El pasado viernes estuve en el Museo Picasso con el propósito de volver a ver –era el último día—la exposición de Hélène Delprat (Amiens, Francia, 1957), titulada como uno de sus cuadros (que no estaba allí), Souvenir de las batallas perdidas. Delprat es una artista peculiar en muchos sentidos, entre ellos las dudas y el desapego a su propia pintura, según explica y razona en una entrevista que se puede encontrar en youtube. En el extremo opuesto a Picasso, a quien le gustaba tenerlo todo alrededor, en su estudio sólo hallarás la pieza en la que esté trabajando, no las que ya están acabadas. A ella no le gustan sus obras, lo que le gusta es el tiempo, la calidad del mucho tiempo que pasa en el taller, apartada del mundo y envuelta en sus propios pensamientos y proyecciones. Por suerte para ella, otros difieren de sus gustos anti-Delprat, y la arrastran a seguir pintando y exponiendo.
Bien, uno de los fenómenos humanos que le interesan desde siempre es la guerra, y ese ha sido el tema de su exposición barcelonesa, concretamente la batalla de San Romano (a la que Ucello dedicó el tríptico magnífico), la segunda guerra mundial, y la guerra civil española.
En realidad la guerra le interesa a todos, o por lo menos a muchos, ya que ha acompañado a la humanidad desde el principio, y si llega a confirmarse algún día la paradoja de Fermi, también será la causa de su final. Una de las virtudes cardinales para los antiguos griegos era la valentía, que sólo en combate se demostraba tener; la designaban con la palabra “andreía”, muy cercana a “andrós”, hombre, o varón. O sea que la hombría consiste en ser valiente. Los romanos acuñaron el deseable elemento de la “gloria” y, aunque conscientes de la naturaleza detestable de la guerra, sostenían que era el único lugar donde era posible alcanzarla. “Aquellos cuya primera juventud permanece en el anonimato por su condición baja y humilde, en cuanto empiezan a ser jóvenes deben fijar su mirada en grandes hazañas y dirigir sus intereses directamente hacia ellas (…) Por tanto, la primera recomendación a un joven para obtener la gloria es tener la ocasión de ganársela en hazañas guerreras”, dice Cicerón en Sobre los deberes. La historia intelectual de España aporta un nuevo concepto a la “andreia” y la “gloria”: el “más ser”, objetivo que empujaba a los descubridores y conquistadores a cruzar el Océano hacia América, según cuenta Julio Caro Baroja en su texto sobre Lope de Aguirre.
Razones para amar la guerra
Las guerras le interesan a Hélène Delprat, y desde luego no sólo a ella. Lo que yo no sabía o no había querido saber es que también gustan… a muchos. Hasta que leí el ensayo de William Broyles Jr., editor de Newsweek, guionista de películas como Banderas de nuestros padres, El planeta de los simios o Apolo 13, antes oficial de marines en Vietnam, el ensayo Why Men Love War, en la revista Squire, de noviembre del 84.
Quince años después de abandonar los campos de batalla se encontró con otro veterano que cuando tenía 19 años fue su operador de radio, y mientras daban un paseo juntos éste le dijo: “Lo que la gente no puede entender es lo divertido que fue Vietnam. Me encantaba. Me encantaba, y no se lo puedo decir a nadie”.
Broyles se puso a pensar en ello. Y tuvo que “admitir que durante todos aquellos años a mí también me gustó, y más de lo que yo mismo sabía. También odiaba la guerra (…) Pero creo que la mayoría de los hombres que han estado en la guerra deberían admitir, si son honestos, que en algún sitio dentro de sí también les gustó, les gustó más que nada de lo que les haya pasado antes ni después. ¿Y esto cómo se lo explicas a tu esposa, a tus hijos, a tus padres, o a tus amigos?”
A renglón seguido, él mismo trata de explicarlo y encuentra diez respuestas al título de su ensayo, Why Men Love War. Resumo aquí las cinco más obvias, menos profundas:
Uno: Porque es una experiencia de gran intensidad; su atractivo es la pasión humana básica de observar, de ver cosas, lo que la Biblia llama la lujuria del ojo y los Marines en Vietnam llamaban follar con los ojos (eye fucking). La guerra ofrece infinitas experiencias exóticas.
Dos: Las travesuras y gamberradas: igual que te roba la juventud, te ofrece la posibilidad de jugar juegos de niños.
Tres: Un mundo claro, bien perfilado, en vez de los matices y complejidades de la vida ordinaria. Allí sabes bien, por lo menos en la mayoría de los casos, quién es tu enemigo y quién tu amigo, y se pone a tu disposición los medios para tratar debidamente a ambos.
Cuatro: Es la escapada a un mundo especial en el que los lazos que nos sujetan a nuestros deberes en la vida diaria –familia, comunidad, trabajo— desaparecen.
Cinco: la camaradería. Un camarada de guerra es un hombre al que le puedes confiar a ciegas cualquier cosa, porque ya le has confiado tu propia vida.
Las otras cinco razones que explican, según Broyles, por qué a los hombres les gusta la guerra son más profundas e interesantes. Pero también son más largas de exponer, y será mejor dejarlo para la próxima ocasión…
Yo supongo que a la artista Delprat, auotra de Souvenir de las batallas perdidas, y que considera la pintura interesante sólo si es arriesgada, le gustaría leer este ensayo. El viernes estuve un largo rato contemplando un óleo titulado No me gusta mucho el Guernica. Un lienzo apaisado, de gran formato, que representa una constelación celeste algunos de cuyos astros envueltos en un aura dorada consisten en un nombre. Nombres de algunas de las personalidades de nuestra guerra (incluido Göring, porque como comandante en jefe de la Luftwaffe organizó la Legión Cóndor que bombardeó Guernica) y de los periodistas y fotógrafos que, como Robert Capa, Agustí Centelles y Gerda Taro, que perdió la vida en un accidente durante el repliegue del ejército republicano en la batalla de Brunete, la documentaron.