Caravaggio fue barroco antes del Barroco, alumbrado por crímenes y noches suicidas. El más revolucionario de los pintores de su tiempo decidió hacer de su vida un alboroto en el que se acumularon los encargos, los aciertos, los demonios, las borracheras y los desvaríos, convirtiéndose en el predicador de un lumpen que él devolvía a la superficie de la tela vuelto pintura delicada y turbadora. Todas sus pinceladas salieron de las mismas manos exquisitas que abultaron uno de los más sobresalientes expedientes artísticos surgidos de los bajos fondos.
Solo vivió treinta y ocho años. Nació en 1571 y le sellaron el ataúd en el verano de 1610 en Porto Ercole, una pequeña ciudad fortificada entonces bajo dominio español. Allí recaló cuando viajaba a Roma en busca del perdón del papa Pablo V por un asesinato cometido años atrás. Lisiado y quizás medio ciego a causa de las heridas sufridas en un riña tabernaria –probablemente, una vendetta rematada por hombres del conde Della Vezza en la napolitana Osteria del Cerriglio– falleció exhausto a causa de fiebres intensas, siendo sepultado en una tumba anónima, a toda prisa y sin ceremonia.
De aquella agonía hay rastro en el autorretrato que incluyó en El martirio de Santa Úrsula, el lienzo que ejecutó con mano insegura pocas semanas antes de su final para el patricio genovés Marcantonio Doria. Como si se tratase de una llaga estremecida, el rostro del pintor asoma detrás de la virgen mártir, con la mirada perdida y la boca entreabierta, casi jadeando, acaso percibiendo de que el adiós estaba próximo. “El artista contempla, no el esplendor de un mundo creado por él mismo, sino el horror de la muerte”, anota Helen Langdon en la excepcional biografía Caravaggio (Edhasa).
La exhibición de El martirio de Santa Úrsula en la National Gallery de Londres –del 18 de abril al 21 de julio− atrae de nuevo la atención sobre un cuadro que es la culminación de una existencia de sangre torcida. El relato devocional está depurado hasta el momento destacado de la narración, en el instante de la violencia recién cumplida, cuando la santa mira la flecha que le sobresale del pecho tras ser lanzada por el rey de los hunos, a quien ha rechazado entregarse. En este punto, el pintor decidió trasladar el drama a su época a través de la representación de las armaduras.
Todas las figuras –la joven Úrsula y el bárbaro Atila, acompañados por tres personajes secundarios: una sirvienta, un soldado y el autorretrato del pintor− están dispuestas en un espacio plano y sombrío. La luz se asemeja a la de un relámpago y hay muy poca sensación de profundidad, salvo por unos oscuros cortinajes que parecen evocar un espacio interior. Además, los recursos pictóricos están extremadamente simplificados: las pinceladas son esquemáticas y escaso también es el color, dejando amplios trazos con la preparación a la vista.
No debe resultar extraña la aparente torpeza del artista: cuando concluye este lienzo (que pudo verse en la exposición Caravaggio y los pintores del Norte, celebrada en el Museo Thyssen-Bornemisza en 2016), está próximo a la muerte, revelando quizás su debilidad y su enfermedad. A este respecto, Andrew Graham-Dixon apunta, muy significativamente, en el libro Caravaggio. Una vida sagrada y profana (Taurus) que “esta pintura carece hasta tal punto del tejido conectivo de la ilusión que es comparable a una lengua que careciera de preposiciones y conjunciones: cara, manos del criminal; mujer mira asustada; víctima aturdida; dos hombres mirando”.
Pero, paradójicamente, se trata de una de las mejor documentadas de toda la producción de Michelangelo Merisi da Caravaggio, comenzando por las circunstancias de su encargo y ejecución en 1610 hasta su adquisición definitiva en 1972 –como obra atribuida al pintor barroco Mattia Preti− para la colección de la Banca Intensa Sanpaolo. De igual modo, los archivos han permitido aclarar el asunto del lienzo, a menudo poco o nada comprendido, que llegó a interpretarse en alguna ocasión como una representación alegórica genérica, sin más concreción.
A la luz de los papeles, ha quedado confirmado que la elección del tema se relaciona con la situación de sufrimiento vivida por Livia Grimaldi, la hijastra del comitente, en el monasterio napolitano de la Trinità delle Monache, donde tomó los hábitos con el nombre de Úrsula. El afecto de sus parientes por la joven estaría en el origen del urgente encargo realizado a Caravaggio, quien debió realizarlo en un plazo breve de tiempo entregándolo en los primeros días de mayo de 1610 a Lanfranco Massa, agente en Nápoles del patricio Marcantonio Doria.
La obra pudo haber sido rematada en el palacio conocido actualmente como Cellamare, en la Via Chiaia, donde el pintor halló en su último periodo napolitano la protección y la hospitalidad de Costanza Colonna, marquesa de Caravaggio. Tal posibilidad deja abierta la hipótesis de que el artista visitara la iglesia de Santa Úrsula, aneja a la lujosa residencia y regentada entonces por los padres mercedarios. El templo, al que a menudo acudían en visita oficial los virreyes de Nápoles, custodiaba un dedo de la mártir.
Por una de las cartas localizadas entre Massa y Doria, se sabe con certeza que el cuadro permaneció unas tres semanas en casa del primero (hasta el 27 de mayo), despertando el asombro entre todos aquellos que tuvieron ocasión de verlo. Tal demora se explica por una inoportuna exposición al sol del lienzo con el propósito de acelerar el proceso de secado del barniz. La acción provocó el efecto contrario al que se esperaba hasta el punto de tener que solicitar al artista que interviniese de nuevo para restaurar los daños.
La permanencia de la obra en casa de Massa pudo servir, además, para hacer una copia de la misma si se puede considerar como tal “el cuadro de S. Úrsula con marco, de Caravaggio” inventariado en 1630 entre sus bienes. A día de hoy, no se conocen reproducciones del lienzo. Solo algunas versiones que se concentran sobre todo en el ámbito genovés, señal de que la pintura pudo ser contemplada en el palacio de los Doria sin grandes impedimentos y que causó gran impresión en el ámbito artístico de la ciudad.
Mientras tanto, la noticia del fallecimiento del pintor llegó pronto a través de avissos a Roma, Nápoles y Malta. Al tiempo que se iban acumulando los lamentos por la muerte del “desventurado Caravaggio” se desató una pugna por sus cuadros. Si bien nunca formó escuela propia, un número importante de seguidores recorrió en distintos puntos de Europa la misma senda que él abrió durante al menos las tres décadas siguientes: el radical claroscuro, los rostros voluptuosos y sensuales, el dolor y la turbulencia de los personajes.
Claro que, al final, su leyenda se fue gastando. Hasta el olvido. Tres siglos después alguien puso las córneas en sus cosas y encontró de nuevo la potencia inédita, los seres desamparados, la carne anhelante de luz, un realismo de llaga altamente provocador. Fue el historiador del Arte Roberto Longhi, quien, ya avanzado el siglo XX, convirtió a Caravaggio en el más moderno de los maestros antiguos, poniendo al descubierto cómo el pintor había dejado en el fondo de los lienzos la memoria de su larga expedición por el tormento.