La primera vez que llegué a Madrid, a finales de los años 80, lo primero que hice, después de dejar la maleta en un apartotel, fue tomar otro taxi e ir al museo del Prado. Era por la tarde, a esa hora en que, según el chiste, en Madrid “o estás asistiendo a una conferencia, o la estás dando”. En el taxi sonaba la voz campanuda de Francisco Umbral, que me hizo entrar en situación: “Me parece”, me dije, “que estoy realmente en Madrid.” En el auditorio del Prado daba una conferencia Julio Caro Baroja, a quien yo admiraba (y me sobraban los motivos). Estaba allí, tras el micro, en carne y hueso, con su bigote blanco y su pajarita. Sin necesidad de consultar un papel, habló de uno de los hermanos Argensola (los poetas), recitó uno de sus poemas, que le llevó a un excurso sobre los conquistadores en América, y de ahí derivó al teatro del siglo XVII en las corralas, y de ahí… tocó mil temas al albur caprichoso de su asombrosa erudición. Dejó a la audiencia impresionada.
Cuando acabó su conferencia, se sentó, y en su lugar otro señor que le hacía compañía en el escenario se levantó y se acercó al micrófono. Era mayor, vestido de negro, con barba blanca, parecía un sabio de "Las aventuras de Tintín”. Se puso a hacer el elogio del conferenciante: “Qué maravilla de conferencia acaba de pronunciar don Julio Caro Baroja. Fíjense, ha empezado hablando de Argensola, luego ha recitado un soneto, y ha derivado hacia los conquistadores de indias…” y así, entre elogios y zalemas, aquel sabio cuyo nombre ignoro fue repitiendo, casi literalmente, casi palabra por palabra, la conferencia que acabábamos de oír. Aquello no se acababa nunca. Todos rebullíamos nerviosos en los asientos. Ya eran las nueve. Por qué no se callaba. Finalmente, volviendo en sí, en un arrebato de lucidez, dijo que sería pretencioso y absurdo imitar la sabiduría excelsa de don Julio Caro, y por tanto callaría de inmediato, pero no quería hacerlo sin desear “que se dé pronto a las imprentas tan galana exposición”.
Retratística romántica
Toda la conferencia de don Julio Caro fue una gozada pero esta frase de su escudero me encantó y es la que recuerdo. “¡Dese pronto a las imprentas tan galana exposición”! Entre eso y la voz campanuda de Umbral en la radio del taxi tuve clarísimo que estaba en Madrid, en el Madrid barroco y retórico. Cada vez que vuelvo al auditorio del Prado recuerdo aquella tarde de 1987. Allí asistí ayer a una conferencia del modisto Lorenzo Caprile, que creo que es bien conocido entre los aficionados a la moda, por sus trabajos que le han dado una excelente reputación, y sobre todo por sus colaboraciones con la casa Real y por sus apariciones televisivas. Se vio que también es erudito en historia y moda. Como conferenciante tiene mucho encanto su actitud dubitativa, como si demasiadas ideas le pasaran a la vez por la cabeza y no estuviera seguro de cuál empezar a exponer primero. Caprile iba y venía del atril para consultar alguno de los libros de documentación que llevaba, para leer alguna cita, algún párrafo que respaldase sus afirmaciones. Parece que en informática no está muy ducho, pero disponía de una ayudante que a un gesto suyo se acercaba al ordenador y apretando una tecla pasaba las proyecciones en la pantalla. Fue una velada muy instructiva y entretenida, y en adelante la recordaré cuando vuelva a ver, sea en la sala 61 del Prado, sea reproducida en algún libro, la obra que Caprile deconstruyó detalladamente, la obra emblemática de las colecciones del siglo XIX en el museo, que es La condesa de Vilches, el espléndido retrato de Amalia de Llano, pintado en 1853 por Federico de Madrazo e insignia de la retratística romántica española.
Al visitante de esa sección del museo le interpelan el color intensamente azul del vestido de la condesa, y su pose ligeramente coqueta, sonriente y atractiva, que denota, explicó Caprile, una complicidad y quizá un amor platónico con el pintor, como era entonces habitual en las clases favorecidas. Madrazo, pintor de corte de Isabel II, estaba adscrito a éstas gracias, también, a la alta cotización de sus retratos.
Amalia de Llano (Barcelona, 1821-Madrid 1874) iba a veces por la noche a cantar a casa de los Madrazo, que celebraban soirées en sus salones, propias de aquella época y aquella clase. Era hija de un burgués barcelonés muy adinerado gracias a una concesión de aduanas y su participación en varias compañías, elevada a la aristocracia al casarse con Vilches, que a los pocos años fue ennoblecido como conde. Amalia era una de las mujeres más hermosas del Madrid isabelino y también una persona culta, bien relacionada con la intelectualidad de la época, actriz en las representaciones que organizaba en su mansión –donde solía reservarse el papel protagonista—, aficionada a la literatura y autora de dos novelas, tituladas Ledia y Berta, que tratan sobre amores entre damas y caballeros de alta clase, que publicó bajo el seudónimo de Condesa de ***.
La renuncia del varón
Hasta entonces la tradición del retrato tendía a la pose hierática, para subrayar la distinción aristocrática del personaje retratado, en la línea de los pintores como Pantoja de la Cruz. Así son muchos de los retratos que pintó Federico de Madrazo, pero esta composición que nos ocupa es excepción, más moderna en cuanto a encuadre, más cercano y acusado --quizá por la influencia de los primeros retratos fotográficos, que empezaban a difundirse ilustrando las tarjetas de visita-- y por la pose, más relajada, emocional y ligeramente pícara, con ese abanico de plumas, además, que es un detalle desconcertante, probablemente no casual, pero no se sabe a qué alude.
Era 1850. En la estela de los cambios introducidos por Napoleón, que impuso la uniformidad de todos los cuerpos de su ejército y el uso general del pantalón –relegando la “culotte”, el pantalón hasta debajo de la rodilla, característico hasta entonces de las clases altas--, en esa época, y en las décadas inmediatamente precedentes, 1820-1850, se produjo lo que Caprile llama La gran renuncia, o sea la renuncia del varón a todas sus prerrogativas indumentarias, casacas, plumas, colores, cosméticos, etcétera para vestirse de oscuro dando una imagen austera, seria, de persona centrada en el trabajo, imagen de varón generadora de confianza y conservando como único capricho el sombrero de copa, más alto o más bajo. Es una estética que se ha mantenido hasta hoy.
Simpatizante de Isabel II
A la mujer se le reservaron todas las fruslerías y los adornos, a cambio de que se mantuviera al margen de las cosas serias. Esto era consecuencia de la moral burguesa consustancial a la revolución industrial, que comenzó por lo textil; y con ella, para incitar al gasto en tela, la crinolina –o miriñaque, una estructura ligera con aros de metal para mantener huecas las faldas de las damas de alta sociedad—y los volantes. Es también el origen del nacionalismo catalán como grupo de presión de los fabricantes textiles para imponer el canon proteccionista que encarecía los tejidos ingleses y franceses, que eran mejores y más baratos…
Caprile sabe qué clase de tela viste la condesa de Vilches: es un tafetán “glacé” que desapareció del uso, entre otros motivos, porque producía un ruido característico y notorio al andar. El peinado de la condesa en diadema, a base de trenzas, común a todas las mujeres de alta sociedad de la época, lo puso de moda la emperatriz Sisí, que tenía devoción por su larga y tupida cabellera. El escote es el de tipo más favorecedor y el mejor para lucir joyas –la condesa de Vilches, que era muy querida y admirada en la sociedad madrileña, no necesitaba lucirlas y en el retrato lleva muy pocas, revelando también la naturalidad de su trato con el artista--, pero limitaba mucho los movimientos de la mujer, que entre el escote y la crinolina quedaba casi literalmente aprisionada. El chal, de tafetán blanco, es del modelo llamado “salida del teatro”. Finalmente la intensidad del color tiene también un sentido político: el azul era el distintivo de la causa borbónica, y al lucirlo Amalia manifestaba su simpatía por Isabel II.
En fin, todo esto lo dijo Caprile y sería absurdo que yo ahora lo repitiese. Sólo me queda desear que se dé pronto a las imprentas tan galana exposición. (La suya, quiero decir). Pensaré en todo esto la próxima vez que vea el cuadro, el retrato de la condesa de Vilches, que ahora con todos estos conocimientos recién adquiridos me cae mucho más simpática y la encuentro francamente encantadora. Tenía 32 años cuando posó para Madrazo. Por lo demás, entre Julio Caro Baroja y Lorenzo Caprile me parece que se va dibujando una pauta interesante que conduce al auditorio del Prado, pauta cuyo sentido por ahora es secreto pero que estoy seguro de que me será revelado cuando asista a la próxima y tercera conferencia. Te mantendré informado, lector.