La historia de María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932) encajaría perfectamente entre aquella baraja de malogrados que contribuyeron a ensanchar el panorama del siglo XX desde el archipiélago de las vanguardias. Alcanzó altísimas cotas de intensidad afiliada al cubismo, pero supo escapar de su cloroformo cuando aquello derivó en marca comercial. A la salida, se asentó en los códigos de la figuración, en la que cada vez tenía más potencia la condición humana y el mundo cotidiano infantil y femenino.
La vida, ciertamente, no le fue ni noble, ni buena, ni sagrada, pero ella encontró un lenguaje propio, a contracorriente, dentro de los lenguajes de su tiempo antes de que la enfermedad, el desamparo y otras mecánicas del infortunio la apartasen de forma definitiva del mundo. “La lucha de María fue dura, áspera, pinchosa, como rama de encina, y sin embargo no fue nunca una resentida, sino todo lo contrario, dulce, piadosa y virgen”, afirmó Federico García Lorca en el homenaje que el Ateneo de Madrid organizó a los pocos días del fallecimiento de la pintora.
A tenor de lo que contó en aquel acto el poeta granadino, Blanchard nació en un hogar con apariencia de frenopático. “El padre montaba a caballo y casi siempre volvía sin él, porque el caballo se había dormido y le daba lástima despertarlo. Organizaba grandes cacerías sin escopetas y se le borraba con frecuencia el nombre de su mujer”. “La madre, una señora refinada; de tanta fantasía que casi era prestidigitadora. Cuando era anciana iban unos amigos míos a hacerle compañía y ella, tendida en su lecho, sacaba uvas, peras y gorriones de debajo de la almohada”.
Con todo, su existencia fue, sin tregua, un tiovivo de penurias, silencios y desilusiones mientras el zepelín de la modernidad partía en mil fragmentos el cielo de Europa. Un itinerario que atraviesa el castigo de la deformidad –la cifoescoliosis tronchó, de niña, su columna vertebral–, asiste a la sacudida de la Primera Guerra Mundial, contempla el carrusel de las vanguardias sucediéndose unas a otras y remata con otros tantos desalientos que fueron minando el camino de María Gutiérrez-Cueto Blanchard, el nombre de la artista en los papeles oficiales.
Se sabe que a los 22 años se trasladó a Madrid, donde frecuentó talleres hasta que logró ayudas institucionales para irse en 1909 a París, donde recibió clases de Anglada Camarasa y María Vassilieff. Regresó a España por presiones familiares para opositar a una cátedra de profesora de dibujo en las Escuelas Normales de Adultos, si bien renunció a la plaza que logró en Salamanca poco tiempo después. “El evidencismo crudo de lo español, que no deja pasar nada sin mote y que llega en su flaqueza a decirle la verdad al lucero del alba, se ensañó con la pobre artista”, contaría Gómez de la Serna.
De regreso a la capital gala, se sumergió en el cubismo cuando éste ya estaba en marcha. Picasso y Braque le llevaban ventaja imaginando bodegones con manzanas cuadradas sin dejar de ser manzanas, guitarras concebidas como los trozos de un espejo lanzado desde la Torre Eiffel, hombres y mujeres reinterpretados como un mosaico de teselas desquiciadas. El cubismo, sí, crepitaba, y la artista cántabra lo transitó con una la luz hecha a empujones reflectando en el ángulo obtuso de un violín, de una pipa, de una rosa. En un plano sobre otro y descompuestos.
No es extraño, por tanto, que su producción quedara fijada, en un primer momento, como una fatiga de rutinas, una senda hecha con los retales de la voz de sus mayores, pero el tiempo y las investigaciones –la pionera tesis doctoral de María José Salazar, por ejemplo– la han ido restituyendo a un lugar más propio y luminoso, que ahora adquiere una nueva claridad con la exposición María Blanchard. Pintora a pesar del cubismo del Museo Picasso de Málaga (MPM), que propone hasta el próximo 29 de septiembre una revisión de su trabajo a través de ochenta y cinco obras –óleos, pasteles y dibujos– procedentes de cincuenta instituciones y colecciones públicas y privadas.
La cita es una oportunidad para conocer a una artista de fortuna claroscura que formó parte de uno de los momentos más efervescentes de la cultura europea, llegando a participar con obra propia en el mismo salón en el que Picasso colgó aquella tela que acabó por acelerar la pintura, Las señoritas de Aviñón. Podría decirse que toda María Blanchard está recogida en la muestra del centro malagueño, con sus ráfagas de primera época, con la intuición de los planos a cuestas, con el color a hachazos en su momento de búsqueda, con la vuelta a maneras más clásicas de sus años finales.
“La obra de Blanchard es radical porque, dada su condición de subalterna al ser una pintora, se articula como un ejercicio de resistencia al canon dominante de su época. Se trata, pues, de una figura poco acomodaticia y mal tratada por la historiografía de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX en un sistema del arte entonces dominado por un tipo de masculinidad que, para creadoras como ella que deseaban plasmar mundos y modos alternativos de expresividad, significó renuncia, silencio y exclusión”, explica José Lebrero, comisario y exdirector del Museo Picasso Málaga.
De ahí que la de Blanchard no sea una obra cerrada, sino llena de quiebros y de puntos de fuga. Y así se deja ver tímidamente en la primera parte de la exposición, la dedicada a los años de formación, donde son visibles las influencias de Manet y Fortuny. Sucede igual con su militancia en el cubismo, donde puso en práctica una obra de intensidades propias, de una belleza serena y grave. Por esa escasa necesidad de mirarse de reojo en los otros, porque su canción no admitía demasiados moldes. Ella iba por libre. Atenta a lo de alrededor, pero segura en sus obsesiones, en sus traumas.
Uno de los aspectos que más llama la atención de la propuesta del Museo Picasso de Málaga es descubrir las circunstancias que llevaron a esta pintora enraizada en el estilo cubista a alumbrar un nuevo realismo a partir del aprendizaje y la asunción de los principios del movimiento. Fue en 1920 cuando ese cambio de perspectiva en la obra de la artista cogió verdadera entidad, algo fácil de observar en aquellos cuadros en los que presta todo el protagonismo a rostros infantiles de una brillante luminosidad, creando volúmenes redondeados, algo impensable tan solo poco años antes.
Parece claro que en vida no tuvo ambición, por lo que a Blanchard solo le quedó el talento. Entendió el hecho de ser incomprendida, aunque no le llenaba de orgullo (como a otros). Dejó una obra notable. Reveladora. En cierta forma, inaugural. Pero durante muchas décadas no fue casi nadie. No fue más que una sombra alrededor de las muchas voces que Picasso convirtió en ecos propios. Casi la dejan en los márgenes, casi la devuelven a ser aquella niña débil y maltrecha que nació en Santander, que aprendió a usar los pinceles en Madrid y que se marchó a París a estrenar lo nuevo.
Allí falleció a los 51 años. Un día antes de morir dijo: “Si vivo, voy a pintar muchas flores”. No pudo ser. Dejó una huella indeleble entre los artistas e intelectuales de su tiempo, aunque el impertinente olvido le echó capas de silencio encima. El mexicano Diego Rivera, con quien compartió estudio y amistad, dejó en sus memorias un hermoso perfil de la pintora a modo de acto de justicia: “Era jorobada y alzaba poco más de cuatro pies del suelo. Por encima de su cuerpo deforme había una hermosa cabeza. Sus manos eran, también, las más bellas manos que yo jamás había visto”.