Quien siga al Víctor J. Vázquez columnista habrá comprobado que no cuenta lo que nos quiere contar de cualquier manera, sino con arte. Un matiz muy útil para entender el llamado pacto de ficción entre el creador y su público: lo real se sustituye por lo representado. Hay, entre la realidad y la obra, igual que entre los hechos y la columna de prensa, o entre la naturaleza y el paisaje, un desdoblamiento que parece redundante pero donde reside el meollo, también legal, de la comunicación humana. Si estuviésemos hablando de un caballo, diríamos que una de sus versiones no es bienvenida en una tienda de porcelanas y la otra, su figura inanimada, sí, aunque tenga efectos comparables en intensidad emocional y hasta pueda pasarse, el día menos pensado, a lo físico. Miren, si no, el caballo de Troya.
De las invasiones mutuas entre estos dos ámbitos paralelos y sus consecuencias para el derecho trata Vázquez en su último libro, La libertad del artista, publicado por la editorial hispalense Athenaica con tanto mimo como el que pone él en sus palabras. Por fortuna, se dio cuenta antes de empezar de que el jurista necesitaba para escribir el auxilio de la estética y la filosofía. El resultado es un ensayo que, aparte de interesar a especialistas en leyes y al público en general, contiene más alimento para los lectores del sector artístico que muchos de los que se escriben para ellos.
El espacio del arte, empieza por explicar el autor, es el de la soberanía en un mundo, el de las leyes, donde no hay soberanos. El artista manda en su territorio inventado. Aunque no goza de inmunidad, porque a veces atenta contra otros bienes jurídicos, sí merece una protección especial en una democracia. Ahora bien, la pregunta interesante surge cuando, al revés, es la gente de carne y hueso la que quiere meterse en su imaginación tijera en ristre. En un orden constitucional liberal, ¿los límites basados en la moralidad sirven de fundamento para restringir la libertad de crear? Pues resulta que no, al menos si empleamos el acertadísimo cálculo de riesgos de Stuart Mill, según el cual cualquier sociedad, para contar con los mejores productos del espíritu, necesita permitir que corra también el chorro de estulticia y maldad que nos hace libres.
Para ciertas escuelas jurídicas, cuando el arte renuncia a ser inteligible (pensemos en Pollock) pierde esa protección que le otorga el contribuir no solo al desarrollo de la individualidad, sino también al discurso público. Sin embargo, como defiende el libro, hasta el gesto más críptico de las vanguardias todavía dice algo al cuerpo social en su conjunto, aunque sea sacándole la lengua. Si la emoción del arte puro molesta, recordando a la república perfecta de Platón que hay cosas fuera de su competencia, ya solo por eso es tan político como el que más.
Gombrich creía que no existe propiamente el arte, sino los artistas. Esta idea resulta útil porque evita definir en el texto un campo al que nadie ha conseguido poner puertas. La ley no puede decidir qué es arte, y por tanto digno de ser protegido, según le guste más o menos un cuadro todo blanco, o negro, un plátano sujeto a la pared con cinta aislante o la idea de proyectar imágenes en movimiento en una pantalla. Hay una serie de elementos identificadores, igual que la religión tiene el culto, los ritos y las iglesias, y a eso hay que atenerse: arte es lo que hace el artista. Cuando el mismísimo John Ford dice que él no se considera tal cosa, desde el punto de vista jurídico (y desde cualquier otro), ni caso.
Cierto que el derecho a la irreverencia, pese a contar por todos estos motivos con el paraguas completo de la libertad de expresión, tiene sus límites. Sin embargo, nos dice Víctor Vázquez, el criterio para fijarlos es el daño causado, no el cuestionamiento de nuestros principios morales ni la ofensa a nuestros sentimientos. Los daños, además, en virtud de la diferencia entre lo real y lo figurado, se deben interpretar a la baja. Muy fuerte tiene que ser el palo que le dan a alguien sobre el papel para que nos abra las carnes a los lectores.
Por eso, el profesor explora las fronteras de la libertad precisamente en compañía de los artistas que, como Ulises, no tienen otra solución a su problema creativo que romper el pacto de ficción con su audiencia, saltar del interior del caballo y abrirles las carnes. Los exóticos y extremos, frisando siempre lo ilícito para revitalizar (o intentarlo) lo que quede de reflexivo en el sacrilegio. Por las páginas desfilan cineastas pornógrafos, raperos feroces, revistas blasfemas y otros sospechosos habituales a elegir. El hampa del Parnaso. Un festín de casos reales que confrontan la teoría con el mundo y la convierten casi en literatura. Casos, muchos de ellos, de actualidad, por si necesitásemos alguna prueba de que estamos volviendo a empeñarnos, con el excesivo celo censor, en vivir la historia dos veces, la primera como comedia y la segunda en los juzgados.
Aun si coincidimos en que la cultura de la cancelación ha sido el gran acicate para picar de nuevo las ganas de profanar del tabú, podríamos sugerir para posteriores estudios la figura emergente de los creadores que prefieren ahora, por activa o por pasiva, situarse de manera acrítica entre la multitud de sus guardianes. Es un arte el suyo (el de una parte de la academia contemporánea), exactamente opuesto a los principios que se enunciaban más arriba: definido por decreto, militante por necesidad y ofendido por sistema, con la libertad de expresión bajo sospecha como último refugio del inicuo. A Daniel Gascón le gusta recordarlo: toda parodia es eufemismo.
Estos días, mientras ustedes lean, si les apetece y no lo han hecho ya, La libertad del artista, nos continuarán llegando noticias que ilustran su contenido. Quienes protestan hoy por la censura de unos radicales callaban ayer por la de los otros. ¿Por qué no se reconocen en los excesos de sus contrapartes? Parece que prefieren confundirse con el rival en la esperanza de hacerlo desaparecer. La derecha extrema se pretende punk porque retira el presupuesto a una obra de teatro y la extrema izquierda se viste de Santo Oficio para perseguir carteles impúdicos y presentaciones de libros. Igual que el artista cancelador que se ha liado a rencuadernar la obra entera de J.K. Rowling sin su nombre, ellos representan también todos los papeles, a la vez depositarios de la superioridad moral y de la rebeldía cool. Quieren abarcar la totalidad. Son el bebé trumpiano que se confunde a sí mismo con el universo.
No se pierdan el libro del profesor Vázquez porque si algo caracteriza su trabajo, en general, es la capacidad para encontrar en los detalles, unas veces con la intuición del artista, otras con el ojo clínico del jurisconsulto, un antídoto contra el narcisismo dogmático. En los extremos gustan las grandes palabras pero, en realidad, para no vivir de rodillas, mucho mejor que morir de pie, como les pasó a los troyanos, es no dar nada por sentado.