Eduardo Arroyo fue un artista parido bajo las bombas a comienzos de 1937 en Madrid que acumuló años de exilio voluntario en París y que tuvo por costumbre disparar contra lo sagrado del mundo del arte, incluso dispararse, de vez en cuando, a sí mismo para no permanecer fuera del jaleo. A lomos de diferentes técnicas e influencias, acabó por levantar un lenguaje propio que ha quedado fijado como un bricolaje perverso sobre los signos de identidad de la cultura ibérica.
Al adentrarse en lo suyo queda rotundamente claro que la figuración narrativa fue su territorio. La apuesta por el color, los grandes formatos y el uso singular de la perspectiva remataron en un pop art de modales hispánicos. Además, en esas otras lecturas de profundidad, queda siempre al descubierto el arpón del sarcasmo, la alteración del humor hasta hacerlo clandestinamente incómodo, voluptuoso en su provocación. O sea, un discurso a medio camino entre la parodia y la irreverencia.
Porque la aventura de Arroyo en el arte viene a reflejar el apetito de quien consideró la pintura un altavoz que servía para echarse a pensar en un momento de la historia (reciente) de España sin otra conclusión que el desacuerdo, la distancia, el rechazo. Diríamos que fue un intelectual que se instaló frente al lienzo. Un hombre que había encontrado en los pinceles el mejor instrumento posible para decir(se) en alto las cosas. Un lanzallamas de alta precisión.
Todo eso es lo que se puede ver ahora en la sede la Fundación Bancaja en Valencia en una exposición que agrupa un total ochenta obras bajo un título sin adornos, Eduardo Arroyo, de la que es comisaria Marisa Oropesa y que está abierta hasta el próximo 23 de junio. Se trata de la primera retrospectiva que se le dedica al artista en España desde su fallecimiento en 2018 y, sin duda, una de las más ambiciosas desde que veinte años antes de su muerte el Museo Reina Sofía pusiera en claro su trayectoria.
Así desplegado, su trabajo ofrece un aroma de coherencia como si desde los sesenta hasta el final hubiera logrado fijar un discurso, febril y lúdico que asumió la pintura como un acontecimiento urticante, un espejo ácido, una mirada de zotal ante un presente español que repetía trucos, vicios y malformaciones. “La falta de respeto que muestro a veces por la pintura prueba lo contrario, mi amor por la pintura”, aseguró el creador madrileño, quien también ejerció de escritor con pulso, lector vitalísimo y bibliófilo caprichoso.
Vista a todo lo largo, la producción de Arroyo deja ver dos aspectos esenciales para entender y reconocer a este artista en su singular estética: la sobriedad y la crueldad. La sobriedad del trazo –de la técnica pictórica, desnuda y eficaz– y la crueldad, que lo emparenta con una tradición española de espíritu barroco que se ha despojado de cualquier solemnidad para decir su daño desde el fondo de una intimidad macabra, desafiante, inequívoca, incluso sarcástica.
Es la senda de Alonso Cano, de Zurbarán, de Orrente. También de Zuloaga y de Solana. Una manera intimidatoria de expresar el mundo que marca la intensidad de ciertos momentos de la obra de Arroyo, esencialmente la que se prolonga desde los últimos sesenta y los setenta a la década de los ochenta. Y no solo en la pintura-pintura, sino desencadenando su realidad en otras muchas direcciones: el cartel, la escultura, la escenografía, los artefactos, la literatura y la estampación.
Ha quedado su trayectoria divida en dos momentos: el exilio en París (1958-1976) y el regreso a España (1976-2018), confirmando cómo la vida se entremezcla con creación. “La mía es una pintura muy autobiográfica, con curiosidades, si quieres, exteriores, que muchas veces no aparecen en el cuadro, que son observaciones, miradas producidas por la cotidianidad: la lectura de un periódico, la lectura de un libro, el paseo por la ciudad, no sé, indudablemente hay una relación muy estrecha con la vida de uno. Es una biografía pintada”, afirmó.
Lo dice quien comenzó de periodista en la década de los cincuenta, si bien no sería hasta años después cuando le dio forma en París a esa compulsión que arrastraba desde que su abuelo lo llevaba de la mano al Museo del Prado: dibujar. A partir de ahí entró a saco en la pintura. Militó en la izquierda de la izquierda y se fue afianzando más tarde en el desengaño mientras pasaba las tardes con aquella tribu que tenía por enemigo a Duchamp, al que quisieron arrasar. Entonces, todo valía. Y todo lo que llegó a su jurisdicción fue material de arte y de vida.
De este modo, la exposición armada por la Fundación Bancaja reúne desde piezas de los sesenta como Saint Bernard tonnelet (1965) hasta El buque fantasma (2018), la última obra en la que trabajó, inspirada en la ópera de Wagner El holandés errante. Además, se incluyen los dibujos de El cordero místico, la interpretación que hizo del políptico de los hermanos Van Eyck. En ellos, por ejemplo, la Virgen y San Juan leen a Joyce y Stendhal, los donantes son Ciudadano Kane y Peggy Guggenheim y los jueces, los dictadores del siglo XX: Pol Pot, Mobutu, Pinochet, Franco...
Esta acumulación permite al visitante descubrir la persistencia de algunos motivos en la producción de Arroyo a lo largo de las décadas. Ocurre así con las calaveras, las máscaras y las moscas. En paralelo, es perceptible cómo los matices se van apropiando de su lenguaje, que se vuelve cada vez más irónico y sutil, en definitiva, más personal. Él mismo lo confesaría a modo de balance: “A partir de finales de los setenta, mi pintura se volvió misteriosa, a veces más incomprensible, como de retirada; dejé de forzar su intencionalidad”.
En opinión de la comisaria Marisa Oropesa, “todo lo que caía en sus manos era susceptible de sufrir una metamorfosis y transformarse en una obra única. Algo que ocurre también con las películas que ve, la música que escucha o los libros que lee. Son sus fuentes de inspiración más preciadas que le llevan a ponernos ante situaciones impensables. Arroyo se sirve de su particular iconografía (toreros, boxeadores, deshollinadores) para sumergir al espectador en su particular mundo creativo”.
Es cierto: allá donde estuvo, nunca se cansó de golpear hasta sacar chispas. Es lo que dejan adivinar también sus libros. La suya es una literatura fragmentaria, voluntariamente errática, levantada con el adobe de una erudición que salta de un lado a otro, desde el lienzo al papel. “Como el boxeador-pintor, le da la espalda al mundo contemplando, fascinado, ese espacio blanco, el ring, la tela que le invita a saltar al vacío. Sabe que terminará por saltar, siempre lo ha sabido; ¿cuándo será el último combate? ¿Cuándo el último cuadro?”, anotó.