En el MACBA, felizmente revitalizado, se ve uno expuesto a sorpresas, a palpitaciones. Ayer fui a ver la amplia exposición de Daniel Steegmann Mangrané (Barcelona 1977), un artista que se fue a pasar tres meses en Brasil y lleva allí 20 años. No es extraño, esa tentación tiene que ser irresistible. La experiencia tropical ha dejado una marca profunda en su obra, en sus intuiciones, híbridas de abstracción europea y frondosidad selvática, que traduce a toda clase de soportes y formatos, desde las acuarelas, aquí dispuestas como en partitura, en composición musical, a las instalaciones con una temática ecológica, animalista, panteísta, en sintonía con nuestras inquietudes más actuales.
El artista ayuda a mirar las cosas relacionadas de formas nuevas, a verlas según otras jerarquías, o sin jerarquía. Así vuelven a ser nuevas, tienen un nuevo atractivo. Hasta el pavimento de una de las salas del museo barcelonés es blando y dudoso como en algunas experiencias desconcertantes del arte cinético que ponían a prueba los sentidos y las certidumbres espaciales del visitante. En la película A Dream Dreaming a Dream (Un sueño soñando un sueño) una animación digital algorítmica pone a deambular por la frondosa selva el esquema de una pantera, felina, sinuosa… pero irreal, y uno se quedaba pensando qué bellos, qué elásticos son esos movimientos de un ejemplar de una especie casi extinguida y qué obtenemos a cambio de esa extinción: un solitario simulacro.
Estuve inclinado ante un terrario como los tontos ante el féretro de Napoleón en Les Invalides, buscando, ejercicio zen pero impaciente, los casi imperceptibles insectos palo; y estuve contemplando una hoja de árbol, no sé si sería una hoja de laurel (y siempre que veo laurel, incluso en un pote de cocina, recuerdo al divino Crespo: “…bajo el laurel,/ más cerca del laurel”), grabada con signos abstrusos, hoja distinguida y realzada en lo alto de un fino soporte metálico, tras la que se proyectaban en la pared los versos una poetisa brasileña perturbada, anti-ególatra, desposeída de su yo.
Hay una duna blanca suspendida de un entramado metálico: forma única en el mundo. Ojos de animales feraces asomando del tronco de los árboles: mirada única. Todo esto era absorbente. Muchas de esas piezas son variaciones sobre la idea de la fusión del mundo humano con el vegetal, animal, mineral. Su sentido crítico es paradójicamente alegre, pero la experiencia de la visita era tan intensa que me vi incapaz de acercarme a ver esa otra exposición que, conociendo a la artista, ya supongo que es fantástica –y armoniosamente complementaria con la de Daniel Steegmann--, o sea que no he podido rendir visita al legado de Nancy Holt (1938-2014), en su primera retrospectiva europea, Dentro-Fuera, por supuesto novedad absoluta en España. Bueno, vuelvo a Barcelona la próxima semana y desde luego no me la pierdo, porque creo que está a punto de terminar.
Pero en mi visita al Macba aún me dio tiempo a asomarme a la exposición de la colección de los fondos del museo (seis mil obras, según creo), que se renueva cada seis meses. O sea, que en enero cambia. Así que volveré en enero. Ahora me gustaron varias obras de algunos artistas jóvenes, todavía no integrados en el canon, como la House of the Sun de Pedro Torres, una habitación en torno al sol, su luz y movimiento; o esa Ternura sin esclavizar de Lucía C. Pino, que consiste en unas esculturas informes, dispuestas por el suelo como si no pudieran llegar a ponerse de pie, en imposibles, pero cumplidas, bodas de plexiglás y yeso: inimaginables seres larvarios, casuales (creo que esa Lucía debe de ser muy inteligente, porque eso no se le ocurre a cualquiera); o ese vídeo musical de Fito Conesa, ya célebre, titulado Helicón, donde una banda musical deplora, tocando la música del mismo Conesa, la catástrofe ecológica provocada por una mina murciana y al mismo tiempo subraya, celebra su belleza extraterrestre, sus estratos de colores insólitos.
Cada una de estas obras merecería una visita, una lenta contemplación. Todavía me entretuve en echar una mirada afectuosa a los clásicos, o sea a Dependence, esa serie de veinte fotografías de Ahlam Shibli que revelan lo invisible: lo invisible, que no son los ángeles sino los cuidadores suramericanos de nuestros ancianos, esos cuidadores que son los seres menos percibidos de la sociedad.
O, en una sala dedicada al terreno de intersección entre lo visual y lo semántico, las escrituras pictóricas de Broodthaers en una pared cóncava, y un Conjunto de poemas visuales con letras de Brossa, que me hizo desear estar en NY y ver la exposición de Ed Ruscha, el cantor de las gasolineras abandonadas y de los rótulos de neón; y las obras de Tres, el artista catalán anónimo por voluntad expresa y profeta del silencio (1956-2016) del que entre otras cosas se muestran las llamadas Tijeras para cortar el silencio, herramienta dorada para una performance silenciosa que lleva grabado este lema: J’existe pour Couper le Silence qui Vibre dans l’Air. Entre otras maravillas.
Pero ya me he cansado de la écfrasis. Como decía el veterano crítico de El Periódico para acabar de forma lapidaria sus artículos: Recomiendo la visita. Recomiendo la visita al Macba, arca de maravillas.