La muerte la semana pasada de Àngel Jové (Lleida, 1940 – Girona, 2023) ha pasado prácticamente inadvertida en la prensa escrita y en la audiovisual, pero supongo que a él le habría dado lo mismo, dado que dedicó gran parte de su vida a lo que un amigo argentino un tanto melodramático definía como “hurtar su cuerpo al sistema”. Artista polivalente y de variados intereses (pintura, ilustración, fotografía, creación conceptual, interpretación cinematográfica, interiorismo, diseño…), Àngel Jové se pasó los últimos treinta años de su existencia desapareciendo de la vida pública, tratando de pasar desapercibido (aunque sin dejar de trabajar), borrándose de la realidad que lo envolvía y con la que no parecía saber muy bien qué hacer, recluido en una ciudad, Girona, que no era ni la de su nacimiento ni la de sus años más, digamos, sociables, Barcelona, que es donde lo conocí en los años 80 a través de dos amigos comunes que ya no están entre nosotros, el cineasta Bigas Luna y el productor cinematográfico Pepón Coromina.
En aquellos tiempos, Àngel ya era un personaje un tanto hermético, pero en absoluto displicente o antipático. Exhibía un sentido del humor retorcidamente divertido y te permitía intuir en él una visión del mundo francamente peculiar, como la de un sitio hostil en el que hay que vivir porque no te queda más remedio y que te permite, dentro de un orden, hacer lo que te dé la gana, siempre, claro está, que estés dispuesto a pagar las consecuencias. Ya habían pasado muchos años desde que formara el grupo Cogul en su Lleida natal, o que se marcara la primera muestra de video arte registrada en España, Primera muerte (1969), en comandita con Antoni Llena, Jordi Galí o Silvia Gubern (que era su compañera en aquellos tiempos, además de hermana del estudioso del cine Román Gubern y de Lali, la mujer del editor Jorge Herralde, para cuya compañía, Anagrama, acabaría diseñando un montón de espléndidas portadas que serían posteriormente recogidas en un libro magnífico en 1999).
Interés relativo por el cine
Pionero del arte conceptual catalán y de la versión local del arte povera italiano, Àngel no le hizo ascos al interiorismo y el diseño (participó en el de la sala Zeleste, para la que ideó dos magníficas lámparas, una llamada Babel y otra titulada como el local). Cuando me lo presentaron Bigas y Pepón, el hombre hacía sus pinitos como actor cinematográfico, aunque lo suyo era, básicamente, una presencia. Igual podría haber tenido una carrera en el mundo del cine, pero no quiso, como no quiso tantas otras cosas relacionadas con la exposición personal y un posible triunfo. Trabajó casi exclusivamente con Bigas, a cuyas órdenes rodó Bilbao (1978), Caniche (1979) o Angustia (1986), pero también se permitió una aparición hilarante en la película de Rosa Vergès Boom Boom, donde interpretaba a un portero de inmueble vago, quejica y calzonazos que puso al descubierto una eficacia para los papeles cómicos que no tuvo continuidad. Bigas le hizo interesarse por el cine y él acabó desinteresándose del cine: un buen día, dejó de rodar y se acabó lo que se daba, en una nueva muestra de su voluntad de esquivar el triunfo a cualquier precio.
Esa actitud la mantuvo también en el mundo del arte. Recuerdo al difunto Pepo Sol (publicista, cazatalentos, productor cinematográfico –Jamón, jamón o Huevos de oro, de Bigas Luna, Antártida, de Manuel Huerga-, factótum de las ceremonias de inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos del 92…) explicándome, entre escandalizado y divertido, cómo se llevó a Àngel a Nueva York y le consiguió una cita con un galerista tan prestigioso como inexpugnable (creo que se trataba de Leo Castelli, pero no estoy seguro)…a la que el señor Jové no se presentó. Pepo y el galerista se tiraron un rato en el restaurante, esperándolo, mientras él, fuese por timidez o por alergia al posible éxito, deambulaba por Central Park tratando de reunir el coraje necesario para acudir a la cita, sin lograrlo.
En los tiempos de Angustia traté mucho a Àngel Jové. Poco a poco, como tantos otros, fui dejando de verlo, de cruzármelo, y desde que se retiró a Girona, el contacto fue nulo, aunque siempre lo recordaba con afecto y admiración. Pudo triunfar en variados campos creativos, pero prefirió apartarse del mundanal ruido, siempre sin dejar de currar: su proyecto de 2007 Pavese-Cristófol (fruto de su atenta lectura de Cesare Pavese y de su relación con el escultor Leandro Cristófol) me llegó al alma.
Puede que el desinterés generalizado ante su fallecimiento sea injusto, pero tal vez es también la consecuencia lógica de la actitud de alguien que optó por una vida de recluso que no tenía nada que ver con la amargura o el resentimiento, sino con una digna voluntad de desaparecer del mundo en general y del mundo del arte en particular. Mentiría si dijese que llegué a conocer a fondo y a entender del todo a Àngel Jové, pero sí les aseguro que, a su peculiar manera, se hacía querer.