No me parece una exageración sostener que toda la obra del norteamericano Charles Burns (Washington, 1955, aunque criado en Seattle y establecido desde hace años en Filadelfia) es una intensa e interminable pesadilla que mueve al desasosiego. No lo considero un desdoro: lo mismo puede decirse de su compatriota el cineasta David Lynch. Asomarse al mundo del señor Burns puede dar cierto vértigo, no lo negaré, pero las vistas son espléndidas en su celebración gráfica del horror de la existencia. Es la suya una pesadilla por entregas, por capítulos, en la que las historias espeluznantes se suceden en forma de diferentes libros.
Si los pones todos juntos, te sale un puzle fascinante del espanto, especialmente del que se centra en la población juvenil, en todos esos chicos con granos y esas chicas que no saben qué esperar del sexo que aparecen especialmente bien retratados en Black hole (Agujero negro), elaborado entre 1993 y 2004 y recogido en forma de libro en 2005 por la editorial Pantheon Books (en España lo publicó La Cúpula, aunque posteriormente el autor acabaría en Penguin Random House).
Un dibujante pulcro
Black hole es, probablemente, la obra cumbre del señor Burns. Se centra en una extraña enfermedad de origen sexual que afecta a los adolescentes, potenciando los miedos y el desconocimiento propios de su edad. En Black hole aparecen elementos ya presentes en su obra anterior, pero elevados a la enésima potencia. Y, como ya es habitual en nuestro héroe, el horror de lo narrado convive con un dibujo casi de línea clara, con un uso magistral del blanco y negro más expresionista posible, creando un contrapunto narrativo que hallaremos también en su producción posterior, en la trilogía compuesta por Tóxico, La colmena y Cráneo de azúcar (una perversa vuelta de tuerca a las aventuras de Tintín, pero situada en los habituales ambientes turbios, morbosos, inquietantes y no siempre inteligibles que definen a su autor) y en el siguiente terceto narrativo, que responde al título colectivo de Laberintos.
Charles Burns es un dibujante aparentemente pulcro que, si se lo propusiera, podría fabricar historias románticas, cosa que hace en cierta medida, ya que, como en la canción de Lynch y Badalamenti The mysteries of love, el amor (o más bien sus peligros y desgracias) se cuela en todas sus historias. Los que disfrutaron de Blue velvet entenderán perfectamente de lo que les hablo, pues Burns, al igual que Lynch, es un especialista en levantar las alfombras de los bonitos pueblos norteamericanos de casas con jardincito y picket fences para mostrarnos las miserias morales que se esconden debajo.
Retratista del espanto contemporáneo
Es ésta una tendencia que se ha ido confirmando en los últimos años, ya que, en sus inicios, Burns, aunque ya era rarito, especial y propenso a las pesadillas gráficas, aún podía ser confundido, con un poco de esfuerzo, con un narrador visual del género negro. A fin de cuentas, su primer personaje conocido, El Borbah (1982, descubierto por los españoles en las páginas de El Víbora) no dejaba de ser un investigador privado. Más raro que un perro verde, eso sí, pues iba vestido de luchador mexicano de lucha libre, tenía una cabeza pequeñísima y un cuerpo de grandullón y se enfrentaba a unos casos en los que lo bizarre y extravagante era lo habitual.
Fascinado por los comics y la imaginería norteamericanos de los años 50, Burns siempre ha rendido homenaje gráfico a la década en que nació, aunque fuese para subvertirlos (como su colega Daniel Clowes, otro pulcro retratista del espanto contemporáneo, cada vez más críptico y, por ende, más inquietante).
Huelga decir que el señor Burns no es precisamente una estrella del actual comic norteamericano, viéndose obligado a llegar a fin de mes (como Clowes, una vez más) fabricando ilustraciones para revistas como Time, The New Yorker o cualquier otra que requiera de sus servicios. Llegó a pasar incluso por la industria discográfica, realizando la portada del disco de Iggy Pop Brick by brick (1990), una serigrafía de la cual tengo colgada en el salón de mi zulo del Ensanche barcelonés desde hace años (junto a una de Robert Crumb). Pero lo cierto es que es más apreciado en Europa que en su propio país, como indica el hecho de que fuese Francia el primer país en publicar Laberintos (Dédales), que en Estados Unidos aparecerá algún día con sus tres entregas recogidas en un solo volumen. En España, la colección Reservoir Books va sacando sus cosas no mucho después que en nuestro país vecino.
A diferencia de Clowes, Adrian Tomine y hasta Chester Brown (el rey de la sordidez sentimental), Charles Burns no ha tenido hasta ahora la suerte de que el audiovisual se interese por sus cosas. De Agujero negro podría salir una estupenda miniserie (a ser posible, en blanco y negro) que a muchos nos parecería más estimulante que Stranger things. Mientras eso no suceda, nuestro hombre seguirá construyendo sus fascinantes pesadillas gráficas para el disfrute de los happy few que las entiendan (más o menos) y no se amilanen ante la perspectiva de hundirse en ellas hasta el cuello. Para quienes aún no lo conozcan, aconsejo empezar por Black Hole, no sea que les de un parraque con Laberintos. Hace falta cierto valor para asomarse a la retorcida mente del señor Burns, pero les aseguro que lo que en ella se almacena vale muchísimo la pena.