Título origina: Breaking Bad (TV Series)
Año: 2008-2014
Duración: 46h 30m
País: Estados Unidos
Directores: Vince Gilligan (Creator), Michelle MacLaren, Adam Bernstein, Vince Gilligan, Colin Bucksey, Terry McDonough, Johan Renck, Bryan Cranston, Michael Slovis, Rian Johnson, Scott Winant
Guión: Vince Gilligan, George Mastras, Peter Gould, Sam Catlin, Moira Walley-Beckett, Thomas Schnauz, John Shiban, Gennifer Hutchison, J. Roberts
Música: Dave Porter
Fotografía: Michael Slovis, Reynaldo Villalobos, Nelson Cragg, Peter Reniers
Reparto: Bryan Cranston, Anna Gunn, Aaron Paul, Dean Norris, Betsy Brandt, RJ Mitte, Bob Odenkirk, Steven Michael Quezada, Jonathan Banks, Giancarlo Esposito, Charles Baker, Jesse Plemons, Christopher Cousins, Laura Fraser, Matt Jones, Michael Shamus Wiles, Lavell Crawford, Ray Campbell, Krysten Ritter, Ian Posada, Carmen Serano, Emily Rios, Tina Parker, Mark Margolis, Robert Forster
Hoy no hablaré de un estreno cinematográfico al uso, sino de la culminación de una aventura cinematográfica que, paradójicamente, ha abandonado el formato de las proyecciones en las salas de cine para exhibirse en las salas de estar de quienes han hallado en brillantes propuestas como la que presento una alternativa a las grandes producciones cinematográficas clásicas, contra las que luchan, con ventaja, con una calidad indiscutible, como es el caso de Mad Men, Dos metros bajo tierra, Carnivale, Los Soprano o la que las supera a todas: Breaking Bad, una originalísima obra de Vince Gilligan, cuya última temporada se puso hace un mes a la venta, para auténtica desesperación de quienes ya habíamos agotado la anterior dos meses antes. La espera ha valido el tormento, sin duda.
Vista en su totalidad la película, lo primero que hemos de defender es su carácter de "película", aun a pesar de su extraordinaria duración, no de "serie"; una película, si caso, por entregas, al viejo estilo de la entrañable literatura folletinesca que ha dado obras tan perdurables como Los misterios de París o El conde de Montecristo, entregas que mantenían en vilo al público lector con sus "continuará" rituales.
A título de ejemplo sobre la duración de las películas, quiero recordar/rescatar una película como Los Misterios de Lisboa, llevada al cine por Raúl Ruiz, con una duración de 4 horas y 26 minutos que se nos pasaron como un soplo a los rendidos admiradores que nos reunimos para deleitarnos en la matinal del desaparecido Alexandra donde la vimos, aunque aún esperamos que alguna televisión nos permita contemplar el milagro de las seis horas y media del rodaje original como serie original para la televisión que fue concebida.
Frente a la concepción tradicional de las series, con un estilo episódico y de múltiples tramas con leve, escasa o nula conexión con la trama principal, que pueden verse sin la tensión que añade el continuará permanente que jalona las entregas de Breaking Bad, este peliculón merece ser comprado y visto todo seguido, temporada tras temporada, quizás a razón de dos o tres episodios por noche, porque la excepcional unidad dramática de la serie así lo exige.
Parece como si sus creadores se hubieran inspirado en la preceptiva aristotélica y hubieran puesto todo su empeño en respetar las tres unidades básicas: de acción, de tiempo y de lugar. Una trama sin derivaciones que la compliquen y vuelvan confusa o prolija; un espacio, el desierto de To'hajiilee, en un peculiar Albuquerque –el impagable albuquiqui del inglés de la versión original, la única audible, porque el doblaje, una práctica de origen fascista en Italia, adoptada por el franquismo para desgracia nuestra, destroza las películas extranjeras–, cercano a la ciudad fronteriza de El Paso, un espacio hostil y cómplice que adquiere, a lo largo de la película un protagonismo portentoso, y, finalmente, la duración de un año que sustituye a las clásicas veinticuatro horas establecidas por el estagirita como unidad de tiempo, hacen de Breaking Bad una tragedia que produce en el espectador la catarsis de la vieja tragedia griega en un crescendo que, desde que se inicia la acción, no decae hasta el final, auténticamente apoteósico.
Breaking Bad, todo el mundo lo sabe, aunque no se haya visto la serie, porque se ha vuelto una serie "de culto" que dicen los cursicinéfilos, es la historia de un personaje Walter White, profesor de química en una High School, a quien detectan un cáncer avanzado sin que disponga de recursos para hacer frente al tratamiento. Angustiado por la situación en que quedaría su familia si él muriera, con un hijo discapacitado y una hija en camino, decide iniciarse en el mundo del tráfico de drogas, para lo cual recluta a un escudero, Jesse Pinkman, antiguo alumno suyo que ha abandonado los estudios y se ha convertido en un camello, a través del cual se introducirá poco a poco en ese tenebroso mundo de la fabricación y distribución de la droga hasta acabar convirtiéndose en un auténtico pero singular capo bajo el alias de Heisenberg, un referente científico desconocido para la totalidad de los personajes que aparecen en la serie.
He de confesar que una sinopsis argumental en modo alguno hace nunca justicia a una obra maestra, algo ya demostrado con las de Don Quijote, Hamlet o el Ulises de Joyce, por ejemplo. Es, como no puede ser de otra manera, el desarrollo hora a hora de la trama lo que mediante una magnífica puesta en escena, una interpretación como pocas, dado el elevado número de actores que intervienen en la serie, sin que nadie nunca desentone ni en el más humilde de los papeles, y una potentísima reflexión sobre la condición humana lo que convierte a Breaking Bad en una joya del séptimo arte.
Juan Goytisolo suele decir que un clásico es aquel que admite relecturas. Eso mismo le pasa a autores como Hitchcock, por ejemplo, en cuyas películas siempre se descubre algo nuevo cuando las volvemos a ver, y lo mismo le pasará a Breaking Bad, lo que la convierte en una rareza en el mundo actual de las series, equiparándose, por ello, con los grandes clásicos del género, siempre revisables: Yo, Claudio, de Herbet Wise; El detective cantante, de aquel efímero genio precursor que fue Dennis Potter, aunque dirigida por Jon Amiel, y Twin Peaks, de David Lyinch, por ejemplo.
Hay, en esta película, un minucioso análisis de la personalidad de los protagonistas centrales, sobre todo de la compleja relación que se establece entre el profesor y el alumno, al tiempo que se presenta como un modelo de vigor narrativo y de lucidez descriptiva que pone al descubierto rincones muy ocultos de la naturaleza humana. La descripción de las relaciones familiares son un plato fuerte de la serie, porque el jefe policial que le sigue los pasos al misterioso Heisenberg es precisamente su cuñado, lo que da pie a situaciones que rozan, en ocasiones la hilaridad.
Se trata, ya lo he dicho, de una verdadera tragedia, pero en la medida en que lo exige la raíz aristotélica de la película, se da en ella un proceso de mímesis perfecto, esto es, todo lo representado en la trama pasa el más exigente control de calidad de lo verosímil, de lo realista, lo que otorga a la serie, de paso, un considerable valor documental, además de que nos permite encontrar en ella todo tipo de pasiones radicalmente humanas: desde el amor hasta el odio pasando por la insinceridad, el engaño, la pasión, la compasión, el desprecio, la lealtad, la traición, el despecho, la ingenuidad, la soberbia, el egoísmo, el altruismo, el ridículo, la vergüenza, el deseo…, de ahí que no sea extraño que en un mismo episodio experimentemos reacciones que pueden ir de uno a otro de esos extremos enumerados.
Hay también, porque es el arranque de la acción que se va a desarrollar, una crítica social demoledora por lo que hace a la ausencia de un sistema estatal de salud que no convierta una enfermedad en el obligado ingreso en la pobreza. Todos estos elementos se han materializado en una realización hipnótica, mágica, capaz de atarnos a la butaca viendo hora tras hora este "drama americano" de alcance global, si bien con distintas manifestaciones según las diferentes culturas, aunque el contacto con la versión sudamericana de los negocios de la droga le confiere a esta serie una notable cercanía al público de lengua española, lengua muy presente en la narración, por cierto.
El espectador, después de un comienzo que puede repeler a los más sensibles, va entrando en la trama hasta quedar atrapado de tal manera que no desea otra cosa que seguir las peripecias del aprendiz de capo que sigue un auténtico curso universitario de introducción al mal, aunque lo haga "a mayor gloria de la familia".
Creo que Breaking Bad, desde el lado técnico de la realización, nos ha aportado una unidad estilística de filmación que hace casi indistinguible quién sea el director de cada capítulo –algunos de ellos, por cierto, dirigidos por el protagonista, Bryan Cranston, camaleónico y versátil hasta la excelencia–, y hasta creo que pueda hablarse de una iluminación "a lo Breaking Bad" que ya ha creado secuelas, como la de Ridley Scott en El consejero, un sincero y rendido homenaje a esta serie, uno de cuyos principales personajes, el cuñado de Walter, agente de la DEA, aparece en la película como un guiño de Scott a los seguidores de la serie, acaso como pidiendo perdón por haberse atrevido a meterse en un mundo cuya plasmación fílmica Breaking Bad ha marcado de forma indeleble, inolvidable.