre. Para cuando murió con 65 años recién cumplidos a causa de un cáncer de pulmón --premio al fumador compulsivo que fue--, tenía en sus vitrinas veintidós premios Oscar.
El ratón que lo cambió todo
Todo lo suyo empezó en 1928, cuando el mundo asistió al milagro de un ratón a los mandos de un barco. Tras la fallida creación de Oswald, el conejo afortunado, cuyos derechos acabaron en manos de Universal, Mickey Mouse y su Steamboat Willie (Willie y el barco de vapor) se convirtieron en el primer corto animado con sonido. Y no sólo eso. La creación del dibujante Ub Iwerks --él fue el diseñador del roedor-- pronto adquiría el carácter de icono de los tiempos. A ello le siguió las Silly Symphonie (Sinfonías tontas) y la particular adaptación de Los tres cerditos (1933), cuya canción Who’s afraid of the big bad Wolf? (¿Quién teme al lobo feroz?) se convirtió en un himno de esperanza en tiempos de la Gran Depresión.
Dibujo en papel a lápiz de color y mina de grafito de un artista de los estudios Disney para 'El sastrecillo valiente' (1938) / CG
Pero fue en 1937 cuando Blancanieves y los siete enanitos inventó la infancia. Literalmente. Hasta la llegada a los cines de la adaptación del relato de los hermanos Grimm, los niños importaban poco. No tenían dinero para gastar. O no tanto como sus padres. Hasta que Disney cayó en la cuenta de que detrás de cada pequeño hay una familia y un próspero negocio de happymeals. La película que, entre otras innovaciones, incorporaba la cámara multiplanos para producir sensación de profundidad, costó cerca de 1,5 millones de dólares. Hacia mayo de 1939, la recaudación ascendía a 6,5 millones, convirtiéndose así en la película sonora de más éxito de la historia.
Las luces y las sombras de Disney
Por entonces ya había echado a rodar la leyenda. Con ella también una pregunta inevitable: ¿quién fue, realmente, Walt Disney? Los que le conocieron lo describen como una persona extremadamente tímida. Nada que ver con el seductor de bigote fino, visionario de mundos de plexig
lás, encantador de banqueros y megalómano voraz que lanzaba frases con la melaza espiritual del eslogan. “Soy un líder, un pionero, soy el más grande de los hombres de nuestro tiempo. Más gente conoce mi nombre que el de Jesucristo. He creado un universo. Mi fama sobrevivirá a los siglos”, decía de sí mismo.
Con todo, es quizás en el libro de Peter Stephan Jungk El americano perfecto (Turner, 2012) donde más se tira del genio hacia su penumbra. De él queda en esas páginas el contorno de un tipo arrogante, misógino, racista, tirano, mezquino, ultraconservador, inculto, hipocondriaco. Se le cuentan ramalazos antisemitas, posturas antisindicales y delaciones durante la caza de brujas ante el Comité de Actividades Antiamericanas.
Esbozo en lápiz sobre papel de Roger Allers para la película 'La Sirenita' (1989) / DISNEY ENTERPRISES INC
Lo que queda es, en consecuencia, la puntillosa descripción de un tipo acomplejado y tirano que presumía de hacerlo todo. Y eso pese a que la propia firma convertida en logotipo no era más que una creación de avispados publicitarios.
Y si todo esto es verdad, aparecen más interrogantes: ¿por qué, entonces el gigantesco tamaño del hombre? Y aquí, tanta sombra deja espacio a, quizás, los claroscuros. Dalí, gran amigo, decía de él que “contemplaba el mundo con la mirada auténtica y límpida de alguien que cree en los milagros”. “Nadie tenía la capacidad de motivar hasta tal extremo a otras personas. Walt poseía un olfato verdaderamente agudo para el potencial creativo y en cierto modo obligaba a que brotara. Fabuloso. Incomparable”, afirmó de él uno de los creadores de Fantasía (1940), un prodigio audiovisual del que se muestran en la exposición del CaixaForum algunos de los deliciosos dibujos preparatorios.
En cualquier caso, más de medio siglo después de su muerte, lo que queda de él es el cine. Su cine como un intento de ir más allá, de ser, sencillamente, el primero. Hasta llegar a El libro de la selva, la última producción en la que se implicó pese a que no llegó a ver el estreno, pasaron por su vida la primera película animada en ganar un Oscar competitivo (Pinocho, con mejor música y canción), la primera con sonido estéreo (Fantasía), la primera animación en cinemascope (La dama y el vagabundo), la primera entre la animación y la realidad en optar a la mejor película (Mary Poppins)... Según el American Film Institute, cinco de las diez mejores películas de animación de todos los tiempos se produjeron en Disney con Walt Disney con vida. Él, sin duda, que fue el gran fabulador.