Publicada

En las fotografías de época, Raimundo de Madrazo y Garreta (Roma, 1841-Versalles, 1920) asoma con la barba oscura, las manos como aspas y los ojos que ejercen a mordisco limpio su derecho a la luz. Este pintor, hijo y nieto de ilustres artistas, fue un creador desbocado, atentísimo al detalle, sabio, depurado, cosmopolita, que optó por tomarle el pulso a la parte más distinguida de la sociedad mientras otros elegían ilustrar su acelerón.

Madrazo ejecutó lienzos de perfil amable, solo tocados por algo de rebelión cuando lograba apartarse del encargo. Compartió espacio con las corrientes académicas y con el impresionismo, ese primer balbuceo de las vanguardias, pero él andaba en otra orilla, contaminado de precisión, acosado por salones y paisajes, pero trabajando en cuadros que atendían al patrón estético que exigía esa nueva sociedad de modales capitalistas.

Hablamos, eso sí, de un pintor con un claro barniz cosmopolita. Asentado en París de forma permanente desde 1862, desechó la bohemia y optó por la vía del lucrativo mercado artístico. Su obra se aparejó a la moda de su tiempo, sin complejos, haciendo virtud de sus concesiones hasta situarse como figura fundamental en los círculos más distinguidos e internacionales de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Autorretrato de Raimundo de Madrazo y Garreta, fechado en 1901. MEADOWS MUSEUM / MICHAEL BODYCOMB

Precisamente, ese derrape burgués –el gusto refinado, la minuciosa representación de interiores y la destreza técnica en la reproducción de texturas y materiales– explica que su nombre se haya traspapelado entre aquellos que componen la ancha órbita de la pintura española de la época, donde es posible hallar desde deudores del neoclasicismo hasta artistas de veta romántica, simbolista y realista.

Considerado hasta ahora como un apunte suelto del siglo XIX –ese momento de la pintura española que requiere más eco, más foco, más atención–, encajado si acaso en los estudios sobre la saga familiar (su abuelo José y su padre Federico), Madrazo reaparece en una intensa y abundante exposición en la Fundación Mapfre que, hasta el 18 de enero, revisa, aúpa y revela en Madrid los muchos fervores y luces del artista.

Amaya Alzaga, comisaria de la muestra, ha reunido casi un centenar de obras, muchas de ellas encontradas en el desarrollo de la investigación para la preparación de esta exposición de título seco y austero: Raimundo de Madrazo. Este despliegue construye una cita que descubre el extraordinario territorio de un creador capaz de concebir el mundo como un albergue de la belleza y el refinamiento.

Queda a la vista en la propuesta que ocupa la Sala Recoletos de la Fundación Mapfre que su aventura pronto se apartó de los planes que el padre tenía pensado para él (que se dedicara a los temas históricos con los que concurrir a los certámenes nacionales y forjarse así una reputación acorde a su apellido) y se entregó a las preferencias de una clientela de la alta burguesía que demandaba retratos y pinturas de género en los que ver reflejados, respectivamente, su posición y sus anhelos.

‘Estudio de los Madrazo en la calle Alcalá’ (c. 1856-1858), de Raimundo de Madrazo. COLECCIÓN MADRAZO, CAM / LUIS ESCOBAR

Raimundo de Madrazo tomó el exotismo español –gitanas de busto, sentadas o bailando y los espacios de la Alhambra y el Alcázar sevillano– como rampa de lanzamiento y se hizo con un caudal de dinero pintando pequeñas escenas decorativas. En ellas, recreó interiores refinados, decorados con elementos originales y figuras anónimas de gran belleza, marcada singularidad o recuperadas del añorado pasado.

El pintor personalizó, con los años, la fórmula y redujo el número de personajes –majas, clérigos, guitarristas y toreros de filiación goyesca– hasta condensarlos en una única figura femenina que, con su sola presencia, evocaba el aire andaluz o la elegancia francesa. Las damas, pronto, aparecerían vestidas de raso, abandonadas a la ensoñación tras la lectura de la nota que acompaña a un ramo de flores o reclinadas y adormiladas en un cuarto o en un pequeño invernadero

Ese juego de la mirada se haría más presente en las toilettes, en las que Raimundo de Madrazo vino a proponer un avance en la invasión de la intimidad ajena. La atracción por lo prohibido, el placer de mirar por el ojo de la cerradura, le abrió las puertas a representar escenas de tocador más o menos inocentes, en las que las mujeres se desvestían con la ayuda de una sirvienta o se exponían abiertamente.

Retrato de la modelo Aline Masson, hacia finales de 1870. COLECCIÓN PARTICULAR / PABLO LINÉS

La protagonista de muchas de estas imágenes fue la modelo Aline Masson, quien encarnó por igual el ideal de belleza española y el estereotipo de la mujer parisina, elegante y sofisticada. Esta muchacha, cuya procedencia se ignora –podría ser la hija del conserje de la residencia parisina del marqués de Casa Riera, cuyo jardín trasero daba a la calle en la que el pintor tuvo su primer estudio en la capital gala–, aparece repetidamente en las pinturas de 1870.

Junto a estas obras, las escenas de baile y la captación preciosista de la vida mundana del París de fin de siglo fueron también temas con los que el artista cosechó éxito, tal como ocurrió con la Salida del baile de máscaras, lienzo que se exhibió (fuera de concurso) en la Exposición Universal de 1878 y que el crítico de La Ilustración Española y Americana consideró su mejor trabajo.

A partir de la década de 1880, abandonó la pintura de género para dedicarse de manera casi exclusiva al retrato, género que en esos momentos estaba conociendo su declive. A pesar de ello, el pintor, cuya reputación entre la selecta clientela europea se asociaba a la elegancia, la moderación y el virtuosismo, se consolidó como un destacado autor.

Durante la siguiente década, realizó algunas de las efigies más importantes de toda su producción, como las que dedicó a Rosario Falcó y Osorio, duquesa de Alba, al segundo marqués de Casa Riera o a la reina María Cristina. En algunos de sus retratos sobre el mundo diplomático, más austeros, se puede contemplar la lección aprendida de Velázquez, como ocurre en los que hizo del hijo del barón Von Stumm, embajador alemán en España.

En paralelo, estableció vínculos comerciales con marchantes estadounidenses como Samuel P. Avery, quien facilitó la llegada de su obra al mercado norteamericano, en el que la pintura de género, que acusaba ya síntomas de agotamiento en Europa, seguía siendo muy apreciada. Gracias a estos contactos, Madrazo realizó retratos significativos, como los de la familia Vanderbilt, lo que favoreció sus viajes profesionales a Nueva York a partir de 1897.

Un visitante toma fotografías con el móvil del lienzo de Raimundo de Madrazo ‘Dama con loro’ (1872). EFE

Desde entonces y hasta 1910, llevó a cabo diversas tournées de retratos en Estados Unidos, ampliando así su clientela internacional mientras su fama decaía en la escena artística francesa. El retrato de la esposa del coleccionista William Hood Stewart, María Hahn, de origen venezolano, exhibido en su galería de Nueva York, sirvió de modelo para un mundo al que, a pesar de su ocaso en París, aún se aferraban sus clientas americanas.

Ya en sus últimos años, establecido en Versalles, Raimundo de Madrazo concentró su producción en desnudos, retratos y escenas de género realizadas a partir de modelos ataviadas a la moda dieciochesca. Aunque con una ejecución menos preciosista que en el pasado, el imaginario empleado entonces por el artista se enmarcaba en la estética de evocación nostálgica del esplendor del pasado.

En definitiva, Raimundo de Madrazo encontró el éxito en el huerto de la pintura comercial, aquella que demandaba la burguesía de finales del siglo XIX, cuando todo era languidez, luz de quinqué, desmayo imprevisto y plata abrumada de candelabro. Con todo, la Primera Guerra Mundial y la vanguardia le dejó despeinado y listo para el olvido. Su recuperación es un redescubrimiento. El regreso de un artista en días de bengala.