El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, anunció la revisión inminente de las colecciones de los museos estatales con la finalidad de “superar un marco colonial o anclado en inercias de género o etnocéntricas que han lastrado la visión del patrimonio, de la historia y del legado artístico”. La medida ha originado una ruidosa batalla cultural, dado que muchas de estas instituciones trascienden la condición de contenedores para convertirse en símbolos: explican nuestra historia y modelan nuestra identidad. En definitiva, ofrecen un testimonio de país.
Al tratarse de material de alta sensibilidad política, pronto se han establecido dos trincheras, fácilmente identificables y que coinciden, más o menos, con las de los partidarios de las leyendas negra y dorada de España. Ambos bandos se dedican a juzgar el pasado y, desde sus púlpitos, condenan o glorifican a sus antepasados. Unos aplauden las gestas, otros, directamente, se avergüenzan de ellas. Una facción promueve ejercicios de autoestima, mientras que la otra es partidaria del arrepentimiento y los actos penitenciales.
La descolonización es, sin embargo, un debate abierto desde hace tiempo en ciertos museos. Ha prendido en algunos países de Europa, con la revisión del periodo colonial, y en Estados Unidos, donde la segregación y la esclavitud han ganado foco. En cierta forma, la medida comparte ánimo con el movimiento que situó en la diana las estatuas públicas de glorias históricas, desde el almirante Colón al rey belga Leopoldo II. Sus promotores aspiraban a desactivar su condición monumental y dar relevancia a sus cualidades documentales, si bien, en muchos casos, proliferó el vandalismo y faltó reflexión.
Los partidarios de la descolonización sostienen que se trata de un impulso para modernizar los museos. Opinan que los criterios de una colección creada a mediados del siglo XIX o a inicios del XX han perdido su vigencia en la actualidad. Con ese propósito de renovación, han planteado que es necesario explicar más y mejor las piezas, abrir sus comités a otras visiones, dedicar espacios a nombres y episodios orillados en los discursos y, por último, restituir los bienes expoliados, sin duda, la medida estrella, pero de difícil ejecución a la vista de los hechos.
Como ejemplo de ello, el presidente francés Emmanuel Macron se comprometió en una visita a Burkina Faso en 2017 a devolver piezas a las antiguas colonias africanas. Salvo una entrega simbólica a Benín y Senegal, la medida está a la espera de la aprobación de una ley que regule las restituciones. Qué sujeto puede pedirlas, cómo se demuestra que hubo abuso en la transacción y quién se ocupa de señalar lo que es una apropiación cultural ilegítima son algunas de las cuestiones aún por definir antes de proceder al desarme de cualquier colección gala.
En el ámbito jurídico, a falta de normas nacionales, existe una serie de tratados internacionales firmados sobre todo entre los años cuarenta y setenta, pero afectan solo a los Estados que se adhieran y no son retroactivos. La doctrina de la Unesco pasa por buscar el acuerdo entre países, aunque siempre que sean obras que salieron de forma ilegal. Cuando existe algún tipo de transacción económica, el asunto se enreda, tal como ocurre con los frisos del Partenón reclamados por la diplomacia griega que se custodian en las salas del Museo Británico desde 1839.
Salta a la vista que no se trata de una cuestión fácil y que, por supuesto, no faltan los peligros. La relectura de la descolonización tiene mucho de ideológica y, por tanto, deja abierta la puerta a la intervención política en las narrativas de los museos al margen de los criterios científicos de selección y exhibición. Conviene sospechar de aquellas medidas que ponen en manos del poder la opción de moldear el pasado a la medida de sus valores, dándole la oportunidad de ocultar aquello que considera incómodo, inapropiado o, simplemente, no le gusta o no le conviene.
Todo este revuelo llega, precisamente, cuando está en cuestión el modelo cultural de estas instituciones culturales y se discute hasta su nombre y su supervivencia. En estos años, el Consejo Internacional de Museos (ICOM, ligado a la Unesco) ha pretendido cambiar su definición y el modelo de las franquicias parece ganar la partida a aquellos espacios enclavados en una comunidad que ofertan actividades de sello propio. Los primeros atraen a los turistas y hacen balance en una cuenta de resultados; los segundos apuestan por una relación diferente entre las obras y el público; crean sociedad.
En el caso español, la descolonización tendría, en principio, un alcance reducido. La gestión de un importante número de museos –creados, en su mayoría, a lo largo del siglo XIX con el fin de reunir y conservar colecciones provinciales de Arqueología y Bellas Artes– está transferida a las comunidades autónomas, de tal forma que el personal y la prestación de servicios recaen en los gobiernos regionales. El Estado conserva la titularidad de los edificios y de las piezas, teniendo esta permanencia un sentido casi más simbólico que práctico.
Esta descentralización de los museos llevada a cabo en los años ochenta alivió la carga económica que suponía el mantenimiento de esta amplia red para las arcas del Ministerio, al tiempo que las comunidades autónomas conseguían integrar en su oferta cultural museos con fondos de gran interés en el ámbito local y regional. Con el paso del tiempo, el modelo, sin embargo, ha generado desajustes como resultado de la falta de coordinación y las pugnas políticas, surgiendo agravios y disputas especialmente en materia de inversiones.
Hoy en día, el Ministerio de Cultura solo se ocupa de gestionar los dieciséis museos de titularidad estatal, ocho de ellos, por cierto, con sede en Madrid. Ni siquiera tiene una intervención directa en las más importantes instituciones, como el Prado y el Reina Sofía. Ambos espacios están dirigidos por patronatos –de variado número y composición, en los que tienen cabida académicos, ejecutivos, expertos, gestores culturales y, por supuesto, altos funcionarios– que contribuyen a dar estabilidad presupuestaria y a aliviar las presiones políticas, que existen (y muchas).
Curiosamente, ambos museos han dado relevantes pasos en los últimos años hacia la descolonización de sus fondos. El Reina Sofía lo hizo de forma ruidosa, a raíz de la reordenación de la colección permanente emprendida por el exdirector del centro, Manuel Borja-Villel, y ratificada por su sucesor, Manuel Segade. Con dicha renovación se dio entradas a temas actuales en sus salas, desde la especulación urbanística al feminismo, incluyendo el desastre del Prestige y el surco moral y estético dejado por el movimiento 15M.
De forma más discreta, el Museo del Prado ha dado cabida a más obras y exposiciones de mujeres, al tiempo que ha revisado más de mil ochocientas cartelas y ventisiete mil textos de su web para eliminar términos peyorativos en las descripciones de las piezas. Así, en el lienzo El niño de Vallecas, de Velázquez, se retiró la palabra enanismo y se ha incorporado el término acondroplasia, dando cuenta incluso de que la discapacidad intelectual del personaje “ha sido diagnosticada como cretinismo con oligofrenia”.
Además, la institución que dirige Miguel Falomir ha publicado un listado de setenta obras depositadas en sus colecciones y probablemente incautadas por la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico durante la Guerra Civil. “El objetivo es aclarar cualquier duda que pudiera existir sobre los antecedentes y el contexto previos a que se produjera su entrada en las colecciones y, llegado el caso y cumpliendo todos los requisitos legales, proceder a su devolución a sus legítimos dueños”, explican desde la pinacoteca madrileña.
Por su parte, el Museo Thyssen-Bornemisza, gestionado desde una fundación pública sin ánimo de lucro, inaugura el próximo 25 de junio la exposición La mirada descentrada. Arte y colonialismo en las colecciones Thyssen. Según el texto de presentación, “se mostrarán historias invisibilizadas de dominación racial y lucha por los derechos civiles, así como la instauración del orden mercantil moderno, basado en el control militar europeo, el empleo de mano de obra esclavizada africana, y la apropiación de tierras y materias primas”.
Quedan, por tanto, en el centro de la diana los fondos del Museo de América, también en Madrid. Particularmente, hay dudas sobre las piezas que integraron la colección de arte inca del americanista Juan Larrea, reunidas en sus viajes a Perú y donadas al gobierno de la República en 1937, y sobre el tesoro de los Quimbaya, un regalo del presidente colombiano Carlos Holguín a la reina María Cristina en 1893. Sin embargo, la Corte Constitucional de Bogotá consideró en 2017 que la entrega se produjo de forma unilateral, por lo que creía que las ciento veintidós figuras de oro y tumbaga deben ser devueltas a su país.
A este respecto, la devolución de obras expoliadas también plantea el problema de sus límites. ¿Obligará el Ministerio de Cultura al Museo Thyssen-Bornemisza a la entrega del lienzo de Camille Pissarro que una rica familia judía vendió para salir de Alemania a finales de los años treinta, pese a que un tribunal de California ha sentenciado recientemente que fue comprado por el barón de buena fe? ¿Habría que devolver, por ejemplo, a las órdenes religiosas y a la Iglesia católica las obras de arte obtenidas a raíz de las desamortizaciones y que son la columna vertebral de muchas colecciones públicas?
Todos los grandes museos albergan incontables piezas en sus museos provenientes de más allá de sus límites geográficos. ¿Deben restituirse por decreto? ¿Quién señala lo que es una apropiación legítima y cuál es indebida? ¿Están llenas sus salas de piezas expoliadas o, por el contrario, se han conservado gracias a la actividad museística? Obviamente, la casuística es muy variada. Para colmo, los discursos y las valoraciones sobre el patrimonio han variado a lo largo del tiempo. Es un debate que conviene abordar caso a caso de la mano de los expertos y de la sociedad civil y, por supuesto, acompañado de inversiones para acometer las reformas.
El principal inconveniente de la descolonización de los museos está, sin embargo, en la oportunidad que ofrece al poder de turno para apropiarse del pasado, convirtiéndolo en un escenario donde proyectar sus valores, sus criterios, sus bendiciones y, también, sus sanciones. Cualquier iniciativa dirigida a ampliar los contextos de las obras y redefinir los discursos museográficos para dar cabida a otros autores y movimientos nunca debería ocultar lo otro: incluso el horror merece estar a la vista. Se trata de conocer la Historia. Algo improbable en tiempos tan doctrinarios como los actuales.