Angulema -o Angouleme, según su denominación original- es una pequeña ciudad (no llega a los 50.000 habitantes) del sudoeste francés situada junto al río Charente, que da nombre al departamento. Cuenta con una bonita catedral gótica y con una pequeña burguesía local asaz próspera, sus calles empedradas son agradables de recorrer y en ella no sucedió nada destacable (por lo menos, durante el siglo XX) hasta que, en 1974, se convirtió en la gran capital europea del mundo de los tebeos al crearse su ya célebre Salón del Comic, que sigue gozando de muy buena salud a día de hoy. Dos años antes tuvo lugar una exposición premonitoria titulada Diez millones de imágenes, que sirvió como acicate para la instauración de un encuentro anual de la industria europea (aunque predominantemente franco-belga) de la historieta. La primera edición del festival tuvo lugar el 25 de enero de 1974 y contó con un cartel dibujado por el gran Hugo Pratt.
A día de hoy, seguimos sin saber por que se eligieron para tan trascendental cónclave los últimos días del mes de enero, pues por esas fechas suele hacer en Angulema un frío que pela, llueve a cántaros y lo más normal es llegar al final de la jornada chorreando, estornudando y con pinta de refugiado político que las ha pasado canutas para llegar a un lugar seguro. A pesar de eso, las expediciones a Angulema eran estimulantes y divertidas, o así las recuerdo yo, que hace años que no pongo los pies por allí.
A los dieciséis años de su inauguración, el Salón del Comic de Angulema tuvo una continuación permanente en forma de un museo de la historieta que enseguida se convirtió en motivo de envidia para los españoles que nos dejábamos caer por la capital de la Charente. Ese museo fue nuestro modelo para intentar crear un equipamiento similar en Barcelona, cosa que no hemos conseguido jamás, pese a las buenas palabras de las administraciones: llegó a elegirse un edificio en Badalona, a pocos kilómetros de la capital catalana, pero nunca se le dio la utilidad prevista; mi teoría personal, pueden llamarme conspiranoico, es que la administración política nacionalista nunca tuvo el menor interés en promover un museo dedicado a un arte que siempre se ha expresado mayormente en castellano, o eso deduje cuando el tránsfuga Ferran Mascarell (un sociata que se paso a los convergentes) me dijo, cuando aún me dirigía la palabra, que era muy difícil hacer un museo nacional con algo como los tebeos, escritos generalmente en la lengua equivocada. Harto de esperar, el coleccionista Paco Baena creó un museo particular en Sant Cugat cargado de buena intención, pero de una rentabilidad digamos dudosa. A día de hoy, el magno proyecto del Museo del Comic de Barcelona sigue siendo, a diferencia del de Angulema, una entelequia.
Las visitas a Angulema, solía uno hacerlas en el coche de su amigo Joan Navarro, al que a veces se subía también algún dibujante amigo (si se trataba del descacharrante Pere Joan, sabías que el trayecto iba a ser especialmente ameno). Una vez allí, te pasabas el día circulando de la bulle (burbuja o globo) de arriba a la bulle de abajo y viceversa. Las bulles eran dos enormes carpas que acogían a los expositores, a los profesionales del asunto y a los visitantes, y por ellas te ibas cruzando con los compatriotas hasta allí desplazados mientras comprabas álbumes a cascoporro que te garantizaban semanas de lectura al volver a Barcelona. Realmente, la estancia en Angulema, donde había calles dedicadas a Hergé o a Goscinny, era como vivir en una burbuja, en una especie de país imaginario en el que a todo el mundo le gustaban los tebeos. La gente era más cordial que en París (no cuesta mucho y, además, hay que tener en cuenta que hacían el agosto a costa de nosotros, los chiflados de los tebeos) y solo recuerdo haber encajado una leve bronca de parte de la dueña de una tienda de zapatillas ante la que me estaba choteando de la fealdad de los modelitos expuestos en el escaparate junto a alguien que ya no recuerdo quién era (¿Navarro, Ignacio Vidal-Folch, Pere Joan?). Cuando la buena señora salió a ver si podía venderme algo, hice como que me interesaba por unas horrendas pantuflas a cuadros y cometí el error, al parecer imperdonable, de usar el término pantoufle, ante el que la zapatera adoptó un aire de indignación y, de forma severa, se vio obligada a corregirme, informándome de que aquello no era una pantoufle, sino una charentaise (les aseguro que no había manera humana de distinguir una cosa de otra).
Las noches solían acabar en el Café de la Paix, donde las troupes de El Víbora y Cairo confraternizaban ante la mirada no del todo aprobadora de José María Berenguer, que siempre se tomó muy en serio la pugna entre la línea chunga y la línea clara. Aparte de pimplar, los españoles más deportivos solían participar en un partido de fútbol que se celebraba cada año contra una selección francesa cuyos miembros, dibujantes, guionistas y editores, aún deben acordarse de las patadas que les endiñaba Felipe Borrayo, que no tardó nada en ser definido por los franchutes como la bete espagnole. Con el paso del tiempo, eso sí, la diversión fue disminuyendo, especialmente (para mí) porque la producción francesa, muy correcta y pulcra, cada día me interesaba menos en comparación con lo que me llegaba del mundo alternativo norteamericano (hubo un año en el que Ignacio y yo coincidimos en la puerta del hotel con nuestro respectivo ejemplar de la última novela de Milan Kundera y sin un solo tebeo).
La última vez que visité Angulema fue por pura nostalgia. Me subí al coche de Navarro, que aún estaba en activo, y me tiré tres días en la ciudad con la impresión de haber llegado tarde a una fiesta anual en la que me lo había pasado muy bien de joven. Lo más divertido fue ver el estado lamentable en que llegaban los alumnos de la escuela Joso, cargados de ilusiones, tras un interminable viaje en autobús. Les envidié: yo también había llegado a Angulema con ese entusiasmo en los buenos viejos tiempos de El Víbora y Cairo, de la línea chunga y la línea clara, de los encuentros con autores a los que admirabas (recuerdo con especial agrado una noche de copas con Mezzo y Pirus), de la sensación de que estabas más o menos en el centro de algo muy estimulante.
Supongo que me hice viejo y que las cosas no habían salido según lo previsto, pero, al mismo tiempo, si Navarro siguiera en la brecha y me ofreciera un asiento en su coche para ir a Angulema, sé que aceptaría la invitación sin dudarlo