Eduardo Chillida tomó un verso de Jorge Guillén y con él hizo bandera de su escultura, ciñéndolo al yeso, al hierro, al hormigón, al acero, al alabastro. “Lo profundo es el aire”, anotó el autor de Cántico y, agarrado a ese lema, el artista vasco trató de explicarse a sí mismo y de darle perímetro de reflexión a sus vibrantes piezas, monumentales unas, poderosas todas, hambrientas de hondura.
Alrededor de ese puñado de palabras, Chillida concentró algo distintivo de su obra: la búsqueda. Buscar a tientas. Seguir buscando. No dar por válido lo primero que llega. No arrodillarse ante uno mismo. Aquello dio origen a una de las voces más profundas de la escultura de la segunda mitad del siglo XX, junto a las de Constantin Brancusi, Alberto Giacometti, Pablo Picasso, Julio González y Alexander Calder.
Hablamos de un donostiarra de los primeros días de 1924 que conoció el hierro en una forja de Hernani y al que aquel hallazgo se le quedó dentro. A veces se olvida, pero Chillida creció bendecido por un apellido claveteado en la genealogía del franquismo de primera hora. Su padre, militar africanista de alto rango, participó en el golpe militar y, una vez asentada la dictadura, se encargó de depurar a los partidarios de la República en Cataluña.
Se sabe que el tercer hijo del capitán de Infantería Pedro Chillida y la soprano Carmen Juantegui pasó por la Escuela de Arquitectura de Madrid. Y antes por la portería de la Real Sociedad, que dejó obligado cuando Sañudo, delantero del Valladolid, le quebró los ligamentos de la rodilla. Puede que ya sobre el césped le llegaran las primeras ideas del espacio, de la soledad, del hueco: “El ángulo recto me ha llegado a parecer el más hermoso que hay, pero es algo intolerante, no admite diálogo más que con sus iguales”.
Chillida abandonó, pues, disciplinas, estudios y gimnasias para quedarse en la escultura y, desde allí, se hizo sitio propio. Porque su producción artística es un proceso de descubrimiento y asombro de las posibilidades de la piedra, del metal, del papel, del barro. Una expedición que tiene en aquello que aún no se había visto su bujía. En consecuencia, articuló un lenguaje personal con algo de acontecimiento y de enigma.
“Mis obras”, dijo en una ocasión, “son interrogantes que aspiran a una respuesta”. Lo intenso del escultor vasco, que murió el 19 de agosto de 2002, gravita en su poderosa sencillez: “No hay nada que haya hecho más por la cultura que el deseo de saber del que no sabe”. Antes de fallecer, abrió sus puertas Chillida Leku, un museo personal radicado en una finca de Hernani que tuvo que cerrar sus puertas de 2011 a 2019 a causa de graves problemas financieros.
Todas sus biografías coinciden en dos o tres fechas trascendentales. En 1948 se trasladó a París, donde enlazó con Pablo Palazuelo, cuyo encuentro reforzó sus intuiciones en favor de la abstracción, la geometría y la espiritualidad. A Chillida y Palazuelo aún les debía hervir por entonces la rabia, pues propinaron una paliza a dos activistas por quitar una bandera franquista de un edificio parisino al grito de “no hemos matado a suficientes rojos”, según anota el pintor Xavier Valls en sus memorias (La meva capsa de Pandora, Quaderns Crema, 2003).
En 1956 expuso por primera vez en la galería Maeght, en París, y, dos años después, logró el premio de escultura de la Bienal de Venecia, disparando los reconocimientos internacionales. De hecho, fue profesor invitado en la Universidad de Harvard, llegaron a nombrarle miembro de la Academia Americana de Artes y Letras y sus creaciones se hicieron hueco en museos como el Art Institute of Chicago, el Metropolitan Museum de Nueva York y la sede central de la Fundación Guggenheim, en la Quinta Avenida.
De igual modo, cuando ya le llovían los premios y las citas internacionales, se vio arrastrado, hacia 1966, a participar en el grupo Gaur, la plataforma de artistas guipuzcoanos que quiso implantar un modelo alternativo de organización social y cultural. Por entonces, ya había prendido su feroz rivalidad con Jorge Oteiza, con quien se cruzó durante décadas acusaciones de plagio y reproches de tibieza política hasta que una fotografía con tintes de representación de ambos abrazados en 1997 zanjó el combate.
Si bien la fama de Chillida rebasó pronto las fronteras de los museos y las galerías, no se halla en sus trabajos ningún tipo de desbordamiento gestual. Sus piezas son, en la mayoría de los casos, un canto al equilibrio. Tanto que el artista vasco es la encarnación más lograda de la pasión clásica en la escultura durante la segunda mitad del siglo XX. Sus formas no buscan la grandilocuencia, sino la meditación, el silencio, la sugerencia.
Hasta sus obras monumentales gastan un espectáculo discreto, que linda con la poesía y la reflexión. Sucede así con el Monumento a la tolerancia, en el Muelle de la Sal de Sevilla, el Elogio del horizonte, ubicado en el Cerro de Santa Catalina de Gijón, y con el Peine del viento XV, situado al final de la playa donostiarra de Ondarreta. Solo su proyecto (fallido) de horadar la montaña de Tindaya, en la isla de Fuerteventura, se reveló fuera de escala, estridente.
Ocurre, por tanto, que en sus mejores trabajos, Chillida parece escuchar la piedra, su paisaje interior, su duro secreto adentro. Como si se hubiera sentado a oír la canción dulce del mármol; el río silbado y lejanísimo del alabastro; la ronquera del granito; el rumor líquido del barro, la insolencia dúctil del hormigón, e inventase espacios donde guardar todo aquello, donde desvelar el clamor de lo que no se oye.
Al aluvión de exposiciones que se nos viene encima –Eduardo Chillida y las artes de su tiempo. Una conversación (1950-1970), que abrirá sus puertas del 8 de junio al 29 de septiembre en el Museo San Telmo de San Sebastián, se presume como una de las más interesantes– se le suma la reedición de los textos del escultor a cargo de La Fábrica, que ha optado para el volumen por un título sin cascabeles: Escritos. Edición Centenario 1924-2024.
El libro es un acontecimiento. Consiste en la compilación de ese laboratorio previo y delicado, casi secreto, del artista vasco, una sístole de palabras en la que se concretan sus formas, un lugar hecho de intuiciones y dudas, de preguntas. Porque, a lo largo de su vida, Chillida fue acumulando obsesiones hasta tejer una red de anotaciones sin más disciplina que la necesidad de responder a lo que no tiene explicación.
Queda como resultado un testamento raro, como a soplos de inspiración, organizado en cinco secciones: Miradas, Códigos del artista, Yo soy un fuera de la ley, Preguntas y Homenajes. Admiró a Mozart y Bach. Trabó complicidades con Joan Miró, Juan Gris, Joan Brossa y Mark Rothko. Y dialogó con Octavio Paz, José Ángel Valente, Emil Cioran y Martin Heidegger, con quien llegó a firmar un libro de artista en el que obligó al pensador a escribir directamente sobre la piedra.
A partir de su pensamiento, de la caligrafía de este pensar una pieza antes de verla, es posible hallar en buena medida las claves de las obras de Chillida. En el discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando, leído el 20 de marzo de 1994, el artista fijaba la raíz común en la escultura y en los versos: “¿No son la construcción y la poesía componentes esenciales de todas las artes?”.
De ahí que en Chillida la representación siempre se articule de forma tentativa, abierta, exploratoria, como duda. “Yo no represento, pregunto”. Dar nacimiento a las formas. Sin caer en el sueño dogmático de la mera imitación. No representar. No repetir. Buscar con el ojo limpio, abierto al gran espectáculo del mundo. He ahí el legado del artista vasco, tan contradictorio como irrepetible. El último coloso de la piedra y el acero.