El canal Cosmo no se distingue por el interés de sus propuestas, pero a veces te da una sorpresa agradable. Ese es el caso de la nueva serie Guilt (vocablo inglés que significa "culpa", pero nadie se ha tomado la molestia de traducirlo: cada vez hay más series a las que el español medio se engancha sin saber qué quiere decir su título), un thriller ambientado en el Londres contemporáneo, pero que no deja de ser una puesta al día del clásico folletín decimonónico de mujeres asesinadas, sociedades secretas y turbios émulos de Jack el Destripador. De ahí su gracia, probablemente.
No estamos ante una serie que vaya a cambiar el futuro de la ficción televisiva, pero sí ante un producto deliciosamente antañón
Guilt arranca con el brutal asesinato, durante una fiesta doméstica bien provista de alcohol y drogas, de una estudiante universitaria. Su mejor amiga, una norteamericana, descubre el cadáver tras haber pasado la noche en la azotea del edificio con su novio, un pintor francés... que resulta que había intercambiado fluidos con la difunta en más de una ocasión. La difunta, por su parte, tampoco era exactamente la ingenua adolescente que parecía, pues participaba en unas reuniones de tinte sexual organizadas por una amiga disc-jockey --compañera de piso, como la americana-- para el disfrute de unos pudientes pervertidos entre los que figuraba un miembro de la realeza británica, un joven principito de tendencias sádicas al que le gustaba atar a chicas a la cama y cosas semejantes... Este detalle en concreto remite la trama a la teoría de que Jack el Destripador podría haber sido un inquilino del palacio de Buckingham, como insinuó Nicholas Meyer en su película Asesinato por decreto (en la que Holmes y Watson eran interpretados por Christopher Plummer y James Mason) y remachó Alan Moore en su comic From hell (adaptado al cine por los hermanos Hugues en una cinta sin mucho interés protagonizada por Johnny Depp).
La gracia de Guilt (que la tiene, y puede ser apreciada, aunque de diferente manera, por adultos y adolescentes) está en situar el horror victoriano de toda la vida en el Londres trendy y lujoso del presente. Y, claro está, en averiguar quién mató a la pobre Molly, a la que, por cierto, también se beneficiaba el rubio padrastro de la muchacha norteamericana, en cuya ayuda acude veloz su hermana mayor desde Boston.
No estamos ante una serie que vaya a cambiar el futuro de la ficción televisiva, pero sí ante un producto deliciosamente antañón --en la línea del Holmes de Benedict Cumberbatch-- que oculta tras las discos, los móviles y el London Eye los mismos crímenes morbosos, repugnantes y socialmente susceptibles de ser acallados de cuando el viejo Jack sembraba el pánico en las callejuelas del Soho y el malvado profesor Moriarty ponía a prueba el talento de los inquilinos del 221B de Baker Street.