Las nuevas plataformas online de televisión padecen de una bicefalia preocupante. Todo el primor, esnobismo y alto rango que demuestran en la selección y producción de sus series lo tiran por la borda en cuanto eligen o realizan sus largometrajes. En casa sospechamos que forma parte de un sibilino plan secreto para acabar con el cine como género mayor. Por intentar cambiar el sistema desde dentro. Una venganza contra los cinéfilos urdida por los teleadictos después de tragar la inquina del descrédito intelectual durante demasiado tiempo; después de soportar tantas décadas de ceja de superioridad levantada sin más defensa que Doctor en Alaska o Canción triste de Hill Street. Puedo escuchar la risa malvada de la dirección de esas cadenas mientras desgranan su estrategia: "Vamos a seleccionar las películas más patéticas posibles para hacer pensar a estos pipiolos que no se están perdiendo nada nuevo, que el cine es un género puramente autoreferencial y caduco, jajaja".
Al poco de nacer mi hija, nada me preocupaba más, vete a saber por qué, que legarle una sólida y prometedora cinefilia. Supongo que mitad por capricho fanático, mitad porque el cine me ha protegido de muchos malos ratos. Porque algunas películas me han regalado algunos de mis mejores recuerdos vitales. Así las cosas, durante los dos primeros años, entre cambio y cambio de pañal, entre puré de verduras, barrio sésamo y ojeras de tres metros de profundidad, fantaseaba junto a mi mujer con nuestros futuros paseos hacia el cine. La Arcadia prometida llegó cuando cumplió los tres. Normalmente los sábados, tomábamos el autobús hacia el lejano centro comercial donde exhibían las películas en pantalla grande. El trayecto tomaba aspecto de rito iniciático. Siempre interrogábamos la cartelera y acudíamos a los tráilers en Youtube y fatigábamos IMDb en busca de tesoros ocultos. Podríamos verlas en casa, claro está, pero nos gustaba la media hora larga de trayecto con su mareo y casi vomitona, la espera posterior mirando los posters de los próximos estrenos e incluso nos complacía la agria polémica entre palomitas dulces o saladas. Envidio no haber hecho como mi amigo Michelá, futuro escritor a su pesar, que se mandó diseñar una camiseta celebrando la primera vez que llevó a su hija a la Filmoteca.
Filmin
Durante estos años cinéfilos, hemos sido testigos de flagrantes injusticias --Frozen ganándole la partida a la muy superior Brave, o el ninguneo de obras maestras como La canción del mar o Kubo--; hemos disfrutado con medianías divertidas como la nueva serie de Star Wars, pero, ai las, en esas películas de pantalla grande, cada vez se nos aparecía menos el Cine. Nos parece que muchas de las películas infantiles o para todos los públicos son cada vez más una franquicia y menos una obra fílmica. Nos aburrimos como ostras o directamente nos vamos a la mitad de sesión. Y los largometrajes valiosos, que sin duda los hay, solo los encontramos en los guetos culturales de los barrios más cool de Madrid y Barcelona. ¿Qué podemos hacer los que no vivimos ahí? Pues siempre nos quedará Filmin.
Solo la plataforma online patria parece apuestar de verdad por el séptimo arte. Su propuesta valiente y presuntamente kamikaze ya ha cumplido diez años. Su logo es un perrete sobre fondo verde y algo de perro verde tiene su maravillosa colección de clásicos y serie b, de pelis europeas, indies y documentales.
'Microbio y Gasoil'
La última que hemos disfrutado es la deliciosa Microbio y Gasoil, de Michel Gondry, un realizador excepcional y marciano. El Ramón Gómez de la Serna del celuloide europeo. El hipernieto de cruzado de los Lumière y George Méliès. Sus películas son puro gozo analógico, lleno de gadgets y máquinas imposibles que construye como un Macgiver que haya contraído el mal de Montano, enfermo de literatura. Un profesor Franz de Copenhague galo que llena sus films y videoclips de máquinas imposibles y reales. Su cúspide de popularidad fue con Olvídate de mí --en inglés, Eternal Sunshine of the Spotless Mind, un saludo afectuoso desde esta humilde columna al traductor de títulos de películas--, pero es en obras como Rebobine por favor o La espuma de los días donde descolla como el gran director que es. Después de un garbeo por el cine comercial yanqui con Green Hornet, el fráncés se ha coscado una película que ha pasado desapercibida y reúne lo mejor de sus signos de indentidad.
Microbio y Gasoil es una historia de preadoslescencia no relamida, escatológica y romántica como toda adolescencia verdadera. La protagonizan unos Zipi y Zape nerds que deciden escapar de casa a bordo de un automóvil casero. Es dulce y amarga y divertida y la vimos como se ven las buenas películas: hipnotizados e inmóviles.
Al acabar y comentarla se me ocurre que no hay tarea intelectual más pertinente en estos días hiperveloces que ver buenas películas. Del tiempo largo del largometraje se aprende a ser paciente. De la intemporalidad de sus tramas se aprende que no toda novedad es importante. Que no todo es ese hiperestímulo de los youtubers y los juegos de la play y los dibujos animados. En el libro Cineblub, David Gilmour, preocupado por la deriva absentista de su hijo adolescente, después de probar la mano dura y la mano blanda sin éxito, decide que lo mejor es acordar ver una película al día y comentarla juntos. Yo, ante la polémica sobre la conveniencia o no de los deberes en casa, me atrevo a recomendar mi fórmula secreta: vean largometrajes con sus hijos. El cine son los padres.