Las vanguardias ya son retaguardia. Las vanguardias históricas, que abrieron nuevos caminos y unos cuantos callejones sin salida, tienen ya un siglo a sus espaldas. Hace ahora cien años, el 15 de octubre de 2024, se publicó el Manifiesto del surrealismo escrito por André Breton. En su primera aparición hacía funciones de prólogo del poemario en prosa Poisson Soluble y en él se apuntalaban las bases teóricas de un movimiento que había echado a andar unos años antes. En 1919, con Los campos magnéticos, creado a cuatro manos automáticas por Breton y Philippe Soupault. El nombre se lo tomaron prestado a Apollinaire, que en 1917 había subtitulado su pieza escénica Las tetas de Tiresias como “drama surrealista”. Apollinaire fue vindicado como uno de los precursores directos, al igual que De Chirico, Rimbaud (“Ver lo invisible, oír lo inaudible”), Alfred Jarry y Lautréamont, del que tomaron como estandarte su “Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, que acaso resuma la esencia de sus planteamientos mejor que toda la teoría de los tres sucesivos manifiestos.
Para celebrar el centenario de la publicación del primero, el Pompidou de París ha organizado una magna exposición planteada con varios criterios: representar los conceptos clave del movimiento mediante la organización temática de las salas, mostrar su expansión internacional e influencia, y -siguiendo el mandato de los tiempos- incrementar al máximo la presencia femenina, con piezas de artistas que, si bien no podemos considerar olvidadas, sí han sido habitualmente relegadas a un segundo plano.
De los múltiples ismos que conformaron las vanguardias históricas, el surrealismo ha sido sin duda el más fructífero: se extendió de inmediato por todas las artes, se propagó por el mundo con un impacto más profundo que otros movimientos de la primera mitad del siglo XX, ha dejado un legado de indudable calidad y trascendencia, y todavía hoy podemos rastrear su fructífera huella en algunos creadores. El surrealismo fue una superación necesaria del dadaísmo, que había viajado a París con Tristan Tzara.
Breton y sus colegas no tardaron en darse cuenta de que quedarse en el antiarte dadaísta no permitía avanzar mucho más allá de la pataleta revoltosa. Invocaron a Freud, a Sade y a Fourier (solo más tarde a Marx, y ahí se empezó a torcer todo). Exploraron el inconsciente, los sueños, el automatismo, la creatividad infantil y de los locos, el primitivismo, la magia, el amour fou, el deseo perverso… Es decir, todo aquello que cuestionaba lo diurno y racional, todo aquello que zarandera las estructuras del orden burgués (su grito de guerra, tomado de los decadentistas, era épater le bourgeois).
En el primer manifiesto, Breton trató de definir sus postulados: “SURREALISMO: Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
La producción surrealista fructificó primero en la literatura, sobre todo en la poesía -mucho menos en la narrativa-, a través de figuras como Breton, Éluard, Aragón, Crevel, Péret y Robert Desnos, acaso el más exquisito de todos ellos: “Se glisser dans ton ombre à la faveur de la nuit./Suivre tes pas, ton ombre à la fenêtre…” ("Deslizarse en tu sombra a favor de la noche./Seguir tus pasos, tu sombra en la ventana…"). La libertad de la escritura automática se aplica, con sentido lúdico, al juego colectivo de los cadáveres exquisitos, que también tienen su versión pictórica. Palabras o dibujos que empieza uno y completan otros, a ciegas, al dictado del azar.
Es justamente la pintura el ámbito en el que el movimiento da lo mejor de sí mismo. Y lo hace por una doble vía. Por un lado, mediante la liberación directa del inconsciente a través del garabato y el gesto pictórico: los automatismos de André Masson las constelaciones de Miró, cuya influencia puede rastrearse en las caligrafías de Michaux y la obra de artistas como Arshile Gorky y Cy Twombly. Por otro, a través de la exploración de lo onírico mediante una figuración minuciosamente trabajada. En este campo destacan tres figuras mayores. En primer lugar, Salvador Dalí, acaso el surrealista más puro y poderoso en su producción de los años treinta, en la que vuelca sus fantasías de perverso polimorfo. Además, es el creador de algunos de los más logrados objetos surrealistas y el inventor del método paranoico crítico.
En segundo lugar, Max Ernst, que, partiendo de su conocimiento directo del arte de los locos, construye en sus lienzos un deslumbrante imaginario, al que también da formato de novelas en imágenes mediante la ilustración y collage. Además, experimenta en su pintura nuevas técnicas como el frottage y la decalcomanía. Completa el trío el belga René Magritte con sus paradojas visuales y sus perplejidades filosófica en imágenes. A este trío podríamos añadir por su calidad al también belga Paul Delvaux, con sus enigmáticas estaciones ferroviarias y misteriosas mujeres.
El surrealismo impregnó también otras artes como la fotografía y el cine. En la primera destaca Man Ray, que además inventó técnicas novedosas como los rayogramas y las solarizaciones. Y tiene el mérito añadido de ser el autor del que tal vez sea el objeto surrealista más arrebatador: Gift, la plancha con púas. En el ámbito fotográfico destacan también los collages de Dora Maar y coquetearon con el movimiento dos genios como Brasaï y André Kertész. En lo que se refiere al cine, el propio Man Ray hizo algunas aportaciones muy notables, pero destaca sobre todo Luis Buñuel, con o sin Dalí. El cortometraje que hicieron juntos, Un chien andalou, es un hito de las vanguardias y contiene una de las imágenes icónicas del siglo XX: la del ojo cortado por una navaja. La fuerza de esta obra no debe hacernos olvidar otros títulos anteriores muy relevantes como Entre’acte de René Clair, en el que aparecen Man Ray, Duchamp y Picabia, y La Coquille et le clergyman de Germaine Dulac, con guion de Antonin Artaud.
Uno de los aspectos más interesantes del surrealismo es la exploración de los fantasmas sexuales, bajo el influjo de Sade. En este campo, a los ya mencionados Masson, Dalí y Ernst, hay que añadir figuras como la checa Toyen, la pionera queer Claude Cahun o los perturbadores perturbados Hans Bellmer -que además de sus muñecas, utilizó como escultura humana, atada con cuerdas, a su trastornada amante Unica Zürn- y Pierre Molinier, cuyo modelo fue siempre él mismo travestido y en poses obscenas.
Frente a esta radical libertad que supone la sexualidad transgresora como ruptura de toda norma moral, el surrealismo trató de encauzar su compromiso político. Es una de las muchas ingenuidades en las que chapotearon las vanguardias con sus risibles pretensiones de transformar no solo el arte y al individuo, sino también la sociedad. El paso lo dieron en el segundo manifiesto de 1929, elaborado por Breton y Éluard, que supuso cambiar la revista La Révolution surréaliste por Le Surréalisme au service de la révolution. Lo ejemplifica esta declaración de Breton en el Congreso de Escritores de 1935: “Transformar el mundo, dijo Marx. Cambiar la vida, dijo Rimbaud. Para nosotros estas dos sentencias significan lo mismo”.
En la práctica, lo que significó fue abrazar una ideología totalitaria y genocida, cuyos líderes -Lenin y Stalin, y después una interminable sucesión de dictatorzuelos diseminados por el mundo- jamás tuvieron el más mínimo interés por los artistas de vanguardia. Como mucho los consideraron en algún momento tontos útiles, antes de mandarlos al gulag o al paredón como sucedió en la Unión Soviética tras el fugaz idilio de los primeros años revolucionarios. Una parte de la tropa surrealista se desengañó con cierta rapidez y algunos -como Breton- se pasaron al trotskismo.
Con la politización vino también el despotismo y el dogmatismo. Aquel grupo de chispeantes jóvenes iconoclastas que abogaban por la libertad mudo en una suerte de secta que mostró su faz más ridícula con Breton convertido en sumo pontífice que excomulgaba a los díscolos. Uno de los expulsados fue el divino Dalí -Avida dollars, señaló el papal dedo acusatorio- que representa la otra cara de la moneda: advenedizo, conquistador de la capitalista América, amigo de Disney y colaborador de Hitchcock, showman irredento y genial publicista de sí mismo, que entendió antes que nadie que el arte es espectáculo y la más importante creación del artista es él mismo (algún tiempo después, Warhol aprendió muy rápido la lección).
Pese a las excomuniones y los cismas, el surrealismo se expandió por todo el mundo, asunto al que el Metropolitan de Nueva York dedicó en 2021 una importante exposición: Surrealism Beyond Borders. La semilla germinó con fuerza en lugares como Estados Unidos (Joseph Cornell, Maya Deren), México (con las expatriadas Leonora Carrington y Remedios Varo) o Checoslovaquia (Jindřich Štyrskŷ, Toyen).
En el devenir histórico del arte, el surrealismo conecta con el romanticismo, movimiento que reaccionó contra la razón ilustrada y dirigió la mirada hacia los abismos del alma. No es casual que una de las obras que Breton reivindica en el primer manifiesto sea El monje de Matthew Lewis, novela de terror neogótico, también llamado romanticismo negro, que es una deriva popular del imaginario romántico. En su proyección hacia el futuro el surrealismo ha abierto nuevos caminos para la exploración del mundo onírico e inconsciente. Su estela es perceptible en figuras tan dispares como Bataille, Pierre Klossowski, Alejandra Pizarnik, Louise Bourgeois, Jodorowski y el grupo Pánico, Moebius, Jan Švankmajer o David Lynch.
Hoy el término surrealista -como sucede con el término kafkiano- está desgastado y se aplica a casi todo. Cualquier situación algo peculiar es susceptible de ser tildada de surrealista o kafkiana. Por ejemplo, podríamos aplicar sin grandes problemas ambos adjetivos a algo tan prosaico como la política española. Pero más allá de esta banalización, el surrealismo y Kafka -que este año 2024 comparten centenario- mantienen su vigencia y han modulado nuestra manera de ver el mundo.