Hace un par de años, en el museo del Prado, escuché una conferencia del culto modisto Lorenzo Caprile sobre el suntuoso retrato de la condesa de Vilches por Federico de Madrazo, joya de nuestro siglo XIX de la que hablé aquí.
El caso es que, entre otras muchas cosas Caprile explicaba en aquella conferencia –para mí inolvidable-- cómo la revolución industrial, y la cultura de la grave seriedad del trabajo y de la productividad, impusieron que los varones vistieran trajes negros u oscuros, cediendo a las mujeres, desde siempre excluidas, salvo en las clases más bajas, del mercado del trabajo, el placer y la tarea de las apariencias, de los afeites, de las ropas imaginativas, de los tocados, etcétera.
Esa distribución vestimentaria por sexos ha seguido, con pocas variaciones, hasta hace muy poco. Ahora damas y caballeros trabajan en las mismas oficinas, codo a codo, y visten de forma más parecida.
El tejano es unisex. Salvo en ocasiones excepcionales, como por ejemplo las galas cinematográficas, donde los varones siguen yendo de pingüino y las mujeres, víctimas de modistos delirantes, visten de payasas del expresionismo. Pues muy bien. También hay quien prefiere el gotelé.
Ayer me acordé de aquella conferencia de Caprile según leía, en la curiosa revista digital fronterad (de acceso gratuito online), un erudito ensayo titulado Julia, vida mía, de mi amigo Juan Malpartida, capítulo de su libro aún inédito El reloj de Rousseau, del que cito ahora unas frases primeras, relativas a los cambios históricos en las modas vestimentarias --para hablar luego de las redentoras epifanías de Rousseau:
“Desde mediados del siglo XVII”, cuenta Malpartida, “con el acceso al trono del Luis XIV, en París se impusieron las pelucas para los hombres, generalmente largas, rizadas y caídas sobre los hombros, espectaculares, horribles, y toda una vestimenta que ha hecho decir que por primera vez los hombres se vestían mejor que las mujeres.
Aunque tímido y torpe en el trato social y en su “aliño indumentario”, Jean-Jacques también había decidido hacía tiempo usar estas ropas, incluido el espadín, las medias blancas y el reloj, ese objeto tan presente en su infancia y en las casas de sus antepasados. Ya en Venecia, como secretario del embajador francés, aceptó con gusto emperifollarse y exigir incluso lo que se debía a su “posición” administrativa.
Peluca redonda
Tras varios años en París, inmerso en lecturas serias, en vida de salones, amores cuyo lecho real solía ser su acogedora mente, y largas discusiones privadas sobre este y los otros mundos, Rousseau decidió reformarse. Su vieja dolencia urinaria había vuelto con crudeza y estuvo varios meses muy enfermo. Le llegó la noticia de que su médico creía que le podían quedar seis meses de vida.
¿Perder el tiempo en su trabajo actual de contable de M de Frascueil, recaudador general de finanzas? Gracias a la fama enorme y totalmente inesperada que inicialmente le había otorgado la publicación de su Discurso premiado por la Academia de Dijón, decidió cambiar de vida. ¡Fuera el reloj!
“Inicié la reforma por la apariencia, prescindí del oropel y de las medias blancas, me puse una peluca redonda, dejé la espada y vendí mi reloj, diciéndome con una alegría inconcebible: ‘Gracias al cielo, ya no tendré que saber la hora que es’”.
Esta “renuncia a la peluca y al espadín” fue para Rousseau el principio de un cambio radical en su forma de vivir, para asumir el nuevo estilo de habitar el mundo que le llevaría a escribir sus libros más influyentes. Como dice Malpartida, “ya cansado de París, del salón de Holbach y de tantos otros, aceptó el ofrecimiento que le hizo Madame d'Épinay en sus propiedades, y en abril de 1756 se instaló en el Ermitage, colindante con el bosque de Montmorency, donde escribiría varias de sus grandes obras asistido por una pasión sostenida y una inspiración ordenada, con un tiempo regido por la antorcha y la brújula”.
Segunda gran iluminación
La antorcha y la brújula debían de conformar un espacio-tiempo ahistórico y asilado, donde aquel visionario, dueño de un estilo literario delicioso y uno de los autores más influyentes en la constitución de la mentalidad moderna, pudo por fin escribir sin tasa. Malpartida, que lo ha leído y estudiado a fondo, lo adora, o poco menos.
Ante esa devoción de mi amigo me parece cosa lateral y sin verdadera importancia que a mí Rousseau me caiga mal, me caiga fatal. Lo que me parece, en cambio, relevante, es ese momento en que un hecho determinado cambia la trayectoria de un ser humano, y especialmente si es un escritor.
En este sentido, hay que decir que para Rousseau la decisión de tirar a la basura la maldita peluca fue su segunda gran iluminación, epifanía o satori. El próximo domingo, Dios mediante, recordaremos aquí cómo, en el camino de Vincennes, tuvo la primera, redentora revelación.