A finales de los años 70, cuando escribía en la revista Disco Exprés, tuve el placer de compartir sus páginas con los comics de un personaje desquiciado llamado Makoki que iba por ahí cubierto por una especie de túnica blanca y tocado con un casco con cables (todo parecía indicar que se había escapado de un manicomio). Makoki, evidentemente, se trataba con lo mejor de cada casa y su misión en la tierra consistía en ponerlo todo patas arriba mientras trazaba un retrato descacharrante de la Barcelona alternativa del momento. De la misma manera que un sevillano como Nazario nos descubrió a los barceloneses la vida más canalla de nuestra ciudad, tuvieron que ser tres foráneos los que llegaran a la cima del underground local (y nacional) con el majareta de los cables y su pandilla basura: Miguel Ángel Gallardo (Lérida, 1955 – Barcelona, 2022), Juanito Mediavilla (Burgos, 1950 – 2022) y Felipe Borrallo (Badajoz, 1949). Entre los tres fabricaron al héroe más popular de toda la historia del tebeo alternativo español (aunque Borrallo se apartó enseguida del asunto, pues lo suyo no era escribir ni dibujar, sino tener ideacas de traca).

Miguel y Juanito se conocieron en el Estudio Andreu, una compañía dedicada a los dibujos animados, y se hicieron inseparables. No me pregunten cómo, pero consiguieron hacerse con un entourage de excéntricos que les fue muy útil para las aventuras de Makoki. A algunos los conocí (pienso en el inspector Pectol, cuyo auténtico nombre nunca averigüé, o en el autodenominado aprendiz de la vida, Paco Mena Galipienzo, que tocaba la guitarra delante de El Corte Inglés de la plaza Catalunya, en una esquina buenísima para recaudar, según Mediavilla, y cantaba sus hits, de los que solo recuerdo uno que decía En la universidad, en la universidad hay muchos cerebros que tienen que estallar; a principios de los 80, en la revista de breve existencia Makoki, Gallardo lo puso a redactar los editoriales, unas letanías incomprensibles que a él le hacían mucha gracia, sobre todo cuando se inventaba términos seudo científicos como la Spicología Anatomal, que nunca supimos qué era), a otros no (jamás me crucé con el llamado El Abraira, por su supuesto parecido con el baladista Pablo Abraira, el que fue paloma por querer ser gavilán).

Para mucha gente, Miguel Gallardo ha pasado a la historia por haber dibujado las aventuras de Makoki y su basca, pero el tipo hizo muchas cosas más. Poco a poco, se fue librando de la influencia gráfica del norteamericano Elzie Crysler Segar y encontrando su propia voz hasta dibujar la que para mí es su obra magna, Pepito Magefesa, en las páginas de Cairo (ajeno a la supuesta pugna entre línea chunga y línea clara, Miguel publicaba indistintamente en El Víbora y Cairo). Delirio pop trufado de referencias culturales, no solamente del mundo del comic, Pepito Magefesa es una de las rara avis más notables de toda la historia del tebeo español, aunque me temo que no fue del todo comprendida: los fans de su obra anterior se habían quedado colgados con Makoki y aquello les resultaba demasiado innovador. A mí me encantó, y no solo porque el villano de la historia fuese un snob obeso que aspiraba al título de Moderno del Año y atendía por Jamón Despaña: podría haberme ofendido, pero ser el archienemigo de Pepito Magefesa me llenó de orgullo y satisfacción, como diría el Emérito.

Harto de Makoki y, sobre todo, de los fans de Makoki, Miguel acabó ejecutándolo como si fuese un lastre con el que ya no podía más. Y en el ínterin, siguió experimentando con obras también incomprendidas, como Perro Nick (serie paródica de detectives con un prodigioso uso del color, publicada en álbum en 1991) o las que fabricó a medias con el guionista Ignacio Vidal-Folch, Perico Carambola (1995, las penosas andanzas de un repórter Tribulete de una torpeza inverosímil, oblicuo homenaje a los tebeos Bruguera que tanto les habían marcado a ambos) y Roberto España y Manolín (1997, parodia cruel de las aventuras de los súper héroes valencianos Roberto Alcazar y Pedrín).

Tras superar una etapa de adicción a las drogas, el pobre Miguel se encontró con una crisis de más difícil resolución: el final de las revistas mensuales que garantizaban al artista unos ingresos no diré razonables, pero sí suficientes para llegar a fin de mes. Y fue así como un hombre nacido para dibujar comics, un artista que había encontrado su excelencia en los tebeos, se enfrentó a un mundo que agonizaba y tuvo que reciclarse en ilustrador para La Vanguardia, para la publicidad y hasta para los dibujos animados (colaboró en Chico y Rita, la película de Javier Mariscal y Fernando Trueba). Y a partir de ahí, sus regresos a la historieta fueron esporádicos, aunque, en algunos casos, rentables, como los dos libros que dedicó a su relación con su hija autista, María y yo (2007) y María cumple 20 años (2015), y que lo convirtieron en una especie de portavoz del autismo en España.

Pese al fin de la rentabilidad de los comics, Miguel llevaba una vida razonablemente feliz junto a su novia Karin cuando se le manifestó su primer tumor cerebral (al que rebautizó como el boniato y que le dio para un libro estupendo, Algo extraño me pasó de camino a casa). Quedé a tomar un café con él por aquellos tiempos (nunca fuimos amigos íntimos, pero siempre me cayó bien y quiero creer que yo a él también) y me pareció que el peligro había pasado. Me equivocaba. Hubo un segundo boniato que también fue desactivado, pero el tercero se lo llevó por delante. Creo que fue por esa época cuando le dio por hacerse llamar Capitán Gallardo, cosa que a sus amigos nos hacía bastante gracia. Y Miguel tuvo muchos amigos, ya que, además de un artista excelente, fue un tipo cordial, dotado de un gran sentido del humor y siempre dispuesto a reírse con las gansadas propias y ajenas y a fijarse en los elementos más cómicos (voluntaria o involuntariamente) de la existencia.

Unos meses después falleció en su Burgos natal Juanito Mediavilla y asistimos a lo que a mí me sigue pareciendo el entierro definitivo del comic underground español.