Cancelada hace seis años en un momento de franca decadencia de la premisa inicial, Prison break ha vuelto a la carga y lo ha hecho con la suficiente energía como para que el espectador vuelva a interesarse por las cuitas de Michael Scofield, aquel hombre que, en la primera temporada, se dejaba detener para entrar en el presidio en que estaba su hermano y ayudarlo a escapar gracias a unos planos del establecimiento penitenciario que llevaba tatuados en la piel. Hacía falta bastante suspension of disbelief para tragarse semejante punto de partida, pero la trama era tan trepidante que uno se enganchaba a ella como el que se sube a una montaña rusa. La cosa mantuvo la dignidad durante la segunda temporada, empezó a languidecer en la tercera y aburrió a las ovejas en la cuarta. ¿Hacía falta volverla a la vida con una quinta temporada que casi nadie esperaba? Pues, a tenor de lo visto hasta ahora, la verdad es que sí, pues la nueva entrega, tan inverosímil como las anteriores, evita el tono cansino y revela que el creador de la saga y los guionistas se han puesto las pilas para recuperar la audiencia perdida.
Uno empieza a ver esta nueva temporada de manera un tanto rutinaria y cansina, pero al segundo episodio ya está enganchado
¿De qué va la nueva temporada? Han pasado seis años y nadie sabe qué ha sido del bueno de Michael. ¿Nadie? Bueno, el público intuye enseguida que está en el trullo, su hábitat natural, y solo falta averiguar en cuál para que su voluntarioso hermano, Lincoln, se lance a la aventura de devolverle el favor recibido años atrás. Michael está en Yemen, en un presidio de Saná sobre el que se cierne la amenaza del ISIS, que cada vez está más cerca. Lleva allí cuatro años, ejerciendo de agente encubierto de la CIA y asumiendo una falsa personalidad de terrorista internacional. Su misión: fugarse y llevarse consigo a un tenebroso yihadista por el que se interesa el Gobierno de Estados Unidos. Da la impresión de que Michael no concibe la vida en libertad, lo cual es extraño, pero funciona dramáticamente. La aventura empezará cuando su hermano se presente en Yemen para sacarlo del talego, peripecia que formará parte de una extraña conspiración dirigida por un misterioso agente renegado de la CIA al que nadie ha visto, pero al que se conoce como Poseidón.
Uno empieza a ver esta nueva temporada de manera un tanto rutinaria y cansina, pero al segundo episodio ya está enganchado. Reaparecen algunos personajes de hace años, como el siniestro galeote T Bag, y la mujer a la que Michael hizo un hijo que ya tiene unos añitos: su padre, con esa costumbre que tiene de pasarse la vida enjaulado, no ha podido supervisar su educación, pero muestra propósito de enmienda. Al espectador, eso le da lo mismo, pues lo que le entretiene es el cúmulo de inverosímiles peripecias y la figura oculta de Poseidón, del que no tardamos mucho en averiguar que es el aparentemente inofensivo marido de la novia de Michael. Y hasta ahí puedo leer, de momento.