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Conviene imaginar a Pedro Pablo Rubens (Siegen, Alemania, 1577-Amberes, Bélgica, 1640) como el almirante de la pintura europea del siglo XVII. Rico, famoso, poderoso. Reclamo de reyes, maestro sin medida. Él lo fue casi todo en el arte de su tiempo: un creador sideral capaz de asumir él sólo el peso de la tradición y convertirse en eco del futuro. Su obra es de tan amplia capacidad de aventura que hoy sigue siendo motivo de revisiónY por ahí incide, una vez más, el Museo del Prado con una intensa muestra que pone de nuevo en marcha el mito de este artista total tirando de su labor como patrón de uno de los mayores talleres de la época.

De su obrador llegaron a salir más de dos mil obras tasadas a la medida de la participación del maestro, quien reunió hasta una treintena de colaboradores, cada uno con su ocupación. El taller de Rubens es una de esas exposiciones con alma de escuela. Más que apabullar al espectador con una acumulación de lienzos soberbios, propone una lección en torno a cómo pintaba el artista, en qué consistía el trabajo del obrador y cuál era la organización de aquella factoría creativa radicada en Amberes, que hoy puede visitarse por ocho euros (la entrada general). 

El óleo ‘Filopómenes descubierto’ (1609-1610), de Rubens, quien contó con Frans Snyders para pintar los animales y las frutas. MUSEO DEL PRADO

Rubens queda representado, pues, como lo que fue: un pintor con ribetes de genialidad al frente de un negocio de producción de obra plástica, casi al modo de las marcas de moda o los estudios de arquitectura actuales. Una suerte de empresario de sí mismo que fundó en la pintura una estética por la que hizo pasar el arte de su tiempo y donde se convirtió en una rareza, en una excepción, en un hallazgo fuera de horma.

La muestra, que se podrá visitar hasta el próximo 16 de febrero, está compuesta por más de treinta obras que dan cabida a pinturas realizadas íntegramente por el maestro, otras ejecutadas por sus ayudantes y algunas más, en los que solo el ojo experto es capaz de discernir el grado de aportación del artista y sus discípulos. Aunque tasados según el grado de participación de Rubens, todos eran productos de su marca.  A esta labor divulgativa contribuye una escenificación del taller del pintor, que incluye todas las herramientas necesarias para su trabajo –pinceles, paletas, telas, tablas, caballetes, tientos…–, así como algunos elementos que evocan al pintor flamenco, como una capa y un sombrero inspirados en retratos suyos, además del olor de la trementina, uno de los más presentes en los antiguos obradores.

‘La muerte del cónsul Decio’ (1616-1617), de Pedro Pablo Rubens y taller. MUSEO DEL PRADO

En paralelo, para profundizar en la forma de trabajar de Rubens y el uso que hizo de la labor de sus colaboradores de taller, en la sala de la exposición (aledaña a la galería central de la pinacoteca madrileña) se proyecta un vídeo que da cuenta de la recreación, por el pintor Jacobo Alcalde Gibert, del proceso de ejecución de la obra Mercurio y Argos con materiales y técnicas históricas. 

Ese ánimo divulgativo se detecta por igual en los dos cuadros inacabados incorporados a la propuesta, que ayudan a comprender la técnica de pintar por fases que se utilizaba en época de Rubens. Así, se solía avanzar poco a poco, casi en diferentes estratos: sobre la imprimación se aplicaba el dibujo; sobre este, el bosquejo; y, posteriormente, a modo de remate, el color en capas más o menos transparentes, lo que permitía al maestro y sus alumnos alternar el trabajo.   

Uno de los lienzos citados, el retrato de María de Medici, quedó sin concluir tal vez porque estaba pensado como modelo para que en el taller se hicieran réplicas, por lo que no era necesario rematar el fondo. En el otro, que representa a Hélène Fourment, la segunda mujer de Rubens, y sus hijos, los rostros de las figuras y la vestimenta del niño están rematados, mientras que el resto permanece en una fase previa, bien en un momento avanzado de la fase de bosquejo o en los inicios de la fase de color.  

El lienzo ‘Mercurio y Argos’ (1636-1639), ejecutado por Rubens en colaboración con su taller. MUSEO DEL PRADO

Otras veces la aproximación se realiza a través de la presentación de versiones de un mismo lienzo con el fin de evidenciar las diferencias entre las telas ejecutadas por Rubens y la que quedaron en manos de sus ayudantes. Son notables, por ejemplo, en el caso del retrato de Ana de Austria, hija de Felipe III, donde el pincel del maestro se percibe en ciertas huellas de autor, como su predilección por dejar sobre la imagen claras huellas del movimiento del pincel cargado de pintura.

Se exhibe algún cuadro de taller, donde la intervención del genio está muy localizada. En lo que parece ser el boceto pintado en preparación para un tapiz de la serie sobre la vida del cónsul romano Publio Decio, las figuras que asoman son del todo convincentes en su anatomía, movimiento y expresiones, pero son distintas de lo que se vería de haber sido pintadas por Rubens. Su caligrafía es perceptible, en cambio, en el personaje de la Victoria. 

Además de cuadros plenamente autógrafos y otros realizados en colaboración con ayudantes, el Museo de Prado también explica cómo Rubens contó para ciertos encargos con artistas especializados en paisajes, animales o flores. Es el caso de Frans Snyders (1579-1657), quien en el lienzo Filopómenes descubierto siguió con fidelidad un boceto ideado por el maestro, ocupándose de los animales muertos y las frutas y hortalizas de la mesa.       

Imagen de la sala de la exposición ‘El taller de Rubens’, con la recreación del obrador del pintor. MUSEO DEL PRADO

Algunos de esos colaboradores acabaron por convertirse en pintores de fama, como Anton van Dyck, quien pudo intervenir, según la opinión de los expertos, en la tela Aquiles descubierto por Odiseo y Diomedes. Los estudios con infrarrojos y rayos X confirman que se introdujeron en él pocas correcciones, acaso el añadido del trozo de tela que cuelga del tocado de Ulises y la supresión de lo que parece una capa tras la espalda de Aquiles

Es posible que este cuadro sea el mismo que Rubens describe en 1618, en una carta a un cliente, cuando menciona obras que le podía vender, en la que muestra el funcionamiento de su taller y la forma en que se valoraban los diferentes productos que salían de él, dependiendo de su mayor o menor participación. “Un cuadro de Aquiles vestido de mujer hecho por el mejor de mis discípulos, todo retocado de mi mano…”.

Era la fórmula habitual de trabajo en la factoría Rubens. Todos los bocetos eran suyos. Esos apuntes son los que presentaba al cliente y los que le permitían fijar los precios. Cuanta más mano del artista, más aumentaba el precio a desembolsar. Cada cuadro podía llevar unos sesenta días de trabajo colectivo. El resultado de una manufactura a gran escala y altamente sofisticada.