En los recurrentes debates sobre la abolición o la regulación del comercio carnal suele publicarse las opiniones de los legisladores, a veces se da voz también a las trabajadoras sexuales, pero rara vez se da voz a los clientes. (Que no están muy interesados en manifestarse, claro). Y menos aún se los ha fotografiado. Es lo que precisamente ha hecho durante largos años Cristina de Middel (Alicante, 1975), que fue distinguida con el Premio Nacional de Fotografía en el año 2017 y que actualmente es presidenta de la agencia Magnum. En su libro Gentleman’s Club, objeto ahora de una exposición en el Palau de les Comunicacions de Alicante, De Middel ha reunido cien fotografías de "clientes" de la prostitución en su entorno, y las acompaña, en página opuesta, con unas breves declaraciones de cada uno.
De Middel vive en Brasil. Yo conocía ya otros trabajos suyos que la han hecho célebre cuando la conocí el otro día, en Alicante; y también había leído una entrevista en la que, hablando sobre su trabajo como fotógrafa y documentalista, decía una frase lapidaria: “No me interesa hablar de mí o de la menstruación, sino de violencia y refugiados”. Me pareció un a priori muy sensato, y muy oportuno, sobre todo en momentos de cierto derrape conceptual.
Así me explicó su proyecto, su Gentleman’s Club: “Tradicionalmente, la prostitución ha sido explicada por los medios de comunicación con fotografías centradas sólo en una mitad del negocio. Yo he intentado dar visibilidad a ese otro 50%. En el mes de junio de 2015 puse un anuncio en un periódico de Río de Janeiro pidiendo a clientes de prostitutas que posaran para mí, a cambio de dinero. Mi intención era, en primer lugar, ver quiénes eran esas personas, y en segundo lugar invertir los papeles del negocio, ya que al aceptar mi trato ellos estarían vendiendo también parte de sí mismos. La respuesta fue masiva”.
De Middel extendió el trabajo, durante años, a una docena de ciudades: Kabul, Amsterdam, Bangkok, La Habana, Lagos, París, etcétera. El libro reúne una selección de los hombres que aceptaron el trato que ella les proponía, o sea, dejarse fotografiar, en su casa, y mostrando o no el rostro (si aceptaban mostrarlo cobraban más). A cada uno de ellos les preguntó Cristina por su experiencia, su historia personal y sus motivaciones, y sus explicaciones figuran en una ficha lacónica que acompaña a cada imagen.
Más humanos y sentimentales
Traduzco dos de esas fichas, elegidas al azar. Una, la de este cliente en Kabul: “Samim estaba aburrido y soltero cuando decidió visitar un lugar donde dos hermanas proporcionaban sexo a cambio de dinero. Tenía que llevar una sandía en la mano derecha y un melón en la izquierda para demostrar que era un cliente, y no la policía. Antes de que tomasen el poder los talibanes, iba siempre que le sobraba dinero. Le costaba 1.500 afgnis 30 minutos o 4.000 afganis toda la noche. Dice que tener novia es más caro porque también hay que pagar, tienes que pagar por todo, pero el sexo es mejor porque hay amor y no tienes miedo de que alguien te descubra”.
Dos, el testimonio de un tal Michael, de 40 años, que vive en Amsterdam y ahora tiene novia: “A los 14 años Michael fue llevado a un burdel por su padre para perder la virginidad. Fue como un ritual y recuerda que se sintió feliz de hacer que su padre se sintiera orgulloso de él y de entrar en una nueva etapa de su vida. Empezó a ir cada vez que tenía dinero e incluso viajó a destinos de turismo sexual, pero ahora tiene novia y ya no lo necesita porque a ella también le gusta el sexo. Cree que una de las razones por las que no hay violaciones en Holanda es porque la prostitución es muy accesible. Sin duda iniciaría a su hijo como su padre hizo con él”.
En fin, cada historia es diferente, personal, y al mismo tiempo común. El mercado del sexo es muy distinto según el país, pero los informes, picados a máquina, son todos del mismo orden y de la misma frialdad glacial. Sólo los clientes de París se muestran un poco más humanos y sentimentales y hablan de las mujeres con las que han tenido trato en un sentido no exclusivamente utilitario. Claro que eso no quiere decir nada. Las fotografías son técnicamente excelentes, como era de esperar, y un documento antropológico y cultural llamativo, diríase que disruptivo, como la contraseña de Samim para que le abriesen la puerta en el burdel: el melón y la sandía.