Cuenta el propio Christopher Nolan que empezó a rodar películas con siete años. Las rodaba con la Super 8 de su padre. Los protagonistas eran sus propios muñecos. El lugar en el que ocurría todo esto era Londres, el centro de Londres —la familia de Nolan vivía en Westminster—, y la época, allá por 1977, el año en el que Fleetwood Mac publicó el que siempre ha sido el disco favorito de Courtney Love, Rumours, y en el que, claro, los Sex Pistols lo pusieron todo patas arriba con su más que adorable Never Mind The Bollocks. Luego pasó el tiempo y Nolan empezó a dirigir con algo que no era una Super 8 y hasta estuvo nominado al Óscar —por el guion de Memento, en 2001—.
Después de aquello, pasó un poco más tiempo y un día Nolan se sentó en un despacho, o puede que fuese en la mesa de un restaurante, ante Greg Silverman, un pez gordo de Hollywood, un pez gordo de, en concreto, Warner Bros, y logró convencerle, “en apenas 15 minutos”, recuerda el propio Silverman, de que él debía encargarse de la siguiente película de Batman. La última, Batman y Robin, había fracasado estrepitosamente en taquilla —aún y teniendo a un elenco de altura: George Clooney, Uma Thurman, Arnold Schwarzenegger, y los por entonces en boga Chris O'Donnell y Alicia Silverstone—, y querían algo nuevo. De hecho, tenían tanto miedo al fracaso que no querían nada en absoluto. Pero Nolan les convenció, y, al hacerlo, cambió para siempre el cine de superhéroes.
Un cine demasiado serio
Ajá. Antes de Nolan, el cine de superhéroes sólo era apto para aquellos directores sin complejos que, como Tim Burton, podían jugar a deformar la realidad hasta hacerla lo suficientemente delirante como para que Jack Nicholson se convirtiese en un payaso de pelo verde que destrozaba obras de arte en una de las aún más vanguardistas escenas que se ha rodado jamás en una cinta de superhéroes —su primer y fascinante Batman, el de 1990—.
Después de Nolan, hasta el más aburrido de los directores del mundo —Anthony Russo y su Capitán América— puede dirigir una película de superhéroes, porque las películas de superhéroes se han convertido en una variante presuntamente pop del cine bélico. Y digo presuntamente porque todo se ha vuelto tan pretenciosamente serio que resulta ridículo. Al menos, para todos aquellos que aún leemos cómics de superhéroes, en los que lo que ocurre, ocurre más o menos como se cuenta en el enésimo e irregular reboot de Spiderman, el Spiderman Homecoming que firma —el también aburridísimo— Jon Watts, que, pese a mostrarse tan fiel como en el mundo de hoy es posible a un cómic de superhéroes —Peter Parker es un loser, y un loser adolescente, con todo lo que eso implica, y claro, brinca por entre los rascacielos de Nueva York, y es cualquier cosa menos real—, no puede esquivar el par de escenas bélicas que impuso el cine de Nolan al cine de superhéroes, escenas de una acción desmesurada —estamos hablando de un chaval de 15 años— en un par de enclaves míticos de: 1) Washington (el famoso monolito) y 2) Nueva York (el ferry de Staten Island).
El fin de una era
Gracias, Nolan, por haber acabado para siempre con el cine iluso de superhéroes, el cine que no se tomaba en serio a los tipos con mallas, y que hasta lanzaba mensajes feministas —todos los diálogos de Alicia Silverstone en el Batman y Robin de Schumacher lo son, qué pena que Schumacher pidiera perdón por haber hecho la película de superhéroes que menos se toma en serio a sí misma, que es puro humor camp—.
Gracias por haber borrado del mapa a la madre de Bruce Wayne —pues su Batman sólo habla del “honor de su padre”, literalmente, en una secuencia con la que aún tengo pesadillas, una de esas secuencias en las que Christian Bale no hacía otra cosa que lucir músculo y lamentarse por, recordemos, aquella noche en que salió de la ópera con sus padres y un tipo acabó con ellos, de forma accidental, cuando intentaba atracarles, en un callejón—.
Gracias por la épica que, hasta entonces, el cine de superhéroes había logrado —por fortuna— esquivar.
Gracias por cambiar diversión por guerra, por convertir al musculado nerd en un soldado invencible, por decirle al espectador que la única manera en que puede aceptarse a un superhéroe es haciéndole cometer los mismos errores que comete aquel que jamás será especial, porque en realidad el superhéroe nunca lo fue y si lo fue, lo fue por error.
Gracias, en definitiva, por hacer del mundo un lugar un poco más aburrido. Y enhorabuena por Dunkerque. Ojalá hubiese llegado justo después de Memento, justo después de Insomnia. Si lo hubiera hecho, quizá el cine de superhéroes seguiría siendo el que era. Quizá aún jugase a reírse de sí mismo. Demonios, Nolan, apuesto a que todas aquellas películas que rodabas con siete años en tu casita de Westminster eran películas de soldados.