Llegaron para asaltar la luz y apartar a pedradas lo viejo. Quedaron agrupados bajo la etiqueta de impresionistas que les asestó el crítico Louis Leroy a modo de burla en el semanario satírico Le Charivari. Aquella tropa de artistas estaba bajo los efectos de la fascinación del día, del fervorín de la claridad, de las veladuras del campo, del vértigo de la ciudad. Pintores de plein air la mayoría, redescubriendo las cosas a este lado del mundo. Con ellos arrancó la modernidad del arte, que acabó por contagiar las cuatro esquinas de Europa.
El movimiento tiene por talismán una fecha: 1874. Hace 150 años, una treintena de artistas expusieron sus obras por vez primera en el estudio del fotógrafo Félix Nadar, en pleno centro de París, con aquella tela de Claude Monet, Impression: soleil levant (Impresión: sol naciente), a modo de línea de salida. Allí ofrecieron el primer reflejo de esa sociedad francesa que mostraba credenciales de cambio y crecimiento tras un periodo acumulando traumas en la guerra con Prusia y en la revuelta de la Comuna.
Porque Monet, Renoir, Degas, Morisot, Pissarro, Sisley, Manet y Cézanne surgieron de los ecos del Romanticismo para asumir del mundo una temperatura más nerviosa que miraba hacia fuera, al exterior. Hubo en ellos algo de un temblor que empieza. Una forma de pintar que no admitía moldes, haciendo bandera de la individualidad del artista. Pusieron en pie un modo nuevo en la pintura que proponía pinceladas sueltas para darle cuerpo al aire roto de la tela. Que venía a anunciar y reclamar el arte abstracto sin saberlo.
Pero, en contra de lo que sostiene el relato heroico, nunca existió una voluntad de ruptura radical entre los que emprendieron esa expedición de lo moderno que acabó plasmada en ocho exposiciones, todas celebradas entre 1874 y 1886. Aquellos muchachos convivieron con el academicismo, el clasicismo y el simbolismo. No vinieron a acabar con los padres ni a fumigar a los coetáneos. Tan solo pretendieron romper con la invisibilidad a la que los condenaba el salón oficial y lo hicieron, a su manera, cosmopolitas y sofisticados, cubiertos con sombrero de paja.
Además, en el semillero del impresionismo no hubo ese gesto de tribu compacta con el que habitualmente se les ha presentado. Si en los inicios compartieron ese desprendimiento de flores, estanques y ciudad, cuando llegó el agotamiento, cada pintor se replegó en los temas donde podía expresar mejor sus demonios. Existieron amagos de deserción en unos y otros y solo Pissarro participó en todas las exposiciones del grupo, además de ser el único que se ocupó de enseñar a los que venían apretando por detrás: Van Gogh, Gauguin, Matisse.
Fue común en ellos la ambición artística y, también, la intención comercial. Dieron forma al ocio burgués que estaba cocinándose ya en los bulevares de las grandes capitales y que, antes que nadie, supo ver Paul Durand-Ruel. Tras dar tumbos por París y Londres, este marchante francés subió a un barco trescientos cuadros de aquel pelotón de artistas hambrientos y los colgó en Nueva York, en las paredes de la American Art Association. Era 1886, y nadie ha bajado a los impresionistas del podio del mercado del arte más de un siglo después.
Desde entonces, se trata de un valor seguro, ligado a la fama de museos y colecciones. Solo por anotar las ventas recientes, un lienzo de Monet, Meules, alcanzó los 110 millones de dólares en la sede neoyorquina de Sotheby’s en 2019. Tres años después, la sala Christie’s puso a la venta la colección de arte de Paul Allen, uno de los fundadores de Microsoft, con un lienzo de Seurat, Les Poseuses, Ensemble (Petit version), que llegó a los 149,24 millones de dólares, y otro de Cézanne, La Montaigne Sainte-Victoire, por el que se pagaron 137.
El éxito del impresionismo está ahí: una vez asumida su técnica –la pincelada rápida, las manchas de color– y sus temas –de un lado, el campo con su pureza y su quietud renovada; del otro, la ciudad alegre despegando–, se convirtió en la pintura de fácil digestión, bonita, a tono con el gusto burgués. Para colmo, el mundo no tardó en acelerar tras la Primera Guerra Mundial y la vanguardia, que había germinado en las líneas, ángulos y vértices del cubismo, dejó al movimiento listo y bien peinado, al otro lado de la rebeldía.
Como reflejo de su tiempo, el despegue de este movimiento artístico está ligado a los nuevos inventos surgidos en la segunda mitad del siglo XIX. Uno aparentemente trivial, pero de gran trascendencia: el tubo de estaño con tapón de rosca. El recipiente ideado en 1841 por el norteamericano John Goffe Rand permitió a estos artistas salir del taller y trasladar fácilmente el lienzo y las pinturas al exterior, preservando los pigmentos del deterioro a causa del secado y la oxidación.
La experiencia de pintar al aire libre había tomado vuelo antes entre los pintores franceses y alemanes en los sucesivos viajes a Italia, con parada principal en Roma, pero solo se instaló como norma a partir de los impresionistas, quienes se caracterizaron por colocar el caballete en el campo, en mitad de la calle. Con ellos empezó, pues, un tiempo nuevo para el arte, no por lo que suponía la experiencia de trabajar extramuros, sino por las calidades inéditas que era posible explorar con la luz inflamada del natural.
A resultas de esta posibilidad, todo les fue útil a estos artistas para arrancarle colores a la paleta: el sol, los días nublados, los vendavales, los aguaceros, la luz eléctrica, la luz de gas, el humo de los barcos, los trenes en movimiento, las escenas callejeras, las actividades de ocio urbano... Casi siempre sin presencia humana. Se trataba de dotar de vida lo aparentemente quieto, despojando a las cosas de su forma para expresarlas en color, en mancha, en sensación última.
Por este mismo carril, el grupo no tardó en emparentar con la fotografía. Al igual que los primeros fotógrafos poseían, por lo general, formación artística, los jóvenes impresionistas se valieron del ojo mecánico para resolver los desafíos que les planteaba el nuevo arte, como la instantaneidad. Esa victoria simbólica de los hombres sobre la temporalidad –la reducción de las escenas a un intervalo muy breve de tiempo– les obligó a mirar más rápido y a pintar aún más rápido, dando menos importancia a la reflexión que al resultado.
Como consecuencia, hallaron en la fotografía un aliado para fijar su obsesión por el espíritu variable de la realidad, que a cada momento se modifica y se desvanece. Fue la capacidad única del nuevo invento de suspender el tiempo y mantenerlo vigente de manera indefinida lo que animó la transformación de la representación pictórica. “El artista hoy no dice: ‘Vengan a ver estas obras tan perfectas’; sino: ‘Vengan a ver estas obras tan sinceras’. Es la sinceridad lo que hace que parezcan una protesta”, afirmó Manet casi a modo de manifiesto.
El alma del impresionismo no se quedó en el siglo XIX, donde nació, porque su sombra se extendió más allá en el tiempo, más allá en las reglas de un juego muy serio. Tampoco llegó solo en distintos frentes a toda Francia, ya que en media Europa se dejó sentir también el oleaje del movimiento, llegando a echar raíces en Toulouse-Lautrec, en Gaugin, en Seurat y en el delicadísimo Bonnard, pero también en Joaquín Sorolla, Darío de Regoyos y Hermenegildo Anglada Camarasa, por citar solo a los creadores de bandera española.
Hoy, el movimiento apenas sirve de alimento para unos pocos creadores, pero bajo su reclamo se sigue llenando las salas de los museos, pues el impresionismo contiene una súplica al orden y conserva la rara cualidad de la belleza tranquila. Después de estos pintores, se apresuró el tiempo carnívoro. Todo fue velocidad. De algún modo, aquel lance artístico ocurrido hace siglo y medio se convirtió en el acelerador de partículas de la modernidad.