Existió una generación de artistas figurativas españolas nacidas en la primera mitad del XX que –con más o menos intensidad– hizo vida y labor en la pintura asumida en una cierta penumbra. La pintora madrileña Isabel Quintanilla fue una de aquellas mujeres que en los años sesenta y setenta empezó a definir sus perfiles en el arte desde la orilla de un realismo en el que avanzó sin fisuras. Nunca abandonaría esa senda, convertida en una manera distinta de entender la modernidad desde la esquina de lo palpable, de lo visible.
Porque la lumbre realista prendió de espaldas a la irrupción de los primeros movimientos de vanguardia plástica tras la posguerra –de Dau al Set a El Paso, por abreviar–. Entonces, los realismos eran señalados como la rémora de un tiempo que había sido superado. Aquel presente exigía la actualización de nuevos códigos que tenían del otro lado de La Junquera su centro de gravedad. Los figurativos no estaban dentro de ese calambre renovador. Y menos, por decirlo sin dar muchas vueltas, las mujeres que orbitaban alrededor de los titulares.
Pero Quintanilla hizo su obra sin fatiga, sin atender a esas melodías de difuntos. Consciente de estar de algún modo en sombra, pero sin detenerse. Nació en el verano de 1938. Su niñez estuvo marcada por la Guerra Civil y el fallecimiento de su padre, quien ingresó en el ejército republicano con rango de capitán por su formación como ingeniero de minas, llegando a ser comandante. Arrestado por el régimen franquista, murió en el penal de Valdenoceda (Burgos) en febrero de 1941. Su madre sacó adelante a la familia gracias a los trabajos de costura.
Aquel suceso dramático provocó una fractura en su mundo de párvula desconcertada. Así hasta su adolescencia, cuando decidió que la pintura iba a ser el exorcismo vitalísimo de todo aquel desastre doméstico. Con dotes para el dibujo, desde los once años asistió a clases en los talleres de los artistas Trinidad Torre, Maroussia Valero y Manuel Gutiérrez Navas hasta que ingresó en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando ya cumplidos los quince, la edad mínima reglamentaria para acceder a unos estudios que incluían la copia de desnudos del natural.
Los años de formación fueron de un entusiasmo radioactivo: viajes, amistades, tertulias infinitas… Trabó una fuerte complicidad con los realistas de Madrid: Antonio López, Amalia Avia, María Moreno, Esperanza Parada y los hermanos Julio y Francisco López Hernández, contrayendo matrimonio con este último en 1960. Quintanilla comenzó a exponer en 1966 en la galería madrileña Edurne. En el 70, Juana Mordó quiso incluirla en su escudería, desde donde el coleccionista alemán Ernest Wuthenow se ocupó de promocionarla por ferias y espacios de toda Europa.
Su inclusión en la Documenta 6 de Kassel en 1977 ejemplifica el reconocimiento alcanzado por la artista madrileña en territorio alemán. El certamen, que proponía una reflexión sobre el modo de vida impuesto por el capitalismo, exhibió tres dibujos de Quintanilla en el edificio de la Orangerie y, finalmente, uno de ellos fue reproducido en el catálogo dedicado al dibujo en la sección Realität, Hiperrealität, Irrealität [Realidad, hiperrealidad, irrealidad], conviviendo con propuestas tan diversas como la abstracción informalista, el constructivismo o el pop.
“Pinto lo que veo, es más, lo que conozco”, aseguró, al respecto, Quintanilla, quien dedicó buen parte de su trabajo a representar la vida en diminuto. A saber: un ramillete de pensamientos en un vaso de Duralex sobre la nevera, el teléfono de disco junto a una agenda abierta en la mesa del pasillo, el limpiador Ajax en el fregadero de la cocina, el frasco de Vicks Vaporub sobre la repisa del aseo y la vieja máquina de coser de pedal Alfa, en la que la artista puso en juego el recuerdo personal de ver a su madre trabajando hasta tarde para acabar a tiempo los arreglos de costura.
Las puertas fueron también motivo principal de su pintura quieta y toda su simbología como espacios de percepción, como contenedoras de secretos, de paisajes aún por descubrir, por descifrar. Al igual que la ciudad y sus esquinas, ese pálpito de lo inmutable por el que resbala la mirada y donde se detenía a buscar huellas, a exhumar ese lote de temblor que puede ofrecer una fachada, un edificio, un garaje... En su obra apenas dio cabida a la figura humana, quedando la furtiva expresión de tantos lugares olvidados, aquellos que el tiempo dispone ya para el derribo.
Quintanilla solía pintar del natural, pues, según decía, necesitaba de la estimulación del objeto real sin perder el matiz diferente que le ofrecía en cada sesión. “Aquí son decisivas las situaciones, las perspectivas, la luz, las distancias; aquí dominan el momento, los motivos y el ojo, es decir, la mirada sobre lo que sucede, ¡pero nada más!”, afirmó la pintora madrileña, quien siempre rechazó el término hiperrealismo por lo que tiene de sucursal de tono menor, casi más próxima al alarde técnico que a la capacidad emocional y narrativa.
Todo ese universo aparece ahora revelado en la exposición del Museo Thyssen-Bornemisza El realismo íntimo de Isabel Quintanilla, abierta hasta el 2 de junio. Se trata de la primera retrospectiva que el centro artístico madrileño dedica, en los más de treinta años transcurridos desde su apertura, a una creadora española. Para tal ocasión, se ha reunido un total de noventa obras de toda su carrera, muchas de ellas procedentes de museos y colecciones públicas y privadas de Suiza y Alemania.
La muestra, divida en seis secciones temáticas y cronológicas en las que se suceden bodegones, interiores, paisajes y jardines, abarca la trayectoria al completo de Quintanilla, desde La lamparilla (1956), la obra más antigua que se conserva, hasta Bodegón Siena (2017), la última que entregó a su galerista poco antes de fallecer. La escultura de Francisco López Hernández Figura de Isabel (1978) y el audiovisual Las Maribeles (2024), una pieza realizada a partir de imágenes de archivo tomadas entre 1994 y 1996 en el estudio de la artista, cierra esta propuesta del Thyssen.
“Todo tiene una fuerte carga subjetiva para ella; son objetos cotidianos, compartidos, heredados, en definitiva, queridos. Por tanto, la realidad que atrapa es siempre autobiográfica; sin embargo, eso no impide que sea una realidad tremendamente apelativa para cualquier espectador, pues tiene algo con lo que todos nos identificamos. Y es que, en lo sencillo, en lo próximo, en lo cotidiano, habita la emoción. Contemplar sus pinturas es un reencuentro con nuestras propias vivencias”, apunta Leticia de Cos, comisaria de El realismo íntimo de Isabel Quintanilla.
Queda así expuesta una obra lenta y delicada que entronca con la tradición pictórica española, pero concebida como antídoto, como conciencia revulsiva, como necesidad de cobijo ante una modernidad que molturaba a los ciudadanos, que empezaba a talar una ilusión que tuvo su breve orquestina en las vanguardias y que murió. “Hemos reflejado lo que somos, cómo vivimos, lo que hemos tenido más cerca, lo que más conocemos”, señaló Quintanilla, fallecida en 2017 cuando aún trabajaba en lo suyo, aferrada a esa voluntad que nunca necesitó otra cosa que la propia fuerza de seguir pintando.