Pablo Juliá (Cádiz, 1949) llega con camisa impecable, blanca y con rayas, y el cráneo pelado. Camina lento, que es el ritmo de los elegantes. Y con esa misma tracción demorada va deshilando su vida según explica algunas de las instantáneas del libro Fotografía y palabra (Sílex Ediciones), donde recopila sus imágenes de la Transición y del descorche vital de los años ochenta y los noventa.
Según el caso, rinde o ajusta cuentas con unos textos breves, intensos, entre la rabia y la nostalgia, que le sirven para salpimentar un trozo del pasado más reciente de España. Durante la charla es fácil comprobar que a este hombre la memoria le funciona como un loro que, apoyado en el hombro, le soplase citas, fechas, datos, decimales de una vida difícil de abarcar. De vez en cuando la idea de la revolución se le balancea en el bigote. Dice que lleva tiempo dejando la fotografía. Y que es feliz.
–¿Fotógrafo o fotoperiodista?
–Me gusta mucho más la denominación de fotógrafo humanista, una mezcla de las dos etiquetas. Ahora que he revisado mi archivo con ocasión de la edición del libro, me he dado cuenta de que mi mirada hacia los personajes que he retratado no ha sido negativa, salvo que les tuviera mucho coraje. Por lo general, he pretendido sacar lo mejor de ellos, tratarlos siempre con toda la dignidad, especialmente si se ponían delante de la cámara los más vulnerables: el niño, la vieja, la familia sin hogar…
–Da la impresión de que en su trabajo conviven dos fotógrafos: uno, a veces cuel e irónico que se asoma a algunos de los episodios más relevantes de la Transición, y otro que es capaz de mirar con misericordia al niño que vende cigarros en el semáforo o a los gitanos que viven bajo un puente.
–Quizás tenga que ver con la educación cristiana que recibí. Por mucho que uno se declare ahora ateo o agnóstico, pertenecí de joven a la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), y esa experiencia me marcó mucho. Dio forma a mi carácter. Además, yo soy de los que piensan que lo que no hayas vivido a los quince o los veinte años puedes darlo definitivamente por perdido. Ten por seguro que ya no te va a pasar jamás.
–Ahora que menciona su educación católica, es un cura jesuita quien le trae de Japón su primera cámara fotográfica, una Yashica Minister D.
–Aquel sacerdote –que alguien ha identificado con el padre Loring, mi confesor durante el internado en el colegio de los jesuitas– descubrió que me interesaba el mundo de la fotografía y me la regaló. Estoy casi seguro de eso porque mi padre no la pudo comprar; nosotros estábamos a dos velas.
–Sin embargo, es un fotógrafo de maduración lenta, que hizo parada en otros muchos campos: el cine, el teatro, la literatura y, por supuesto, la política.
–Es una suerte que tuvo mi generación. A los catorce años leo La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa porque en mi casa estábamos suscritos al Círculo de Lectores y, desde ese momento, devoro todos los libros que caen en mis manos, desde Karel Kosík a Marta Harnecker, que son una cosa dura. Íbamos mucho al cine y llegué a dirigir el cineclub universitario en Sevilla. También hice teatro con la compañía Esperpento, con Alfonso Guerra, con José María Rodríguez-Buzón… Toqué todos los palos. Poco después conozco a Felipe González, quien me lleva a Bellavista, su barrio, a ver cómo parían las vacas.
–Su actividad política le llevó en dos ocasiones a la comisaría y le expulsaron de la Universidad de Sevilla.
–Nunca fui malo. Y eso que a mí me sacan como si fuera un criminal de Capitanía General, donde realizaba el servicio militar gracias al enchufe de mi tío, un teniente general, y me mandan a la base General Menacho, en Badajoz. Recuerdo que, años después, el rey emérito me preguntó en una visita al RACA 14 [el acuartelamiento del Regimiento de Artíllería 14 en Sevilla] dónde hice la mili y, cuando se lo dije, me miró y respondió: “¡Joooder, otro rojo!”.
En aquellos años era muy exagerada la represión, pero no soy victimista. Pienso que, si no llega a ser por todo lo que ocurrió, a lo mejor me hubiera pasado toda la vida poniendo sellos como funcionario del Instituto Nacional de Previsión. Creo que, al final, todas las crisis por las que pasé acabaron jugando a mi favor. Suele suceder así: si vas contra la vida, te puedes hacer mucho daño.
–Cuando le expulsan de la Hispalense se marcha a estudiar a Barcelona. ¿Qué descubre allí?
–Barcelona era Europa. ¡Qué nivel! La comida, el ambiente, la vida… Kiko [Veneno] y yo nos presentábamos por libre, por lo que pasamos allí un mes y medio durante tres cursos, del 71 al 73, creo. Nos hospedábamos en una pensión en la calle Aribau, número 20. Recuerdo que a él se le salían los pies de la cama y no podíamos cerrar la puerta de la habitación. Quería estudiar Historia del Arte en Sevilla, pero en Barcelona hice Historia Moderna y Contemporánea por influencia de mi primo, Santos Juliá. La carrera no me sirvió de mucho, pero sí tengo que agradecerle que me diera el background para entender de qué iba la sociedad y la política. Con todo, mis devaneos políticos terminaron poco después...
–Tengo entendido que dejó la política por recomendación expresa de Felipe González.
–“Tú no tienes puñetera idea de política. Dedícate a la fotografía”, me soltó. Y, de verdad, siempre le agradeceré esas palabras.
–¿Para usted, Felipe González es una figura tutelar?
–Aprendí mucho con él. Tenga en cuenta que, cuando llego a Sevilla, tengo diecisiete años y él, con veinticinco, ya había terminado la carrera. “Ustedes, los socialdemócratas, estáis engañando a la clase trabajadoras”. Fue una de las primeras cosas que le suelto a la cara y, nada más oírlo, se parte de risa. Sinceramente, me ganó por la risa. Nos hicimos muy amigos. Por un lado, me daba fuerte; era duro conmigo. Por el otro, me cuidaba. Podría que decir que él fue para mí más padre que mi padre, con el que nunca llegué a entenderme.
–Para dureza, sin embargo, la del Manuel Fraga: “Es usted un gran fotógrafo y un gran hijo de puta”, le dijo.
–Mi respuesta fue: “Viniendo de usted, señor Fraga, es todo un halago”. Le tenía mucho aprecio porque nos daba mucho juego a los fotógrafos, casi tanto como la Transición, que fue un periodo muy fotogénico.
–Vivió la Transición en primera línea. Su trabajo es un testimonio fundamental para conocer el PSOE en la clandestinidad y el proceso autonómico andaluz, entre otros episodios. ¿Qué piensa cuando ahora se cuestiona el tránsito de la dictadura a la democracia en España?
–No ha habido, a mi juicio, una reflexión seria y profunda sobre la Transición. Había entonces una tolerancia entre unos y otros: Fraga se veía con Carrillo y Suárez se reunía con Felipe… ¿Qué es lo que hicimos mal cuando hoy somos incapaces de hacer algo parecido? La Transición buscó la centralidad política en un país que no la tenía. Se hizo un esfuerzo que no veo ahora por ningún lado.
–Quería preguntarle por la mal llamada foto de la tortilla…[la imagen donde salen en un almuerzo campestre los dirigentes del PSOE que conquistaron el poder en 1982]
–De verdad, odio esa fotografía. Estoy hasta los cojones de ella… [amplia carcajada].
–Ya sé que ha contado en infinidad de ocasiones las circunstancias de esa instantánea que plasma hacia 1974, en un ambiente distendido, a los líderes del PSOE que llegarían al poder años después, pero me interesa más cómo esa instantánea se convierte en símbolo tras permanecer guardada en un paquete de café…
–Sí, es cierto. Había olvidado completamente esa fotografía hasta que un día Manuel Chaves me llama para decirme que alguien en Madrid le estaba pidiendo una imagen que sirviera para ilustrar qué hacían los socialistas en la clandestinidad. Su mujer [Antonia Iborra] tenía una copia en papel de la instantánea. Recuerdo que se la había dado porque aparece embarazada de su hijo Iván, y es ella quien sugiere que podría encajar en ese propósito: mostrar la vida de los futuros líderes de la izquierda en España. No sé quién la bautizó como la foto de la tortilla, pero acabó por convertirse en un símbolo.
–César Lucas, otro de los grandes fotógrafos de la Transición, ha llegado a afirmar que sólo conservaba el 1% de su trabajo. ¿Cómo es su caso?
–Tuve la suerte estar solo en la edición andaluza de El País y, en consecuencia, conservo mi archivo en su totalidad, salvo algunas carterillas que se quedaron en el periódico. De todas maneras, siempre he creído que Cartier-Bresson tenía toda la razón cuando dijo que un fotógrafo tiene diez imágenes buenas en su vida. Todo lo demás te arropa, sirve de contexto, pero buenas, buenas, son diez.
–¿Cuántas fotografías buenas tiene usted?
–Tendré dos y, sinceramente, no sé cuáles son… [risas].
–Pero esa valoración, en la mayoría de las ocasiones, se le escapa al autor, ¿no?
–Por supuesto. Ahí está mi fotografía de Felipe, apoyado en el coche… No es una instantánea espectacular, pero qué ocurre: está tomada en 1969, él ni siquiera es aún Isidoro [su nombre en la clandestinidad]m y por ahí anda su sobrina Natalia, quien parece que acaba de salir de El grito de Munch… Quiero decir que son muchas las circunstancias que dan valor a una fotografía y, a veces, no tienen nada que ver con sus cualidades, digamos, artísticas.
–¿Por qué ha decidido en su libro por acompañar las fotografías con breves textos?
–No creo que una imagen valga más que mil palabras. Depende, a mi juicio, del contexto. De ahí que parezca importante explicar aquello que se puso delante de mis ojos, detenerme en las claves de su tiempo, revisar lo que viví desde el presente. Es una sensación increíble: ver desde hoy una imagen del pasado. Supongo que también tiene que ver en esta propuesta mi educación, muy vinculada a la palabra, y mis años de trabajo en El País, en el que entonces se cuidaba mucho la palabra.
–Su diagnóstico sobre el periodismo es terrible: “El oficio se muere”.
–El oficio se está muriendo, sí. Y tiene mucho que ver con algo que pienso que quizás sea un poquito cursi que tiene que ver con Parménides y Heráclito, pero me vas a dejar que te lo cuente: la fotografía es la esencia. Si la imagen es buena, si es muy buena, vamos a escribirle un buen texto, una novela si hace falta. Fíjate que pasaron ocho años para que la foto de la tortilla pudiera salir. Cuando yo veía, con catorce años, las fotos de las piernas de Marilyn en la revista Time me duraban semanas en la cabeza. Sin embargo, qué poco importa ahora la esencia de las cosas. Todo fluye a tremenda velocidad. En el siglo XXI hemos perdido el valor referencial de una fotografía que te da la clave de lo que está pasado. Sólo importa el movimiento.
–Pero quedan fotografías que sacuden conciencias. Recuerdo, por ejemplo, la imagen del cuerpo sin vida del niño sirio Aylan en una playa de Turquía, la voluntaria de la Cruz Roja que abraza a un senegalés tras llegar a nado a España, las instantáneas de la pandemia de Emilio Morenatti…
–Está claro que hay imágenes que perduran en el tiempo, pero no en los periódicos, donde se quieren resolver páginas y no existe una preocupación por la fotografía. De hecho, los fotógrafos están desapareciendo y han surgido los hombres orquesta: escriben, tiran fotos, graban un vídeo… Hace diez o quince años, veía un quiosco de lejos y podía adivinar cuál era mi periódico por la fotografía de la portada. Hoy, sinceramente, creo que me resultaría imposible.
–También es crítico con la fotografía digital, a la que acusa de faltarle emoción.
–Sí, pero la utilizo. Creo que la pasión que ofrecía el relevado, esa magia, se ha perdido, pero la fotografía digital tiene muchas ventajas, entre ellas, la económica. También es cierto que ha convertido en fotógrafos de relumbrón a gente que no tiene ni idea qué es el diafragma, el obturador…
–Ha sido profesor en la Facultad de Comunicación de Sevilla y, durante varios años, estuvo al frente del Centro Andaluz de la Fotografía (CAF). ¿Qué valoración social tiene hoy la fotografía?
–Ahora se valora mucho la fotografía de arte, aunque me da mucho coraje que los fotógrafos se llamen artistas. No lo somos. Por otro lado, sí es cierto que se cuidan más los archivos, aunque nos queda mucho trabajo. Llevamos muchos años de retraso con Europa. A ver qué pasa con el Centro Nacional de la Fotografía de Soria. ¿Será capaz de reactivar el oficio? No lo sé. Ojalá, aunque tengo mis dudas.
–¿Qué fotografía le queda por hacer?
–La vida te pone una historia delante de tus ojos todos los días. Me siento muchas veces un extranjero. Conservo aún esa capacidad de extrañamiento que está en el origen de mi pasión por la fotografía. Y, por el momento, ahí sigo, pero a mi rollo, tranquilo, disfrutando de la vida.