Si no es usted un experto en arte contemporáneo, es probable que tenga una visión bastante distorsionada de la artista japonesa Yayoi Kusama (Matsumoto, prefectura de Nagaro, 1929). Sin duda habrá visto alguno de los escaparates que ha diseñado para las tiendas Louis Vuitton y, si dispone usted una saneada cuenta corriente, tal vez incluso haya adquirido alguno de los bolsos diseñados por ella para la marca de lujo.

Escaparates y accesorios muy vistosos y fácilmente identificables por sus vivos colores y emblemáticos lunares. Es posible que también haya oído usted que esta mujer ya anciana -94 años- vive desde hace décadas voluntariamente recluida en un psiquiátrico, del que sale cada día para trabajar en su cercano taller y al que regresa a dormir; y ya se sabe que los creadores con problemas mentales generan fascinación y dan para vistosos titulares. 

Retrato de Yayoi Kusama
. Cortesía de Ota Fine Arts, Victoria Miro y David Zwirner
© YAYOI KUSAMA YUSUKE MIYAZAKI

Kusama ha pasado de ser una artista despreciada y después largo tiempo olvidada a convertirse en una suerte de estrella mediática: en los últimos años no solo ha publicado su autobiografía -La red infinita-, sino que hay incluso varios libros infantiles que sintetizan su vida y celebran sus coloridos lunares. Y los museos -ávidos desde hace un tiempo por sacar de debajo de las piedras a artistas femeninas para no ser acusados de retrógrados- le dedican vistosas retrospectivas.  Ahora el Guggenheim Bilbao presenta una exposición (abierta hasta el 8 de octubre) bajo el título de Yayoi Kusama: desde 1945 hasta hoy. Todo ello podría llevar a sospechar que estamos ante una artista banal para estos tiempos banales, pero su trayectoria es más compleja y rica de lo que puede parecer a primera vista. 

Cuando tenía 26 años, Kusama le escribió desde Japón una carta a la pintora norteamericana Georgia O’Keeffe. Le pedía consejo porque en su país se sentía un bicho raro. Su familia, ricos comerciantes de provincias, quería casarla y veía con malos ojos el empeño de la chica por dedicarse al arte. Para su sorpresa, O’keeffe le respondió, y aunque le dijo que ella vivía muy alejada de los centros culturales americanos -llevaba ya tiempo instalada en su rancho de Nuevo México-, le ofreció algunos consejos y la animó a viajar a Estados Unidos. 

'Sala de espejos del infinito'. Cortesía de Ota Fine Arts. YAYOI KUSAMA

Kusama hizo una primera exposición en Seattle y se instaló en Nueva York en 1957. Antes de marcharse de su país natal, destruyó buena parte de la obra que había creado hasta entonces, porque ese viaje debía suponer un nuevo inicio desde cero. Las obras juveniles que sobrevivieron permiten ver a una artista en búsqueda de su voz. Abundan las formas abstractas de aires orgánicos y aspecto inquietante, que recuerdan a Fautrier, y se pueden percibir atisbos de Kandinsky, Klee o Miró. 

Las primeras obras americanas, en las que empieza a articular un lenguaje propio, son los lienzos monocromos con redes de puntos, que después derivarán en las esculturas acumulativas de formas protuberantes, que a su vez darán pie a las esculturas transitables o habitaciones del infinito (las Infinity Rooms). El germen de su propuesta artística se encuentra en dos experiencias en que percibe el hipnótico vértigo del abismo. La primera: de niña se pierde en un campo de amapolas; rodeada de una vegetación más alta que ella, entra en pánico ante el miedo a no encontrar la salida y sufre una experiencia alucinatoria. Es un primer atisbo de los problemas mentales que la perseguirán toda la vida. La segunda: en el viaje de Japón a Estados Unidos contempla por la ventanilla del avión la inmensidad del Pacífico, que le inspira un cuadro de 1958: Océano Pacífico, consistente en un magma informe que se extiende sin fin. 

'Calabazas'. Colección de la artista. YAYOI KUSAMA

Esto dará pie a la serie de enormes lienzos de puntos que generan tramas basadas en la repetición. Tienen una posible lectura psiquiátrica (y no olvidemos que sus problemas mentales la conectan con el outsider art): hay pacientes que ante una experiencia traumática responden con la compulsión del gesto obsesivo, que repiten ad infinitum. Y tiene una más interesante lectura artística: anticipa planteamientos del minimalismo. Pero cuando Kusama trata de abrirse paso en el mundo artístico neoyorquino estamos todavía -finales de los cincuenta- en el reinado del expresionismo abstracto, con sus campos de color, su pintura gestual y una escena artística regida por machos alfa.

El paradigma es Pollock: un pintor muy físico, de violento trazo pictórico, dramatismo existencialista y mito de alcohol y autodestrucción. Sí, de acuerdo, dentro del expresionismo abstracto había también mujeres -Helene Frankenthaler, Joan Mitchell, Lee Krasner -, pero a ellas se las reivindicó en serio a posteriori. A Kusama no lo hacían mucho caso porque era mujer, era japonesa y era rarita. No es casual que los pocos que la valoraban fueran figuras de la ola minimalista entonces todavía en gestación: Donald Judd, en su vertiente de crítico, alabó su obra, y Frank Stella le compró alguna pieza.

'Retrato'. Colección de Amoli Foundation Ltd. YAYOI KUSAMA

Acaso se podría establecer una conexión sutil entre sus lienzos con tramas de puntos (las Infinity Nets) con la obra del expresionista abstracto más ascético y vinculado con oriente y la espiritualidad zen: Mark Tobey y sus cuadros de constelaciones. Sin embargo, la relación personal más importante del periodo neoyorquino de la artista japonesa será con el surrealista Joseph Cornell. Ambos compartían una personalidad excéntrica y asexuada, y mantuvieron un singular romance sin sexo. Cornell, ya cincuentón y que vivía con su madre y su hermano con parálisis cerebral en la casa de madera de Utopia Parkway (su universo protector, del que nunca se alejó), se obsesionó con aquella insólita chica asiática, a la que dedicó poemas y alguna de sus portentosas cajas. 

En esta época, Kusama visitó a un psiquiatra para abordar su bloqueo sexual, generado al parecer por la visión del padre infiel en situaciones íntimas con otras mujeres. La recomendación que recibe es exorcizar sus miedos dándoles forma y este es el origen de las esculturas acumulativas de formas fálicas, que se extienden sobre todo tipo de superficies: una silla, un sofá, incluso una barca con sus remos, todo cubierto de protuberancias blancas. 

'Acumulación de letras'. Colección de Ota Fine Arts. YAYOI KUSAMA

Este trauma infantil provocado por la figura paterna promiscua está también en el origen de la obra de la escultora francesa Louise Bourgeois (que también fijará su residencia en Nueva York). Bourgeois, superior a Kusama, es una de las figuras verdaderamente trascendentales de la segunda mitad del siglo XX. Partiendo de similares heridas infantiles, su propuesta artística es más radical y perturbadora (sus celdas, sus ojos, sus esculturas de trapo, sus esculturas colgantes, sus dibujos y pinturas de órganos sexuales…). Y una tercera mujer que se instala en Nueva York: otra japonesa que, como Kusama, también ha sido subvalorada: Yoko Ono. Ya sé que para los fans de los Beatles es la malvada oficial que separó a los alegres muchachos. No se engañen, intelectualmente le daba mil vueltas al zoquete de John Lennon (¿se puede componer una canción más cursi que Imagine?) y sus obras vinculadas con Fluxus, su arte conceptual y sus performances son muy interesantes.

'El momento de la regeneración'. Colección de K11. YAYOI KUSAMA

En cuanto a Kusama, abre con sus protuberancias camino hacia una nueva concepción de la escultura, pero será Claes Oldemburg quien triunfará con sus esculturas blandas de objetos cotidianos. Desesperada porque no se la toman en serio, pone cada vez más empeño en autopromocionarse. Posa con frecuencia junto a sus obras, en ceñidos maillots o incluso desnuda, y organiza happenings de protesta -contra el MoMA por su orientación artística, contra la guerra del Vietnam- siguiendo el patrón básico de la época (¡todos los participantes en pelotas!). Ella aporta su toque pintándoles el cuerpo de lunares, de los que incluso cubre a un caballo (¡como el de Pippi Langstrump!). Todo ello queda documentado en la película que filma con Jud Yalkut en 1967: Self-Obliteration. 

La obsesión por hacerse notar llega a la culminación en la Bienal de Venecia de 1966. Monta una instalación titulada Narcissus Garden consistente en acumular esferas de espejo. Añade el gesto de vender las esferas a los visitantes a dos dólares la pieza (la idea es que les vende su narcisismo, porque se ven reflejados en el espejo). Si esto lo hubiera hecho Warhol, todavía estaríamos celebrando la ocurrencia, pero lo que consigue Kusama es que la dirección de la Bienal le prohíba seguir vendiendo las bolas, porque consideran que banaliza el arte, y la amenacen con expulsarla. La obsesión enfermiza por el autobombo se le acabará volviendo en contra (a diferencia de lo que sucede con Warhol, en quien forma parte de la gracia del personaje), porque se generará la idea de que su obra no está a la altura de sus pretensiones. 

'Transmigración'. Colección de Ota Fine Arts YAYOI KUSAMA

Ese mismo año protagoniza una performance titulada Walk Piece en la que se pasea por Manhattan vestida con kimono. Las fotografías que la documentan son de Eikoh Hosoe, que retrató profusamente a Kusama en Nueva York. Hosoe, con su estética expresionista, sus grandes angulares y su blanco y negro saturado (las fotos de Walk Piece son de las pocas que tiene en color), es uno de los maestros de la fotografía japonesa de posguerra (pertenece al extraordinario grupo tokiota del que formaban parte Daido Moriyama, Shomei Tomatsu y Nobuyoshi Araki). Es el autor de Ordeal by Roses, la serie de fotografías con Mishima -escritor y exhibicionista- como modelo, entre las que está la célebre del novelista asaetado como un San Sabestian. Pero quizá su mejor trabajo es la serie que realizó con el creador de la danza butoh Kazuo Ohno. 

Walk Piece tiene algo de anticipada despedida. Y es que harta del poco caso que le hacen, en una situación económica cada vez más precaria y con una salud mental ya tambaleante, en 1973 Kusama regresa a Japón y un par de años después toma la decisión de recluirse de forma voluntaria en un psiquiátrico. Su aspecto físico en esta época impresiona: ojos saltones, mirada extraviada, movimientos lentos, evidencias de estar bajo los efectos de una fuerte medicación. 

'Almas que subieron volando al cielo'. Colección de la artista.
Cortesía de Ota Fine Arts, Victoria Miro y David Zwirner YAYOI KUSAMA

Si Kusama fue un elemento excéntrico y nunca integrado en el pop americano, tampoco tenía una conexión clara con el japonés de la primera generación, poco conocida en Occidente, en la que destacan los pintores y diseñadores -muy influidos por lo psicodélico- Tadanori Yokoo y Keiichi Tanaami. La figura que internacionalizará el arte pop japonés en los años noventa será Takashi Murakami, cuyo lenguaje bebe del manga, como también sucede en el caso de Yoshitomo Nara y sus inquietantes niñas enrabietadas. 

Si durante los años sesenta Kusama había apenas despuntado en el panorama artístico, durante los setenta y los ochenta prácticamente desaparece del mapa. En estos años de profunda depresión hace un arte esencialmente terapéutico, sobre todo collages muy sombríos, en los que merodea la obsesión con la muerte. Es a partir de finales de los ochenta cuando se inicia una reivindicación de su figura. La exposición antológica de toda su carrera que organiza el CICA neoyorquino en 1989 es el pistoletazo de salida, que retomarán otros museos americanos de arte contemporáneo, como el de Los Angeles, que le dedica una muestra centrada en sus años neoyorquinos. 

'Bomba atómica'. Cortesía del Museo Municipal de Arte de Matsumoto. YAYOI KUSAMA

La consagración definitiva llega en 2011-2012 con una monumental antológica en la que participan cuatro museos de primera línea: la Tate Modern, el Reina Sofía, el Pompidou y el Whitney. Es en la estela de esa extraordinaria exposición que llega ahora la del Guggenheim Bilbao, en un momento en que se vive una suerte de fiebre Kusama que tiende a banalizar su figura. Su obra reciente es más colorista y resultona -sus enormes calabazas, sus omnipresentes lunares-, apta para selfies y turistas. Acaso ha perdido mordiente, pero no es la única artista que vive una vejez acomodada y plácida (bienvenido sea el razonable equilibrio mental que parece haber logrado) y no todos pueden permitirse, como Duchamp, optar por el silencio y dedicarse a jugar al ajedrez. 

Sin embargo, creer que Kusama es tan solo esto es como pensar que la obra de Louise Bourgeois se limita a sus enormes arañas en espacios públicos que la hicieron popular. Las Infinity Rooms de la artista japonesa, construidas a base de espejos y puntos de luz que van cambiando de color y generan una hipnótica y perturbadora sensación de infinito son impresionantes, a la altura de las propuestas del danés Olafur Eliasson, seguramente el escultor más importante en activo, cuyas obras son instalaciones transitables y envolventes. Una de las habitaciones de Kusama, la Infinity Mirroed Room-A Wish for Human Happiness Calling form Beyond the Universe, puede contemplarse en la muestra de Bilbao. Otra, una de las más grandes e impactantes, la Infinity Mirroed Room-Filled with the Brillance of Life, creada para la exposición de 2012, se sigue exhibiendo en la Tate Modern de Londres. Atrévanse a entrar.