Desde luego, aunque se haya convertido en una ciudad imposible, siempre hay motivos para ir a París, y así sumarse a las multitudes que, a través del turismo y la especulación inmobiliaria, han destruido esa ciudad hasta hace poco tiempo fascinante y que hoy, cuando pienso en ella, la veo como poco más que un Burger King. Pero no me hagan caso. Como he dicho, siempre hay motivos para acercarse allí. Ahora, concretamente, para ver la exposición del centenario del movimiento surrealista en el Pompidou, y para ir al Musée d’Orsay a ver Caillebotte, pintor de hombres. ¿Se puede superar semejante oferta? Yo creo que no.
Caillebotte fue un hombre muy rico, un mecenas y coleccionista de los pintores impresionistas, y además un filántropo, pues regaló su colección al Estado, o sea a la comunidad, y él mismo era un estupendo pintor que nos ha dejado varias obras que con los años han acabado por hacerse icónicas y están en la mente de todos, entre las cuales Los lijadores de parquet, El puente de Europa y, sobre todo, Joven en la ventana, cuya contemplación ya valdría el esfuerzo del viaje a París.
Ese Joven en la ventana, pintado en 1875, representa a René, el hermano del artista, de espaldas a nosotros, contemplando, desde detrás de la balaustrada de la ventana en el acomodado salón familiar, una escena callejera, luminosa y trivial, del nuevo París de Hausmann, con sus característicos edificios techados de pizarra de una calle por la que circulan un par de coches de caballos y una joven sola al sol de una esquina abierta. Es un paradigma de la Rückenfigur, o sea la figura de espaldas, que a veces tiene una capacidad sugestiva formidable, como en este óleo.
La Rückenfigur nos invita a identificarnos con la figura, a ver lo mismo que ella está mirando, pero también y al mismo tiempo subraya nuestra distancia con ella, su carácter elusivo, y la hace enigmática, no sólo porque no le vemos el rostro, sino porque sugiere que estamos observando sin que ella (la figura) lo sepa.
Este óleo de Caillebotte, a la vez interior y exterior, desprende una sensación de vaga melancolía, la idea de asomarse a la vida y sus fabulosas posibilidades, a la soleada vida exterior, cercana pero inaccesible desde el hogar. Y sin embargo la pose de René, con las piernas separadas y las manos en los bolsillos, habla de una persona, de un joven, lleno de energía y desenvoltura, que contempla la calle de París no como algo ajeno sino poco menos que como si le perteneciese.
Grandeza, belleza, vida
Quizá está incluso pensando en salir a abordar a la muchacha de la esquina y decirle algo bonito, calculando sus posibilidades de conocerla, saliendo de la cárcel del yo y entrando en otra, desconocida, atractiva vida. Acaso desde que vi ese cuadro por primera vez no lo he olvidado porque en el piso de mi infancia en Barcelona había un ventanal así, desde el que a veces me asomaba a una calle parecida. Acaso alguien me veía haciéndolo; todos somos la Rückenfigur de alguien. A quién no le da la Rückenfigur un pellizco en el corazón.
No soy el primero que asocia esta obra maestra de Caillebotte con el no menos famoso Caminante sobre un mar de nubes (1818) de Caspar David Friedrich, donde él mismo, elevado sobre unas rocas, contempla un paisaje montañoso cubierto por las nubes y la niebla. Paradigma del romanticismo, las montañas y el mar de nubes son tanto un majestuoso paisaje de la Naturaleza, que tanto valoraban los románticos, como una alusión a los grandes fenómenos psíquicos de una mente inquieta, a sus ambiciones de grandeza, de belleza, de vida y de sentido. Sobre esa obra dijo el mismo pintor que “cuando una región está envuelta en niebla aparece más grande y más sublime, eleva la imaginación y provoca expectativas, como una muchacha con velo”.
De Friedrich a Caillebotte hemos pasado de la intemperie heroica al confortable espacio burgués. Y de éste pasamos a la idea del ser humano desvalido ante la grandeza del mundo y sus misterios en ese icono de la pintura americana que es la acuarela El mundo de Cristina (1948) de Andrew Wyeth, que es una de las obras que más visitas concita en el MOMA.
Si no conocemos la historia de esta imagen, tantas veces reproducida, por ejemplo, en portadas de libros españoles, viendo a la chica solitaria, reclinada en un campo desierto, mirando hacia una casa y un granero en lo alto, nos parece que habla de la soledad, y de la curiosidad y el deseo que siente la Rückenfigur por lo que pueda hacer para aliviar esa soledad quien sea que vive en esa gran casa gris sugerentemente misteriosa, que ella contempla desde lejos.
Pero conocemos la historia de ese cuadro, y que el título es exacto, es literalmente el mundo de Cristina Olson, la vecina impedida que vivía con su hermano cerca de casa del pintor en Maine, en el noreste de los Estados Unidos. Debido a su enfermedad degenerativa esta Cristina no podía caminar pero tampoco le gustaba usar silla de ruedas –que por otra parte de poco le hubiera servido en ese campo— y prefería andar arrastrándose.
La grandiosidad del desamparo de Cristina me hace pensar en la serie de fotografías repintadas de Gerhardt Richter tituladas “I. G.” (1993), que supongo que son las iniciales del nombre de la Rückenfigur. Representa a una joven o a un joven andrógino, de cintura para arriba, algo borrosa o “movida” como es propio de muchas piezas del artista alemán, situada ante una puerta oscura o dirigiéndose hacia ella.
La figura, con una desnudez desamparada, parece sumisa o resignada, dispuesta a cruzar esa puerta e ingresar en un espacio desconocido, quizá no por propia voluntad. Esa oscuridad es potencialmente tétrica, ya no una escena grandiosa y exaltante como en Friedrich, ni nostálgica y atractiva como en Caillebotte, ni desnuda, lejana y enigmática como en Wyeth. El espacio de I. G. es pequeño y ominoso. Después de esto ya no creo que la pintura pueda llegar mucho más lejos en el género de la figura de espaldas.
“Si de alguna manera he sido capaz de transmitir con mi pintura al espectador, que su mundo puede estar limitado físicamente, pero de ningún modo espiritualmente, entonces he logrado lo que me propuse hacer”. Wyeth.