Paradójicamente, los pintores de épocas más inhóspitas que la nuestra, como Goya, necesitaban que la guerra se les metiera en casa para pasar de las escenas cortesanas a la representación del horror. Dana Schutz (Livona, Michigan, 1976) comparte con algunos de sus contemporáneos el afán de empezar por la antropofagia. Face Eater, una de sus obras, es una versión de Saturno devorando a sus hijos en la que el caníbal engulle su propio rostro con los ojos bien abiertos. En el mejor momento de la humanidad —aunque solo sea por contraste— está triunfando el relato del Apocalipsis, y quién sabe si no terminará siendo una profecía autocumplida.
Por fortuna, donde hay talento, cualquier eco del siglo se diluye rápido en un universo personal. Dana Schutz tiene talento a raudales. También imaginación. Como los animales de compañía, sus personajes rara vez están haciendo lo que deben, pero por eso nos gusta mirarlos. El gamberrismo de la pintora radica en elegir siempre el peor momento de las cosas, con independencia del buen gusto o la pertinencia. No contenta con inmortalizarlas a medio estornudo, o en pleno acto exhibicionista, hace que sus criaturas se entreguen a actividades incompatibles entre sí o imposibles, como la mujer que nada, fuma y llora al mismo tiempo o la que se modela piernas nuevas.
Con 47 años, Schutz se encuentra bajo los focos en ambas orillas del Atlántico, donde expone su trabajo. Es un reconocimiento, en la era del arte didáctico, a la idea de crear una tercera dimensión por la vía de meterle al espectador el dedo en el ojo. Su trabajo temprano se distingue por sus composiciones imaginativas y robustas; hipótesis narrativas resueltas con un color saturado, hambriento de atención, pero no por eso menos exacto. La pincelada suelta aporta luz y volumen con sprezzatura, sin huir del gesto pictórico aplicado por puro gusto, haciendo gala de un virtuosismo y una variedad de recursos que solo se aprecian con el efecto.
Incómodos, absorbentes, pletóricos de humor y de terror, los cuadros de Schutz son un relicario de referencias artísticas, de Masaccio a artistas contemporáneos vivos pasando por Courbet, Dubuffet, Magritte y Philip Guston. Además de historia del arte, hay en ellos reporterismo y hasta un cierto olfato premonitorio. En Fanatics describe, tres lustros antes del asalto al Capitolio por las huestes trumpianas, a un hombre con un casco cornudo que, entre otros abducidos, se dispone a derribar una verja.
Ni siquiera necesita retorcer demasiado la realidad para componer algunas de sus alucinaciones. Men’s Retreat se inspira en el club de California que acoge desde hace más de un siglo a los poderosos, incluyendo presidentes americanos, durante un par de semanas de vacaciones veraniegas. Ella lo convierte en un campamento infantil donde los banqueros y los políticos se montan a caballito y se pintan la cara unos a otros. Esta mirada puede ser una manera de abrir la mente o de abrirse la cabeza. En el caso de Schutz, convence porque la exuberancia de su ingenio visual la hace extrapolable: los líderes podrían serlo de varias tribus diferentes (más todavía pensando que las grandes corporaciones también compiten en corrección política).
Schutz no tropezó con la controversia hasta las célebres protestas del Whitney. Open Casket, que muestra de forma cruda el cuerpo de una víctima negra de la violencia racista, se creó ex profeso para encajar en la Bienal de 2017, dedicada a la diversidad. Fue un error de cálculo. Un sector del mundo del arte pidió que la pieza se retirase e incluso que se destruyera al usar una artista blanca el “sufrimiento de los negros” para su “provecho y diversión”.
Decía el Premio Nobel indio Amartya Sen en Identidad y violencia que los conflictos de hoy vienen, no menos que los del pasado, de la ilusión de una identidad única. Así, vemos cómo adquiere relevancia a diario en América —y también aquí, por contagio— una idea, la de la raza, que iba camino de darse por amortizada. El caso de Schutz demuestra que cuando se encierra al individuo en uno solo de los muchos aspectos que le definen, los prisioneros somos todos, quedemos dentro o fuera del grupo, al extremo de considerarse impensable el cruce de líneas étnicas para representar algo tan humano como el dolor.
La pintora respondió al escándalo del Whitney con el deseo de hacerse perdonar. Y sin embargo ¿no prueba su obra, la anterior y la posterior, que el método de forzar el tabú, en busca constante de sus límites, funciona precisamente porque permite extrapolar hasta lo impensable? ¿No es ese, al fin y al cabo —imaginar lo que los demás no pueden—, uno de los propósitos del oficio?
Lo dicho sobre los tabúes sociales vale para los íntimos. Shaving, un cuadro anterior a la polémica, representa a una mujer que se afeita el vello púbico mientras se mira en el mismo espejo en que la vemos nosotros. No solo se encuentra , sin saber por qué, al aire libre —un temor que comparte con su creadora—, sino que la cuchilla que usa es un pincel. Una prueba de que Schutz atribuye a la pintura un alto grado de impudicia compartida: la que hace falta para que funcione cualquier terapia, sea individual o de grupo.
Su obra más reciente trae novedades. La artista ha pasado en los últimos años de la narrativa bizarra, tanto en la acepción de valiente como de extraña, al siguiente nivel. Saltándose la viñeta que genera la acción de sus personajes, sitúa sus escenas días o meses después, cuando, a base de excentricidades acumuladas, ya no está tan claro cómo llegan allí sus criaturas. En sus cuadros hay cabezas gigantes, tótems, caricaturas humanas y engendros antropomorfos que participan en coreografías aleatorias fuera de su control —a su pesar o con entusiasmo.
En Mountain group, por nombrar un título representativo, una cuadrilla de figuras en teoría sapienciales, de Buda a los gurús ecologistas, hacen el signo de la victoria en lo alto de una montaña, pero su imagen funciona menos como metáfora del éxito que como evidencia de un atasco en la cumbre.
La transformación expresa un ánimo colectivo, lo mismo en su país que en el nuestro. O en cualquiera. Cada vez más, pasamos de seguir el cómic de la actualidad con mirada curiosa, y un poco a salto de mata —señal inequívoca de que las cosas, a pesar de lo extrañas que son, entran casi dentro de lo tolerable—, a la interrogación perpleja del “¿cómo hemos llegado hasta aquí?”.
Sus nuevos cuadros remiten al último Picasso, a Guston y al estilo escénico y onírico de James Ensor (quien dice Ensor dice también Goya). Tonos opacos y trazos rotundos a los que se añade una iluminación de oficio de tinieblas. Las escenografías, en cualquier caso, suelen resultar más eficaces cuando la pintora modera la tentación coral. Beating up the sun, con su elenco reducido, plasma una convincente batalla entre la luz y la oscuridad. Diríamos incluso que los volúmenes marcados y los campos de color, que se escapan por el muro, invitan a dar un paso adelante y a participar, de no ser tan obvio que la querella ha perdido su sentido: los personajes se encuentran con un sol que pueden extinguir y consideran la idea absurda.
La misma dificultad de actuar en un mundo crepuscular, donde las reglas parecen estar caducando, o formándose de nuevo, se revela en las primeras incursiones escultóricas de Schutz. En el producto final en bronce no hay nada de acabado ni pulido, sino el proceso –siempre algo informe y dinámico– del pensamiento apresado en la arcilla. Oscuras, divertidas y estrambóticas, recuerdan unas veces a las de Willem de Kooning, que les sirvieron de modelo, o a un aquelarre de la Quinta del Sordo.
El Apocalipsis puede o no consumarse, pero la ansiedad que provoca reina. Schutz es hoy la retratista de cámara de esta nueva era soberana. Una de sus piezas más emblemáticas es Presentation. Aparece en ella una conferenciante de las charlas TED que habla con las bragas bajadas hasta los tobillos, como en el clásico sueño angustioso. Entre los consejos para vencer los nervios disertando en público hay uno —ya convertido en cliché— que consiste en imaginarse a la audiencia desnuda. A Schutz su espíritu vándalo le obliga, contra su primer impulso, a desnudar no solo a los tirios sino también a los troyanos, e incluso a desnudarse a sí misma, encarnada en sus conferenciantes y pintoras au plein air.
Sin duda, eso le permite usar el pincel para expresarse en público de manera eficaz y polisémica. Es su arma secreta para plasmar la amplitud transversal del desconcierto cotidiano, individual y colectivo, como ningún otro artista de nuestros días.