Ahora se sabe que Rosario de Velasco (Madrid, 1904- Barcelona, 1991) fue una pintora figurativa de notable talento empeñada en alumbrar profundidades desde fórmulas recurrentes –el retrato, el bodegón, las escenas de género–, siendo poco dada a salir de caza fuera de ellas. Es fácil imaginarla como una mujer obsesiva y observadora, segura de lo suyo, o dudando de otro modo. Como una de esas creadoras que viajaron por la vida con voluntad esteparia sin que lo que sucedía alrededor le alterase en exceso el pulso al echarse a pintar.
Al referirse a ella, la primera etiqueta que le cuelga es la de su pertenencia a Las Sinsombrero, las mujeres del grupo del 27. Juegan a favor de esta inscripción poco más que su amistad con algunas de sus integrantes y sus inquietudes culturales. Sabía conducir, practicaba el tenis y el esquí, viajó por toda Europa, ilustró libros y revistas y fue una artista de éxito en los años previos a la Guerra Civil, logrando un importante eco en certámenes nacionales e internacionales. Su participación en la exposición del Carnegie Institute de Pittsburgh, en 1935, da cuenta de su celebridad.
Ha quedado más en el olvido, en cambio, su condición de falangista, su entusiasmo por los propósitos de la Sección Femenina y su cercanía con José Antonio Primo de Rivera, de quien ella aseguraba haber realizado la última foto en vida antes de su fusilamiento en Alicante. A causa de su ideología, De Velasco huyó de Madrid al estallar la guerra y recaló en Barcelona, donde fue arrestada y llevada a la Cárcel Modelo para ser ejecutada al día siguiente. Solo la intervención de un doctor de la prisión, consiguió sacarla escondida en un carro y salvarle la vida.
Tras la fuga, contrajo matrimonio de forma clandestina en la capital catalana con un joven médico de buena familia antes de partir hacia Francia e ingresar de nuevo en España por la zona dominada por las tropas golpistas. La pareja, que viajó acompañada por el editor Gustavo Gili y su esposa, se acuarteló en una pedanía al norte de la provincia de Burgos hasta la conclusión de los combates. A partir de entonces, Rosario de Velasco y su marido se establecieron de nuevo en Barcelona, entre la alta burguesía que vitoreó a Franco.
Desde allí, la artista continuó con una intensa actividad creativa. Consta que participó de forma asidua en las exposiciones nacionales organizadas por el régimen, firmó en 1939 el dibujo para el sello postal Homenaje al ejército –siendo la primera vez que una mujer asumía el encargo–, colaboró de forma periódica con la revista Vértice, ilustró cuentos y libros y fue seleccionada varios años para la Bienal de Venecia. En paralelo, de forma periódica, exhibía sus lienzos, con importantes ventas, en el circuito de galerías de Madrid y Barcelona.
Hasta aquí, a grandes trazos, el perfil de Rosario de Velasco, quien asoma hasta el próximo 15 de septiembre por el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid al frente de esa pálida manada de artistas que abanderó en España una vuelta al orden en la pintura tras el polvorín de las vanguardias. Se asentó, por tanto, en un estilo de marcado carácter realista en el que combinaba la tradición y la modernidad, próximo a los postulados promovidos por la Nueva Objetividad alemana y el Novecento italiano, ambos empeñados en la recuperación del clasicismo.
Su ideología y su pintura, considerada también conservadora, la sepultaron durante años. “A Rosario de Velasco se la traspapeló –y lo más curioso, contra todo pronóstico durante el franquismo también–, aunque quién sabe si no por ser una mujer artista, sino por ser una figurativa en tiempos de abstracción. Después, con las operaciones de recuperación de las artistas femeninas, se la volvió a traspapelar por sus filiaciones conservadoras que volvían a apuntar hacia un estilo figurativo que a menudo se confunde con pintura para ángeles del hogar”, explica la profesora Estrella de Diego en uno de los textos del catálogo de la exposición.
“En su caso –añade De Diego– la tormenta era perfecta: antes de la guerra es una chica casi precoz pero adaptada a las modas. Después se ajusta al patrón más previsible: se casa, incorporándose a cierta burguesía catalana muy adepta a Franco, mantiene sus buenas relaciones con las instancias oficiales del momento. Incluso su amistad con Eugeni d’Ors, uno de los críticos de arte más poderosos y más brillantes de los años cuarenta y cincuenta, se justifica a menudo a través de su marido. Una estrategia eficaz para borrar el éxito y, más aún, el posible futuro de una artista”.
De ahí que la recuperación emprendida por el Thyssen tenga algo de restitución y venganza contra el olvido. El museo madrileño exhibe una treintena de lienzos y una selección de ilustraciones salidas de su mano. Junto a obras conservadas en museos, como los óleos Adán y Eva (1932), propiedad del Reina Sofía, o La matanza de los inocentes (1936), del Bellas Artes de Valencia, se muestran por primera vez obras guardadas por la familia y parte de colecciones particulares, algunas hasta ahora en paradero desconocido y localizadas en los últimos años.
Se trata de una sólida representación de los trabajos de Rosario de Velasco en los años veinte, treinta y parte de los cuarenta, valorados como los más sobresalientes de su trayectoria artística. Quedan en el aire muchas de las obras que realizó en las décadas siguientes en Barcelona –un buen número de retratos por encargo–, sacadas a la luz tras la campaña de localización promovida por los comisarios, Toya Viudes de Velasco y Miguel Lusarreta, con la firma de la pintora, un monograma con las iniciales RV, como uno de los elementos claves para la identificación.
En el conjunto de su producción abundan las escenas costumbristas de pescadores o campesinos, los bodegones con figuras, las escenas de circo y los grupos de mujeres, pero sobresalen, por encima de todo, los temas bíblicos. Pintó la historia de la casta Susana, el relato del hijo pródigo, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro o distintos episodios con el lago Tiberíades como escenario, en las que los personajes se muestran sobrios y secularizados, vestidos como labradores, y maternidades y santos sin aureola o atributo religioso alguno.
A este respecto, el lienzo Adán y Eva –que aparece en algunos textos con el título Eva y Adán– es, sin duda, su obra más célebre. Obtuvo la segunda medalla de pintura en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1932 y, posteriormente, participó en las muestras de la Sociedad de Artistas Ibéricos en Copenhague y en la galería Flechtheim de Berlín, entre diciembre de 1932 y enero de 1933. Tanto éxito tuvo que condenó por mucho tiempo a De Velasco a la categoría de artista de un solo cuadro, esa especie de acierto aislado por el que un creador es incapaz de repetir una obra especial por falta de talento y voluntad o por circunstancias vitales, como el matrimonio y la maternidad.
Pero, al margen de Adán y Eva, en la estela de la pintora madrileña existen otros trabajos notables. Por ejemplo, sus ilustraciones para el libro Cuentos para soñar (1927) de María Teresa León, con quien tuvo una estrecha y sincera amistad, pese a las diferencias ideológicas; sus bodegones con peces (del que existen dos versiones, ejecutadas hacia 1930), sus numerosas escenas infantiles y los lienzos Lavanderas (1934), Gitanos (1935). Carnaval (1936, hoy conservado en el Centre Pompidou de París) y La matanza de los inocentes (también del año 36).
Con todo, el baile de olvidos no dio tregua a Rosario de Velasco, quien apenas quedó como una nota al margen en el relato del arte español de la primera mitad del siglo XX. Su exposición en el Thyssen viene a confirmarla como alguien capaz de desplegar una astronomía propia, pues nada de lo que hizo respondía a una estrategia que no fuese pintar a su manera, volcarse en lo importante, asumir la existencia como una causa estética. Vivió como tenía que vivir. Vibrante. Siempre a solas, como un borrón de la Historia.