En ese morse fabuloso que es el lenguaje de Joan Miró sobrevuela Picasso, quien ya había partido en dos las aguas del arte contemporáneo con Las señoritas de Aviñón cuando el pintor catalán se encargó de llevarle a París una ensaimada, de ésas que el andaluz solía engullir con un tazón de café con leche en Els Quatre Gats. En concreto, se la dio en mano en el apartamento que aquel genio con cara de carbonero tenía en el número 21 de la Rue de la Boétie. Cuentan que allí se devoraba todas las noches a la bailarina Olga Khokhlova, mientras tomaba fuerzas para volver a surcarlo todo, viendo crecer su fama inmensa sin disimulo.
Corrían los primeros días del mes de marzo de 1920 y Miró ya había arrancado en el arte en dirección contraria. Casi como un extraterrestre llegado de la música armaba sobre la tela armonías coloreadas, unas líneas como corcheas esbeltas, unas formas informales que tenían algo de gamberro con las manos ágiles. “Esta mañana hemos ido con [el pintor Enrique-Cristóbal] Ricart a casa de Picasso. Nos ha recibido muy en su taller; hemos visto todo lo que hacía y nos ha enseñado muchas esculturas de arte negro y dos tablas de Rousseau”, anota el catalán en una misiva dirigida al también artista José Francisco Rafols.
Si bien sus familias se conocían, Picasso no debió en ese momento prestar demasiada atención a aquel “joven bajito, gordezuelo, rosado, enhiesto, muy bien vestido con una ropa de color de hoja muerta y corbata roja, tierno y fino” –según la descripción de Miró firmada por Josep Pla, quien también acababa de llegar a París– que sólo balbuceó unas pocas palabras delante de él. Ambos coincidieron a finales de 1917 en el Liceo por el estreno de Parade, la producción de los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev en la que el malagueño se ocupaba del vestuario y los decorados.
Debió ser el más aburrido de los encuentros que se dieron en una ciudad que se ejercitaba moderna e internacional a causa de la desbandada de la Gran Guerra. Porque Barcelona quedó convertida en una madriguera para todo tipo de personas que huían o sacaban provecho del conflicto: espías, traficantes de armas y, también, artistas. Picabia, Celso Lagar, Maurie Laurencin, musa y expareja de Apollinaire, Valentine Saint-Point, autora del Manifiesto futurista de la lujuria… Incluso Trotsky estuvo allí (“Infierno de fábricas. Humo y llamaradas, por un lado. Muchas flores y fruta, por otro”) antes de embarcar junto a su familia en el vapor Montserrat hacia Nueva York.
Pese a este revuelo, Miró siempre habitó un mundo propio. Un universo que tenía la raíz en su misma infancia, en la adolescencia del joven enfermo de tifus –las “fiebres de Barcelona”, provocadas por la insalubridad de las aguas de la ciudad– que ve el mundo por la ventana como un teatro con embocadura de habitación, como un cine de cosas domésticas que andan por la calle. De ahí que diera un paso adelante con el viaje a París y el descubrimiento allí de la obra de Kandinsky y Paul Klee, entre otros. Y en la cima de ese mundo estaba Picasso, al que le unió una amistad que se prolongó hasta el fallecimiento del malagueño, en 1973.
Uno de los episodios más relevantes de ese vuelo en común es la participación de ambos en el pabellón de la República española de la Exposición Internacional de París de 1937. El gobierno de Largo Caballero quiso aprovechar la cita para conseguir apoyo exterior y romper el pacto de no intervención en la guerra española por las principales potencias europeas. Para tal fin, quería disipar la extendida idea entre las democracias liberales de que en la España republicana no se respetaba la propiedad privada, se perseguía a los religiosos y que se estaba convirtiendo en un satélite de la Unión Soviética de Stalin.
Con el propósito de presentar una imagen moderada, el intelectual Luis Ariquistáin fue nombrado embajador en París. Al frente de la comisión organizadora se puso al filósofo José Gaos, ayudado por los escritores Max Aub y José Bergamín. Josep Renau, un joven y activo comunista valenciano, ocupaba entonces la Dirección General de Bellas Artes. A él le correspondió, en buena medida, la elección de los contenidos artísticos del pabellón. “Solo Picasso y yo hemos sido solicitados; él decorará un muro de siete metros; el mío mide seis. ¡Este es un gran trabajo!”, informa Miró desde París en una carta fechada el 25 de abril de 1937, víspera del ataque aéreo sobre Guernica.
Si aquel bombardeo afiló el compromiso político de Picasso, Miró siempre se situó en coordenadas más tibias. Sin duda, era un republicano antifascista, con ciertas simpatías por la izquierda catalanista, pero rechazaba visceralmente el desorden, la violencia anarquista y el dogma comunista. Además, temía por la vida de su madre y su hermana, mujeres muy religiosas, solas en Mont-Roig del Camp desde julio de 1936. “Sabía que cuanto más contundentes fueran sus manifestaciones de apoyo a la República, mejor podía proteger a su familia y a su masía”, explica Josep Massot en la biografía Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018).
Empujado por estas circunstancias, el pintor catalán remató el diseño del sello Aidez l’Espagne, por encargo de la Comisaría de Propaganda de la Generalitat para recaudar fondos para la causa republicana, y pintó en la pared de una escalera interior de la esquina noroeste del pabellón de la República el mural El segador. En él, un campesino grita bajo un cielo apocalíptico, mientras alza con la mano derecha una hoz y con la izquierda trata de atrapar una estrella que se asemeja a la que coronaba la escultura de doce metros titulada El pueblo español tiene un camino que lo conduce a una estrella que Alberto Pérez Sánchez había erigido a la entrada del edificio.
A la conclusión del certamen, Picasso donó el Guernica al pueblo español, si bien la obra se quedó en el taller del andaluz antes de ser expuesta en Noruega, Londres, Leeds, Liverpool y, finalmente, en el MoMA hasta convertirse en el más potente de los iconos del arte del siglo XX. Miró hizo lo propio con El segador, aunque los seis paneles fueron enviados a Valencia, a pesar de que la capital de la República había pasado ya a Barcelona ante el avance de las tropas golpistas. ¿Qué pasó con ellos? ¿Se perdieron en el camino? ¿Acaso se utilizaron como material de construcción para dar cobijo a los soldados que esperan a ser evacuados en el puerto de la ciudad del Turia, tal como creía Jacques Dupin, amigo y biógrafo del artista catalán?
De todos estos hilos tira la exposición que han armado el Museo Picasso y la Fundación Joan Miró de Barcelona como traca final de la Celebración Picasso 1973-2023. Entre el 20 de octubre y el 25 de febrero, ambas instituciones se unen por primera vez para, a través de 255 obras, rastrear una complicidad que, tal como revelan estos episodios se dio más allá del arte, pero con el arte siempre como eje. El proyecto está encabezado por los directores de los centros artísticos, Marko Nadiel y Emmanuel Guigon, junto a Teresa Montaner y Sònia Villegas, ambos de la institución mironiana, y Margarida Cortadella y Elena Llorens, por parte del espacio ubicado en la calle Montcada.
A modo de bandera, se ha anunciado que en la doble exposición colgarán de forma extraordinaria importantes préstamos internacionales. Son los casos del lienzo de Picasso Las tres bailarinas (La danza), de 1925, procedente de la Tate Modern, y de La Masía, obra ejecutada por Miró entre Mont-Roig del Camp y París (1921-1922), que hoy pertenece a la National Gallery de Washington. Ceden también piezas el Museo Picasso de París, el Centro Pompidou, el MoMA de Nueva York, The Art Institute of Chicago, el Museo de Israel y las fundaciones Almine y Bernard Ruiz Picasso y Pierre and Tana Matisse, entre otros.
Serán abundantes, además, los intercambios entre los dos centros. Así, El Arlequín, Leónide Massine (1917) y una de las versiones de Las Meninas (1957) de Picasso se exhibirán en la Fundación Miró, mientras que Llama en el espacio y mujer desnuda (1932) y La estrella matinal (1940), ambas obras fundamentales en la producción de Miró, irán al Museo Picasso. El BOE publicó el 10 de agosto y el 6 de septiembre sendas Garantías del Estado para asegurar la doble exposición: 813 millones por las 68 piezas de la Fundación Joan Miró y 610 millones por las 187 que se mostrarán en el museo de la calle Montcada.
En definitiva, Miró-Picasso propone hallar similitudes, clarificar experiencias y echar el ancla en sus días comunes, que no fueron precisamente de tanteo, sino de afinación de sus poéticas. “Picasso representa la revisión total del arte en Occidente hasta nuestros días”, aseguraría el pintor catalán, quien ya en la década de los cincuenta rechazó, de forma sucesiva, que le dedicaran una sala en el nuevo Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, la concesión de la Gran Cruz de Alfonso X y la designación como miembro de la Academia de San Fernando. Sobre este último asunto, afirmó: “Conforme con todo. Insisto en la condición que puse: primero, Picasso, si no, no acepto”.