A su manera, con modales suaves, con el bigotito untado de inspiraciones y aromas de cuellos blandos, Marcel Proust (Auteuil, 1871- París, 1922) arrasó el arte de narrar, inventándolo de nuevo en A la busca del tiempo perdido. Lo que esas páginas contienen forma parte de la laboriosa tarea de fabricarse un universo para incendiarlo luego y dejar de aquello nada más que el fulgor de una bella ruina.
Porque aquel muchacho asmático vestido de pitiminí encontró en la escritura la glorificación del mundo, de su mundo, empeñando en observar hasta el desquicie lo que tenía más cerca: la familia, los amigos, los paisajes, la porcelana del juego de té, los salones más distinguidos de París y el ajetreo del verano en el Grand Hotel de Cabourg, en Normandía, a orillas de un océano brumoso.

Retrato de Marcel Proust, realizado por el pintor Jacques-Émile Blanche en 1892.
Pero antes, en los años de juventud y clavel en el ojal, Proust incubó lo que trajo después a la Literatura. Acumuló ideas filosóficas y de la teoría del arte, admiró a pintores del pasado y contemporáneos y paseó por ciudades y espacios monumentales para lanzarse encarnizadamente a dar forma a una de las creaciones literarias más influyentes del siglo XX.
Que hubiese un Proust antes de Proust apenas tiene aire de novedad. Un escritor tan explorado acumula poca clandestinidad y, sin embargo, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza arroja luz a una esquina de su escritura en la exposición Proust y las artes, confeccionada por Fernando Checa en torno a una idea luminosa: su gran novela es un fastuoso ensayo sobre las intersecciones de la existencia y el arte.
Quién era realmente el escritor y cuáles fueron sus deseos también asoma, de manera a veces oblicua, en las más de ciento treinta obras reunidas en esta muestra que pretende dar cuenta de cuáles fueron los estímulos estéticos, los paisajes y las personas que orientaron su criterio y que inspiraron algunos de los personajes principales de A la busca del tiempo perdido.
‘Autorretrato como el apóstol san Pablo’ (1661), de Rembrandt.
Distribuida en nueve secciones y enmarcada entre dos fotografías, la del escritor a los 15 años realizada por Paul Nadar en 1887 y la tomada por Emmanuel Sougez (atribuida también a Man Ray) en 1922, en la que yace amortajado en su lecho de su muerte, la exposición del Museo Thyssen-Bornemisza trata de aglutinar todo el material artístico que sirvió de antecedente a su obra literaria, es decir, la magdalena de su escritura.
A la vista de la recopilación realizada, no parece que el autor de A la busca… tuviera un especial aprecio por el arte más innovador de su tiempo –de Matisse a Van Gogh–, mientras que sí mostró predilección por la gran pintura francesa (Chardin, Corot y Watteau), el arte del Renacimiento italiano (Giotto, Carpaccio y Botticelli) y la escuela holandesa del Barroco (Rembrandt, Vermeer y Hals).
Por lo demás, trató a los pintores que frecuentaban como él los salones distinguidos de París: observadores de las nuevas formas de ocio, paisajistas aptos para la decoración de palacios y retratistas de la alta sociedad, como Jacques-Émile Blanche, autor del célebre retrato de medio cuerpo del escritor, en una pose frontal y vestido de gala a la edad de 21 años, que da la bienvenida a los visitantes al comienzo de la muestra.
Se sabe por su primer libro publicado, Los placeres y los días (1896), que la educación estética de Proust transcurrió salpicada de visitas al Louvre. Así lo confirma que una de las partes del volumen esté dedicado al comentario de cuatro pinturas del museo: tres de la escuela flamenca y una de las más célebres de Jean-Antoine Watteau, El indiferente, del que se exhibe ahora en Madrid un magnífico dibujo preparatorio.
: Dos visitantes observan el lienzo ‘Nenúfares’ (1916-1919) de Claude Monet, en el Museo Thyssen-Bornemisza.
También juegan un papel fundamental París, donde nació y vivió en diversas residencias, y Venecia, ciudad que visitó hasta en dos ocasiones. Si en la primera, la cosmopolita y rica capital de la Tercera República, asiste a las grandes reformas urbanísticas del barón Haussmann, con la aparición de la electricidad y los grandes bulevares, la segunda encarna la predilección por esa forma de belleza a punto de extinguirse.
La exposición hace también hincapié en un tema relevante en la obra de Proust: el surgimiento de una nueva y moderna disciplina, la Historia del Arte, plasmado en su interés por la arquitectura gótica y en la conexión española del escritor, a través de Raimundo de Madrazo y Mariano Fortuny. De este último se incluyen, en las salas del Thyssen, algunos diseños de moda, un asunto imprescindible en el francés.
Existe en Proust y las artes (abierta hasta el 8 de junio), además, una pretendida voluntad de ilustrar algunos de los pasajes más trascendentales de A la busca del tiempo perdido, fijando certeramente el ámbito de refinamiento, escondites y media luz en el que se movía el autor y los amigos y conocidos que dieron forma a los protagonistas de su obra principal.
Ocurre así con el personaje Charles Swann, cuya figura surge a partir del crítico de arte Charles Haas y del historiador y director de la Gazette des Beaux Arts Charles Ephrussi. Al primero es posible descubrirlo en el retrato grupal de James Tissot El Círculo de la Rue Royal (1866), representado de pie, a la derecha, mientras que el segundo asoma con aire solemne en un retrato ejecutado por Léon Bonnat en 1906.
Una visitante recorre las salas de la exposición ‘Proust y las artes’, con lienzos de Boudin y Monet.
Frente a la figura de Swann, el escritor parisino desarrolla el mundo de Guermantes, protagonizado por la elegante duquesa Oriane de Guermantes y el hermano de su marido, el barón de Charlus, aristócrata, poeta y homosexual, interesados ambos por la moda, las fiestas, los amores, la política y la guerra, así como por la pintura, la música y la literatura.
En esa tarea de identificaciones, el modelo más cercano al barón de Charlus es el poeta y aristócrata Robert de Montesquiou-Fézensac, del que se muestran dos retratos. Uno firmado por Antonio de La Gandara (hacia 1892) y otro de Lucien Doucet (1879), además de un retrato de la condesa Mathieu de Noailles pintado por Ignacio de Zuloaga (1913), amiga de Proust y cuyo marido era primo de Robert de Montesquiou.
Esos paralelismos culminan en El tiempo recobrado, el último tomo de A la busca…. Allí, la reflexión sobre el efecto destructor del tiempo se asienta en los autorretratos de Rembrandt. “El dolor termina matando, dice […]. Y así es como poco a poco van formándose esos terribles rostros estragados del viejo Rembrandt, del viejo Beethoven, de los que todo el mundo se burlaba. Y las bolsas de los ojos y las arrugas de la frente no serían nada si no hubiera el sufrimiento del corazón”.