Tengo la impresión de que el dibujante francés Régis Franc (Lézignan – Corbières, 1948) no abandonó exactamente la historieta, sino que se sintió expulsado de ese mundo porque lo que le gustaba contar y dibujar cada vez interesaba a menos gente. En España, sin ir más lejos, nunca le interesó a nadie, pese a mis esfuerzos por publicarlo (primero, en la revista Bésame Mucho, a partir de 1980, y luego, en la última etapa de la mítica cabecera TBO, cuando ésta cayó en manos de Joan Navarro y le dimos la puntilla al convertir el hogar de La familia Ulises en una publicación semanal para adultos con la que perdimos al público tradicional y no conseguimos captar uno nuevo). Régis Franc siempre fue una rara avis del mundo del cómic, incluso en Francia, donde llegó a gozar de cierta popularidad minoritaria (si se me permite el oxímoron) con sus historias humorísticas, pero a menudo teñidas de una tremenda melancolía, en las que imperaban las influencias literarias (y cinematográficas), aunque a menudo fuese para tomárselas a chufla.
Tras pasar por una agencia de publicidad (en la que ejercía de director de arte) y tirarse tres años trabajando como fotógrafo, nuestro hombre empezó a publicar sus historias cortas en la revista Pilote a mediados de los años 70. Utilizando animales antropomórficos extremadamente humanos, los relatos breves del señor Franc eran una muestra de fatalismo vital y escasa esperanza en el género humano. Abundaban en ellas los desocupados con ínfulas de Jay Gatsby, las actrices tronadas a lo Gloria Swanson en Sunset Boulevard y, en general, personajes desubicados o directamente perdidos que a veces recordaban a los de las novelas de Patrick Modiano. La mezcla de humor y crueldad era tan brillante como susceptible de espantar al posible lector, nada acostumbrado a la manera de hacer de nuestro hombre, que iba subiendo la apuesta entrega a entrega.
En 1977 empezó a publicar en el hoy difunto diario parisino Le Matin su obra más ambiciosa, Le café de la plage, a razón de media página diaria, cada una de las cuales empezaba con el texto: Au bout de la plage, le café…(Al final de la playa, el café…). Fue una serie larguísima que acabó recogida en tres o cuatro álbumes y que parecía a veces la respuesta de Franc a Marcel Proust y su célebre En busca del tiempo perdido. Pasar, lo que se dice pasar, no pasaba gran cosa en Le café de la plage, pero las almas perdidas que lo habitaban acababan atrapándote y metiéndote en su mundo agonizante. Fue la apuesta más arriesgada de Franc y, en cierta manera, no le salió mal: tiene mérito conseguir que un diario te publique por entregas semejante extravagancia literaria y culterana, que la gente la siga a diario y que luego se compre los álbumes: todos mis intentos por publicar la serie en España se saldaron con un fracaso absoluto, incluso entre editores a los que les gustaba la obra, pero la consideraban, probablemente con razón, una inversión ruinosa.
Conocí a Régis Franc en 1978, durante el mismo viaje a París en el que entrevisté a Gerard Lauzier. Cuando le llamé por teléfono, me confundió con un amigote que le quería gastar una broma pesada impostando un falso acento español. “¿Eres tú, Jean-Claude? ¡Me tienes frito!”, llegó a decirme. Finalmente, conseguí convencerle de que yo era yo (un fan de Barcelona) y quedamos para tomar un café. Era un tipo encantador, extremadamente simpático y muy interesado por la cultura española, según él porque su pueblo estaba cerca de Narbona, patria chica de Charles Trenet y enclave muy hispánico (¿). Soy incapaz de reproducir la conversación que mantuvimos, pero sí recuerdo que le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano para publicar su obra en España (lo conseguí a medias y entre el desinterés general; me hubiese encantado traducir Le café de la plage, pero no pudo ser).
Cuando pasó de Pilote a A suivre en 1981, Franc hizo un esfuerzo por ser más comercial que logró en parte sus objetivos. Fue gracias a su serie Tonton Marcel (Tío Marcel), protagonizada por un empresario sin escrúpulos, miserable y neurótico (lo recuerdo en una historia, harto de su nieto, y clamando: “¡Dios mío, haz que lo secuestren los palestinos!”), inspirado en el magnate de la aeronáutica francesa Marcel Dassault, quien no le puso una querella de milagro. “Ah, ¡cómo me aburro lejos de mi despachito”, solía decir el tío Marcel, una versión desquiciada del tío Gilito de Walt Disney que a veces se internaba torpemente en la modernidad, como cuando decía de sí mismo: Parfois je suis trop too much (A veces soy demasiado too much). Tonton Marcel fue, probablemente, lo más cerca que estuvo Franc de crear un personaje popular, aunque, una vez más, su retorcido sentido del humor le dificultara ligeramente las cosas.
Con el paso del tiempo, autores como Franc se fueron quedando paulatinamente sin público, hasta el punto en el que nuestro hombre abandonó los cómics para dedicarse directamente a la literatura. Lleva publicadas varias novelas en Francia (no traducidas al español: que lo intente otro, que a mí me pilla cansado), siendo la más reciente Je vais bien (2023). Régis Franc forma parte de una generación que intentó darle a los tebeos la misma gravitas que distingue a la literatura y al cine, consiguiéndolo a medias y durante un breve espacio de tiempo. Es uno de los autores más personales y peculiares de la historieta europea y, personalmente, lamento que se pasara de los tebeos a las novelas. Pero, tal como está el patio, con sus superhéroes y sus manga cortando el bacalao, lo entiendo perfectamente.