Después de las historias de zombis, las de casas encantadas constituyen el subgénero terrorífico que más me aburre. Siempre es lo mismo: una pareja feliz se instala en la casa de sus sueños y la casa se les rebota con todo tipo de ruidos, gemidos, apariciones y hasta conatos de poltergeist. O sea, un coñazo previsible del que intento mantenerme lo más alejado posible. Por eso he abandonado la sexta --y al parecer última-- entrega de American Horror Story en el segundo episodio, tras haber disfrutado enormemente de las cinco anteriores. Supongo que su creador, Ryan Murphy, debe estar muy liado con su nueva propuesta, American Crime Story, cuya primera temporada se centra en O.J. Simpson y su célebre juicio, del que se salió de rositas, pero arruinado por sus abogados, cuyas abultadas minutas lo dejaron más tieso que la mojama; pero, francamente, se podría haber estrujado un poco más el magín a la hora de cerrar una de sus dos mejores obras (la otra es Nip/Tuck, sobre la cirugía plástica y su atractivo para las mentes perturbadas; sobre Glee, fantasía filo gay para adolescentes, más vale guardar un piadoso silencio).
Ryan Murphy se podría haber estrujado un poco más el magín a la hora de cerrar American Horror Story, una de sus dos mejores obras
De todos modos, una mala temporada final no invalida una serie de lo más disfrutable. Tras una primera entrega que se quedaba a medias --y que también transcurría en una mansión con malas pulgas--, American Horror Story cantó bingo con la segunda, Asylum, ambientada en un manicomio regentado por una monja sádica a la que daba vida una brillante Jessica Lange. De hecho, la presencia permanente en la serie de la señora Lange, siempre en un papel distinto, fue una de las mejores bazas del producto. También el resto del elenco repetía temporada tras temporada, hasta componer una compañía estable de probada eficacia.
Tras un leve traspiés en la tercera temporada --una historia de brujas contemporáneas que no iba muy allá--, la serie recuperó el pulso con la cuarta, Freak Show, y la quinta, Hotel. Ambientada en un circo ambulante para fenómenos de feria de los años 50, Freak Show llevaba el concepto de Grand guignol a sus últimas consecuencias y ofrecía momentos tan delirantes como ver a Jessica Lange cantando Life on mars, de David Bowie, dos décadas antes de que se compusiera. Ya sin Lange, Hotel recurrió a una sorprendentemente eficaz Lady Gaga para narrar la historia de un alojamiento maldito en pleno centro de Los Angeles, y tal vez hubiese sido mejor cerrar ahí la serie y ahorrarnos la sexta y tediosa entrega, donde las desgracias domésticas de Cuba Gooding y Sarah Paulson no pueden ser más aburridas y cansinas.