El legado que el comunismo ha dejado en la arquitectura, una disciplina donde el único totalitarismo de izquierdas quiso proyectar toda su grandilocuencia vana, se asemeja, algo más de un cuarto de siglo después de su hundimiento, tras la caída del Muro de Berlín, a una poderosa distopía regresiva. Como sucede con las vanguardias, muestra un pasado concebido desde su origen como porvenir ideal. Está hecho con los restos de un futuro que se hizo viejo a la velocidad de la luz. Igual que el desengaño.
Su fascinación por el orden, la voluntad de innovación, los trazos rotundos y su intenso culto a una técnica que, ante nuestros ojos, hace decenios que quedó desfasada, produce, además de perplejidad, una fascinación extraña. Ante sus restos no sentimos la nostalgia de armonía que provocan los templos o los teatros griegos, ni tampoco la admiración (monumental) que causa la Roma clásica.
Su efecto es paradójico: por un lado, los grandes edificios del marxismo, igual que los atrios y sedes gubernativas de la arquitectura hitleriana, suscitan temblor y espanto; por otro, conservan una inexplicable seducción. Es cierto que, desde el presente, el urbanismo soviético parece una colección grotesca gestos excesivos y sin sentido, del mismo modo que la arquitectura decimonónica –esto es palpable en las repúblicas americanas tras su emancipación– convierte los edificios que expresan la fundación de los nuevos estados en descomunales cursilerías.
El brutalismo, un estilo arquitectónico que acostumbra a asociarse a la era soviética, por otra parte, no es monopolio comunista, sino una creación de época (de un tiempo que usaba las ciudades como altares sacrificales al Dios del hormigón en crudo) que caracteriza a muchas periferias europeas, en especial en el Reino Unido, cuya reconstrucción –véase el caso de Coventry– desmiente el mito del buen gusto inglés.
Lo que más asombra del experimento arquitectónico comunista es su fe –ciega– en la certeza de que, al levantar esos edificios o construir sus viviendas en serie, al componer esas plazas donde uno se siente diminuto, al mismo tiempo edificaban a un hombre nuevo. A una raza que sería indestructible. El tiempo, único dueño y señor de nuestras vidas, se encargó de desmentir aquel espejismo, pero en su génesis, vinculada a la elementalidad del movimiento moderno, que quiso hacer tábula rasa con la tradición burguesa y, pese a sus extraordinarios hallazgos, terminaría haciéndola con parte de la historia, se percibe esa ilusión del comienzo, aunque el final (del cuento) degenerase en una pesadilla con la forma de una cárcel a cielo abierto.
El periodista británico Owen Hatherley (1981), criado en el seno de una familia troskista de Southampton, ha escrito un ensayo, editado por el sello Capitán Swing, para intentar explicar esta fascinación que parte de lo abstracto –una ideología, la geometría, la imposición (forzosa) del dogma de la igualdad– y termina en lo concreto, en general como inmenso simulacro. Su libro es interesantísimo. Paisajes del comunismo es, a la vez, un tratado vivencial sobre las ciudades del antiguo telón de acero y un libro de viajes.
La tesis de partida es que, por lo menos en sus comienzos, la arquitectura comunista prolonga el sueño de la modernidad. Es exacto, aunque como el autor reconoce, cosa que le honra, tal aspiración se tornó muy pronto imposible. El urbanismo comunista es hipnótico pero también inhabitable porque, lo mismo que otros diseños de los modernistas tempranos, responde a un programa teórico ajeno a las necesidades humanas básicas. Todo está, en apariencia, previsto, pero nada funciona bien, salvo como decorado, parque de atracciones o un cartel de propaganda ideológica.
Hatherley, que ya exploró los modelos de vivienda social en Gran Bretaña en otro ensayo Militant Modernism (Zero Books), recorre el Este de Europa retratando la herencia y las influencias de la arquitectura soviética, concebida sin tener en cuenta el mercado y fruto de la mentalidad industrial. Lo que encuentra son inmensos barrios de bloques construidos en serie, palacios (del pueblo) fuera de escala e infinitos espacios públicos, concebidos más para las exhibiciones de masas que para ser habitados.
Rotundidad y vocación de eternidad. Tumbas de la historia, vías magistrales, distritos obreros. Y el contraste entre los escenarios totalitarios y la miseria (terrestre) que siempre se escondía en los callejones traseros. Como explica Hatherley, la utopía de la arquitectura soviética, cuyos modelos se replicaron en los paisajes agrestes de otras latitudes, como Cuba o Asia, produjo urbes intercambiables, donde lo nuevo envejecía rápido, entre otras razones por la baja calidad de los materiales y la ausencia de una política pública de mantenimiento.
Las catedrales del comunismo que han sobrevivido a su desaparición –espacios de recreo proletario, zonas de convivencia (vigilada)– son artefactos de diseño que nos hablan de un pretérito increíble. Un pasado que no sólo existió, sino que en su momento fue considerado el epítome de la modernidad. Toda una cura de humildad.Frente a la obstinación fundacional del comunismo, muchos de los países exsoviéticos, como Polonia, eliminaron sus cicatrices urbanas con elementos de su tradición histórica, como sucede en Varsovia, cuya reconstrucción sustituye la imposición comunista por una identidad basada en los estilos anteriores a la revolución.
Es una suerte de memoria fingida que trata de corregir –a posteriori– la desnaturalización causada por los arquitectos soviéticos. Cada imperio impone sus topografías. Y la conversión al capitalismo de los países de la órbita comunista no es una excepción. La homogenización occidental, por contraste, ha terminado convirtiendo en atractivas ruinas de hormigón los rastros del modelo soviético y chino, cuyos regímenes son los primeros que han fomentado la reinvención de su propia historia.
Hatherley viaja por el antiguo imperio soviético predispuesto a encontrar un sentido positivo a sus edificios y espacios públicos, aunque sabe discriminar entre la parte más interesante de esta ideología –los proyectos concebidos en los años veinte o el constructivismo ruso– y los excesos estalinistas, que sustituyeron la madera (material tradicional) por el hormigón.
El comunismo, al contrario que el nazismo, que por fortuna no pudo destruir por completo Berlín para, sobre sus cenizas, crear la Germania de Albert Speer, duró en la Unión Soviética siete décadas. No es que no tuviera, como sostiene ingenuamente el periodista británico, nacido ocho años antes del colapso, “tiempo para desarrollarse”. Es que su teoría difería por completo de su práctica, sin olvidar que un régimen que no tolera la libertad personal difícilmente podrá –y sabrá– crear ciudades amables.
Dejó, en cualquier caso, muchas obras memorables. Moscú, por ejemplo, todavía presume de su Metro, cuyas estaciones fueron concebidas como una sucesión de egregios palacios para el pueblo. Una obra magna de la ingeniería comunista. El Berlín Este aún conserva el bulevar Karl-Marx-Alle, donde permanece la sede de la antigua Stasi.
Pasear por sus edificios permite retroceder al siglo XX, experimentar cómo fueron las habitaciones del terror y descubrir, igual que los sonámbulos, que ese futurismo del pretérito derivó en artefactos como la gigantesca mole del palacio de Bucarest, un laberinto infinito en cuyo interior todavía hoy resulta imposible ocupar todo el vacío disponible. Donde aire ejerce una violencia silenciosa sobre el individuo. La Ciudad Potemkim, como escribiera Alfred Loos.