Tres elementos esenciales para una road movie: un oxidado Chevy, una recta interminable y la silueta de un hotel en lontananza. Una imagen que no sólo ha recogido Hollywood, también inspiró a pintores como Hopper (1882-1967). En su obra Western Motel (1957) plasmó una escena que ha quedado como símbolo de movilidad y desarraigo de la vida moderna. En ella aparece una mujer sentada en la habitación, con postura tensa y mirada perdida. El ambiente acentúa el sentido de un acontecimiento inminente: aún no ha abierto la maleta, la cama no está deshecha y un coche se encuentra aparcado junto a la ventana. El mobiliario recreado es escueto y las bandas de luz producen una composición de simplicidad que hace que te quedes pasmado ante la ambigüedad psicológica: ¿Una cita a escondidas? ¿Una huida a tiempo? Todo tiene cabida en el universo del motel.
En otro lienzo, Habitación de hotel (1931), Hopper nos convierte en voyeurs al permitirnos colarnos por una ventana abierta. La muchacha también sumida en sus propios pensamientos, reposa lánguidamente al borde de la cama, pero esta vez se encuentra despojada de vestido y zapatos. Esta tan cansada que aun no ha deshecho las maletas. Y de nuevo, las mismas líneas netas y los colores brillantes y planos que dotan de cierta frialdad la habitación. De nuevo la soledad de la huida, de nuevo, la carga narrativa que hace que la pintura parezca la transcripción de un relato de John Dos Passos (1896-1970).
La guarida
La palabra motel es un acrónimo de motorist hotel. Fue empleada por vez primera en el Milestone Motel de San Luis, California. Su creador, Arthur Heineman, proyectó su construcción en 1925 para satisfacer a los viajeros que cubrían la ruta Los Ángeles-San Francisco. La arquitectura respondía al modelo de las antiguas misiones de la era colonial, aquellas que, a fin de cuentas, ofrecían el mismo servicio pero cuando la caballería aún no estaba motorizada.
El motel surgió con el nacimiento de un nuevo viajero, el hombre de negocios, desde el ejecutivo trajeado hasta el no menos uniformado vendedor de biblias. Los hoteles eran caros, las pensiones antihigiénicas. Lo más apropiado era el denominado “motel de dólar y medio”, a las afueras de la ciudad, un low cost que incluía ducha y toalla. En la recepción aflojabas la pasta y sin más miramientos ni preguntas, el "Norman Bates" de turno te soltaba las llaves. Recordemos la escena de Psicosis (Hitchcock, 1960). La prota, Marion, es una femme fatale que decide fugarse del curro con 40 de los grandes. Conduce sin rumbo bajo el aguacero, y a través del parabrisas vislumbra una tenue luz de neón que le oferta un lugar “seguro”. Enfila luces hacia la recepción, tira del freno de mano y recoge las llaves. Allí, de momento, nadie dará con su paradero.
En los moteles no existía registro de clientes, por lo que pronto acabaron convertidos en nidos de ratas. Los célebres hampones Bonnie y Clyde los empleaban para capear el temporal en plena lluvia de plomo. Pero, la situación cambió tras la II Guerra Mundial, cuando el Estado obligó a registrar a los clientes, garantizando seguridad y un nuevo tipo de usuario: el turista.
¿Independencia y futuro?
A la vuelta de la contienda toda la producción de EEUU se centró en los bienes de consumo. Su producto estrella, el automóvil, por lo que la sociedad se hizo más móvil y la red de carreteras más intrincada. Las ciudades se adaptaron a la nueva demanda (cines, take away), como bien refleja George Lucas en American Graffiti (1973). Los moteles también sufrieron cambios, respondiendo a un estilo más acorde conocido como Doo-wop: una subdivisión de la arquitectura futurista influida por la cultura del automóvil y la era espacial. Las formas geométricas y el uso masivo del cristal y el neón ejemplificaban el espíritu de una generación excitada ante un futuro brillante y altamente tecnológico. El auto se presentaba como un medio popular, baluarte de la independencia y de la tecno-democracia, una especie de culminación de la persona.
Lo que no sabían aquellas gentes es que el coche iba a ir en detrimento de otros medios útiles como el tren o el tranvía. Y que las reivindicaciones salariales de sus abuelos, la jornada de ocho horas, se iba a ver aumentada por los desplazamientos y las horas de atascos. Es más, a día de hoy hasta el descanso se ve perturbado por el auto, y no sólo por las interminables colas, sino por esa moda de veranear hacinado en una furgoneta bajo la premisa de que es más barato, cuando hay monovolúmenes que cuestan igual que un apartamento, o por la mala excusa de la individualidad, de creer que uno va donde quiere y sabe a dónde va (si fuese así no habría atascos), cuando al fin al cabo todos somos domingueros.