Suele Antonio López (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) dejarse ver todos los agostos mirando Madrid desde el barandal grande de la Puerta del Sol, diseccionando un paisaje de ciudad tan distinto al de los años cincuenta, cuando aquel lugar al que llegó siendo un muchacho calzaba un corazón salpicado de hollín y olor a leche agria y estaba cruzada, de tanto en tanto, por pastores con zurrón que iban haciendo su trashumancia de pobre.
López pasa allí el grueso de los veranos macerando líneas, apuntalando la realidad con el taladro del ojo, cada vez más cómplice de esa fantasmagoría real y vital que es la pintura. Para estas ocasiones, cultiva un aire hortelano –camisa de rayas, pantalón corto y chanclas– que en el fondo tiene algo de paseo triunfal, pues se planta ante el caballete y da unas cuantas pinceladas para volver al día siguiente y comprobar si, de una vez por todas, el tiempo le obedece y se detiene.
A bordo de estas hechuras, el pintor manchego se ha convertido en el jefe de expedición del realismo español y lo esencial de su producción, discutida y admirada, se expone estos meses en La Pedrera –desde el 22 de septiembre al 14 de enero– a modo de escrutinio. Se trata de echar la vista a casi setenta años de trabajo y meterse a fondo en la raíz de su mundo artístico, encontrándole el pulso común a unas ochenta obras, entre pinturas, esculturas y dibujos.
Puede decirse que ahí está el costado más realista del arte volcado en unos cuadros que tienen su fuerza en los empastes de pintura, en la belleza de lo desvencijado, en los arrepentimientos como un desliz con luz propia. Porque Antonio López ha decidido centrarse en lo inmediato, en lo táctil, en la contractura de lo real, en el quicio de lo que se ve, como si estuviera echándole un pulso al tiempo. “Una obra nunca se acaba, sino que llega al límite de sus propias posibilidades”, ha afirmado.
Estamos ante la primera retrospectiva de Antonio López en Barcelona. Y ahí radica el interés de la cita promovida por la Fundació Catalunya La Pedrera, que se ha encomendado a artistas de gran tirón popular (Plensa, Barceló) para aliviar las pérdidas de la pandemia, calculadas en 16 millones de euros. Hasta la fecha, el pintor manchego, que tiene pendiente de concluir tres vistas de la capital catalana, había expuesto en el Palau de la Música y, por invitación del Liceo, en la antigua cárcel Modelo.
La exposición, de la que es comisaria Violant Porcel, propone un recorrido por los temas –la figura humana, las naturalezas muertas, los interiores domésticos, los paisajes y las vistas urbanas– que persisten en la carrera de López, desde las primeras obras de juventud, ejecutadas en la década de los cincuenta, donde conviven figuración y fantasía, hasta el realismo estricto definido en los años setenta y que se percibe, depurado, en su producción más reciente.
A la vista del conjunto, da la impresión de que esas tramas le han sido suficientes al artista para desarrollar su mundo. La geografía de su aventura creativa comenzó en el hogar, bien en los espacios privados (la alcoba y el estudio), bien en los ámbitos de uso común: la cocina, el comedor… Luego, dio paso a la ventana y, más allá, la puerta, a través de la que tuvo acceso a las calles, al pueblo natal y a la gran ciudad hasta que, como última frontera, se asomó a la contemplación del horizonte.
Con ese impulso, la reunión de obras aspira en La Pedrera a pespuntear por el transcurrir creativo de López, definido por Francisco Calvo Serraller, uno de sus más atinados críticos, como “una senda hacia la progresiva retracción, despojamiento y transparencia. Una senda, por tanto, ascética”. “Es uno de los pocos artistas contemporáneos que se ha atrevido a ser, de principio a fin, intempestivo. Un gran solitario, pues”, anota el fallecido catedrático de Historia del Arte de la Complutense.
López ha quedado fijado como el gran abanderado del realismo, tras una breve estancia en una pintura en la que recurrió a elementos simbólicos y surrealistas para reforzar el componente narrativo de sus obras, pero siempre trabajando desde la figuración. Así, se inició pintando bodegones y retratos, como Cuatro mujeres (1957), presente en la cita de La Pedrera. A finales de los cincuenta, comenzó a realizar relieves e incorporó a su producción la escultura, una disciplina que nunca abandonó.
En la década de los sesenta, a partir de la nueva actitud de no sumarle nada a la realidad, pintó su primer paisaje: Madrid (1960). Durante estos años, tomó conciencia de que su camino es la realidad sin artificios. Representa lo que le interesa sin hacer uso de ningún recurso estilístico, por lo que su mirada es el único filtro y el dominio técnico es su instrumento. Utilizando este nuevo enfoque, plasmó de forma directa espacios íntimos de su casa y de su estudio y logró reconocimiento internacional.
De ahí que sea perceptible en estos años cómo su pintura se hizo más austera, tanto en los temas como en el uso de las materias pictóricas, a la vez que se decantaba por una paleta y unas luces determinadas, cálidas principalmente. Todo ello, junto a su minuciosa y lenta producción. Desde entonces, su propósito es captar la eternidad del instante, para ello suspendiendo el tiempo. Paradójicamente, su decantación por el paisaje urbano lo ha convertido en uno de los testigos más destacados de las transformaciones de Madrid.
Ya en los ochenta, el tema vegetal se convirtió en el principal argumento de las creaciones de Antonio López, sobre todo con dibujos de frutas y verduras, pero también con flores pintadas al óleo. Siguió haciendo paisajes, tanto de Madrid como de su pueblo, Tomelloso. En 1985 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Con la llegada del siglo XXI, López añadió al repertorio de su producción la figura humana, con especial interés en el desnudo.
Sumada esta travesía, Antonio López aparece obsesivo, paciente, interesado sobre todo en lo que ocurre a quien mira algo. A quien observa. Qué deja en esa mirada. Qué se lleva irremediablemente. Aspira a representar algo más que la realidad: lo emocionante de la verdad. Y cómo sus trabajos pueden ser, al mismo tiempo, un túnel del tiempo, una pregunta, un desafío, una nostalgia. Una quietud que no se explica de otro modo. Una forma de belleza, en fin.