La Fama clásica era una diosa tremendamente cotilla que no distinguía entre el renombre y el escándalo. De hecho, necesitaba ambos para motivarse. Una vez motivada, nos cuenta Hesíodo, no había quien la parase. Hermen Anglada Camarasa cultivó su favor y lo consiguió en vida. Influyó en Picasso y Kandinsky, compartió elogios con Klimt y estuvo en la vanguardia con Bonnard, Matisse y Vuillard. ¿Por qué el futuro no le ha conservado la cota de popularidad que alcanzó en la época?¿Podría darse la paradoja de que el control sobre su propia carrera, lejos siempre del escándalo tanto artístico como personal, le volviese menos memorable? ¿O es que la evolución posterior del arte ha hecho que su estilo parezca hoy demasiado epitelial?
Si la bohemia se define por la falta de preocupación por el día de mañana, Anglada cuenta como el menos bohemio de una generación que lo era mucho. En su legado se conservan desde los recibos de las primeras lecciones de francés hasta las fotos que usaba para pintar (parte importante de su proceso creativo) y los contratos de un artista que era su propio marchante.
El éxito parisino fue resultado más del trabajo de la hormiga, a partir de su llegada en 1894, que de la improvisación de la cigarra. Tomó clases de día en la Academia Julian (donde se habían formado también los nabis) y de noche en la Academia Colarossi, de la que después fue profesor. En torno al comienzo del nuevo siglo había terminado de encontrar ese lenguaje propio, entre el decadentismo y las innovaciones expresionistas, que le puso de moda en todo el continente.
En la muestra del MNAC, los nocturnos de la capital francesa, las marinas bretonas, o, al fondo de la sala de exposiciones, las figuras de La Sibila y la Granadina, dan testimonio de las cualidades que cautivaron a la Europa de la Belle Époque. Anglada Camarasa adoptó la pincelada libre del posimpresionismo y con ella hacía circular la luz para fijarla después en un empaste denso, los arabescos de Gustave Moreau y el cromatismo personal de los nabis y los fauvistas. En su caso, no se trataba ya tanto de una expresión subjetiva de emociones como de componer armonías coloristas y matéricas. El drama de baja intensidad del demi-monde de París, con su entonces novedosa luz eléctrica, dejó paso pronto a las escenas levantinas y a las figuras de mujer inspiradas por los ballets rusos de Diaghilev.
Apoyo de los intelectuales
Cuando estalló la primera guerra mundial, sin embargo, la búsqueda de la belleza ya no era la prioridad. Las vanguardias, para enojo del pintor barcelonés, no solo habían acelerado la carrera a la oficina de patentes. También había quien proponía ponerse al servicio de la supuesta purificación bélica, de la revolución, o simplemente romper con el arte del pasado, y hasta con el arte a secas, siempre reprochándole su pérdida de conexión con la realidad.
Anglada reaccionó adoptando un género, el del paisaje, que dependía aún más de una verdad estética objetiva. Y sin embargo, qué intensa es la conexión con la realidad en sus cuadros de la época, aunque solo sea con ese criterio nostálgico. Cómo la mezcla de parches de luz y sombras coloreadas que el impresionismo dejó a sus herederos, voluntarios o no, se defiende en el lienzo con la simple evidencia de que una pincelada fuera de lugar, o un tono mal elegido, terminaría en un instante con su poder de convicción. El paisaje de Mallorca, donde se trasladó al empezar el conflicto, fascinó al pintor barcelonés de tal manera, junto al bodegón de flores, que sus amigos temieron que dejase la pintura para dedicarse a la jardinería. De ambos tenemos buenas muestras en Los almeces de Bóquer y el Jarro de dalias.
En cualquier caso, Anglada Camarasa quedaba ya tan lejos del frente bélico como del artístico, aunque siguiera en plena forma creativa, cuando la huida de París y de la guerra interrumpió su carrera continental. En España casi llega el escándalo tan esperado por la Fama, a cuenta de los nacionalismos de un lado y otro (que siempre le vinieron pequeños), pero ni siquiera aquí terminó de estallar. Después del éxito de la exposición de Barcelona, la de Madrid contó también con el apoyo mayoritario de los intelectuales del momento, los Azorín, Baroja, Galdós, Marañón, Ortega, Unamuno, Valle-Inclán y compañía. A partir de los años veinte, el artista se dedicó a una tardía expansión anglosajona que le dio buenos réditos hasta el estallido de la siguiente guerra, la civil.
Un inmenso placer
Esta vez, buscó refugio en Montserrat, donde siguió practicando el paisaje. La vista de la montaña presente en la sala fue la excelente elección que hizo para llevarse un trozo de su país, enrollado bajo el brazo, al exilio francés, del que no regresó hasta finales de los cuarenta (el propio Felipe II se fue de este mundo con una vela dedicada a la Virgen Negra en las manos y, tal vez, con el recuerdo del mismo paraje en la cabeza).
Resulta muy loable que el MNAC haya celebrado la donación de los archivos organizando esta muestra. Un museo de arte contemporáneo hubiera hecho pasar los documentos por contenido artístico en sí mismo y nos hubiese exigido, como en el cuento, admitir que el rey está vestido. El centro barcelonés lo ha vestido de verdad, espléndidamente, con dos retratos de su maestro Moragas, 14 de sus pinturas, dos dibujos y otros tantos de Picasso. Por otra parte, demuestra que la operación triunfo de Anglada Camarasa no dejó de rendir frutos. Tal vez en su justa medida. Delante de pintores demasiado célebres tendemos a pensar que, si algo nos aburre, es por culpa nuestra. A Anglada lo podemos mirar alguna vez con dudas, que es como se mira el arte antes de convertirse en póster, y solemos llevarnos en premio un inmenso placer. No es poco.
Confiemos en que algún día se organice esa retrospectiva ideal que con tanto cuidado preparó en su Cuaderno azul, con los cinco apartados en que quería dividirla: figura, paisajes, flores y frutos, noches de París y estudios.
Entre sus figuras también hay un bestiario muy personal. Los tres cuadros de caballos son maravillosos. En uno de ellos, aparecen bajo la lluvia. En otro, con iluminación nocturna. En el tercero hay una cabeza a base de puro impasto, aplicado en idas y venidas bien visibles, que conservan a la vez el peso y hasta el aliento del animal, consumando el milagro de crear algo que es y no es a la vez. El caballo de Schrödinger. La repetida acusación de superficialidad virtuosista me recuerda siempre la cita con la que voy a terminar. Anglada no practicaba el ilusionismo de Sargent o Sorolla, pero tenía una forma propia de ejercer su imperio sobre el color, la luz y la materia. Por eso, tanto como a ellos, le convienen las palabras de uno de los mejores críticos actuales cuando se refiere a la capacidad de la pintura para mostrarnos de forma eficaz la piel del mundo sensible. Hablando de John Singer Sargent, se pregunta Sebastian Smee: "¿Acaso no es posible que, en cierta manera, el virtuosismo, combinado con una cierta despreocupación, sea en sí mismo una forma de profundidad?"
Una pregunta cuya respuesta bien vale una visita a Montjuïc.