“Decidí ser pintor porque quería elevar la pintura para que fuese tan conmovedora como la música y la poesía”, dijo Mark Rothko en la que debe ser su cita más definitoria. Nunca vamos a tener una oportunidad para saber si triunfó en ese viejo anhelo del sindicato de artistas visuales, que ya obsesionaba en su día a Leonardo, como la que nos ofrece la Fundación Vuitton. Cualquier museo público se vería hoy en serias dificultades para hacer frente a los costes de semejante despliegue. Además, sería difícil organizar algo mejor porque aquí está todo, aunque haya tenido que venir casi al completo de allende el océano, incluyendo la serie de la colección Phillips y obras de la National Gallery de Washington. También han viajado los murales Seagram, visita obligada en la Tate londinense y lo más parecido a una capilla Rothko europea.
Rothko no quería ser visto como un simple colorista. Sin embargo, en el centro de su esfuerzo por elevar la pintura, lo que nos encontramos, al final, es el color, y no está claro en qué grado el drama humano que él quería, descrito siempre en los términos más ambiciosos. Igual que Leonardo da Vinci (salvando las distancias), pretendió combatir con el arma del intelecto. Ambos, como era inevitable, terminaron cobrándose sus mayores victorias con el ojo desnudo.
La exposición de París arranca con el autorretrato de los años treinta, cuando el pintor todavía era Markus Rothkowitz. Junto a él se disponen los cuadros de paisajes urbanos y escenas intimistas con personajes esquemáticos al estilo de Milton Avery y Matisse, pero estirados hasta el límite de la representación.
La siguiente sala nos presenta las piezas inspiradas en los mitos de la Antigüedad y el surrealismo de la nueva década, bajo la sombra de la guerra mundial. Con intensidad creciente, se adivina que a Rothko le corría prisa por trascender la figura pasando directo al drama. Los protagonistas de Antigone forman un extraño grupo donde las cabezas se funden en una, los torsos se convierten en un friso zigzagueante y las extremidades inferiores, de aspecto animal, se ven separadas de los cuerpos, como en el cajón de un mago. En Slow Swirl at the Edge of the Sea sobrevive nada más el remolino biológico transcrito de manera automática.
El artista sospechaba desde hacía tiempo que el drama estaba en lo que él hacía (duplicar, desmembrar, retorcer, emborronar con colores) y no en lo que hacía la figura, víctima pasiva de la masacre. Felizmente, el supuesto problema no tardó en mostrarse como la única salida posible.
Un evento de estas dimensiones apenas deja espacio para el contexto, pero no es difícil encontrarlo por cuenta propia, a veces a unas cuantas paradas de metro. Rothko tenía mucha compañía en el desencanto con la figuración en la primera mitad del siglo. También se cruzó con otros que andaban el camino en sentido inverso, o no se decidían, como Nicolas de Staël, en cartel estos días en otro museo parisino, el de Arte Moderno, y Richard Diebenkorn, en quien el americano ejerció su influencia. Georgia O'Keeffe llevaba décadas con un pie en cada lado del umbral, de donde nunca pasó Picasso.
La abstracción es uno de los ejes de la pintura del siglo XX. Del pensamiento lo ha sido siempre, porque pocos temas hay tan escurridizos. ¿Qué es más real, las ideas o las cosas? ¿Son las ideas la verdadera realidad que hay detrás de las cosas? ¿O carecen ellas mismas de existencia fuera de la mente?
El caso es que el orden de factores parece tener como mínimo algo de intercambiable y la prueba está en la facilidad con que transitaba el mismo Diebenkorn entre los primeros paisajes de Berkeley, por ejemplo, y las geometrías de Ocean Parks, importando patrones del ámbito abstracto al real y viceversa. Lo que halló el arte del siglo XX fue la puerta giratoria entre ambos mundos, intuida desde siempre pero ahora oficialmente abierta. Rothko, que no había sabido representar la figura, según reconoció, sin mutilarla, se veía con fuerzas, invirtiendo el orden y empezando por las ideas, para representarlo todo del ser humano, sin la figura.
El giro decisivo tuvo lugar a partir de 1946 con sus Multiformes, donde ya solo quedan los gestos con que huía de la representación. Los restos biomórficos, irreconocibles, mutan en bandas de color diluidas y cada vez menos sujetas a la gravedad. En los años cincuenta, son ya las masas cromáticas en suspensión de su periodo clásico. Formas rectangulares de tonos azules, verdes, amarillos, blancos, rojos, naranjas, ocres, llevados, como dice la comisaria Suzanne Pagé, “a la incandescencia”.
Esta etapa es la responsable de que Rothko pasase hasta el final de sus días peleando amargamente contra el valor decorativo de sus cuadros. “Si a alguien no le van con el sofá”, se quejaba, “que cambie de sofá” (tampoco se les puede negar el estilo, y menos aún bajo el techo de la maison du luxe). Pero no, desde luego que son mucho más que eso. Abundan, en esta extensa parte del recorrido, los ejemplos de piezas memorables por la belleza perfecta de sus tonos recién inventados y por el diálogo complejo pero natural entre ellos.
Tomemos Green on Blue. O Light Cloud, Dark Cloud, procedente de Fort Worth, una armonía cromática que en el fondo se resiste a ser descrita porque cada color existe solo en su relación con los demás, como las voces de una coral. Nada más parecido a pensar no en colores sino con colores. El resultado es una interferencia en el intelecto: un rumor en los oídos y un hormigueo en el cuerpo con la facultad de doblegar al ego y obligarle a que deje de exigir nuestra atención por un rato.
A veces no hay drama. Otras, cuando lo hay, la imaginación debe refrenarse antes de buscar un referente concreto. Cualquier correspondencia real, propia o atribuida al pintor (los pogromos de su infancia rusa o el trauma de la guerra), estropea el efecto. El de Rothko es un mundo de significantes mucho más que de significados.
Otro tanto se puede decir de su trabajo posterior: el propio artista demostraba su ansiedad por la medida en que la fiesta de los sentidos interfería en la variedad y alcance de las emociones, especialmente las trágicas. Desde los últimos cincuenta oscureció su paleta, pero no podía evitar que su talento siguiera siendo la estimulación de la retina. Ttampoco renunció nunca a los tonos brillantes y las combinaciones explosivas. Aunque ganan protagonismo el rojo, el marrón y el negro, aun vemos un fondo púrpura sombrío, como en el No. 14, propiedad del SFMOMA, asociado a un cuadrado naranja y un rectángulo de azul profundo que lo iluminan.
Los murales Seagram, llenos de oscuridades granates y grises, estaban destinados a un edificio de Manhattan. El pintor canceló el contrato al darse cuenta de que los dueños del restaurante de lujo que ocuparía el local consideraban su obra apta para acompañar tranquilas cenas de placer. Ya no quería pertenecer a ningún club donde le admitieran como socio.
También dejó sin entregar la serie de los Black and Gray, encargados por la Unesco, donde debían presentarse acompañados por esculturas de Giacometti, igual que se exhiben ahora en París. De nuevo sería aventurado leer la parquedad del negro y el gris como reflejo de los problemas de salud y el ánimo depresivo de sus últimos años. Desde el presente, llaman más la atención como anuncio del minimalismo.
Al final, lo relevante es que las ideas (las abstracciones) de las que parte Rothko, no se agotan en su mente, sino que producen un objeto que funciona. Tienen un efecto físico, una movilidad entre las superficies de bordes difusos que flotan ante los ojos y las que retroceden hacia el interior, con una asombrosa capacidad de conmover. Además del grado en que, dependiendo del día, o de la persona, captemos el rango de “emociones humanas básicas: tragedia, éxtasis, perdición”, y las que queramos añadir, esa es su victoria, donde se aproxima de verdad a lo que él buscaba en el poema o en la pieza musical. En palabras del crítico Sebastian Smee, delante de ciertos cuadros individuales del periodo central, “sentimos que todo lo que nos define, la personalidad, el cuerpo, la biografía, los conocimientos, se borra para recibir una lección de humildad en la forma de un puro sentimiento de dicha”.
Es ya un lugar común repetir que el expresionismo abstracto despega cuando acepta ser vulgar y solo alcanza lo sublime gracias a una tolerancia al ridículo puramente americana. Quizás. Pero, aun así, debemos agradecer que nosotros y nuestros egos seamos los únicos, en un universo insensible, con el privilegio de pasar una mañana parisina en la gloria, abrumados por la inventiva y la temeridad de Rothko.