Nápoles y el Renacimiento español
El Museo del Prado arroja luz sobre los artistas españoles que, a comienzos del XVI, asimilaron en la ciudad del sur de Italia la revolución artística emprendida por Rafael, Leonardo y Miguel Ángel
14 diciembre, 2022 19:30Unos están llamados a hacer la Historia; otros, los más, a completarla. En la primera categoría están Miguel Ángel, Leonardo y Rafael, envueltos aún en brumas inexpugnables, con sus cadáveres hechos a la medida de nuestra admiración casi cinco siglos después. Pertenecen a la tribu dorada de la pintura y la escultura, y sus rastros se suelen disparar hasta el extravío. Mucho de lo que queda de ellos es asombro, leyenda en marcha, una excitación de formas que, a menudo, termina por devorar lo que de eco tuvieron en otros sus creaciones, enclavijadas a la maniera moderna del arte del Renacimiento.
A intentar poner en claro la influencia de los tres grandes maestros en un momento concreto –los años iniciales del siglo XVI– y en una geografía singular –la ciudad de Nápoles– se dirige la nueva exposición del Museo del Prado Otro Renacimiento, abierta hasta finales del próximo mes de enero. Se trata de alumbrar cómo en aquel peculiar ecosistema los artistas españoles Pedro Fernández, Bartolomé Ordóñez, Diego de Siloe, Pedro Machuca y Alonso Berruguete se empaparon del nuevo lenguaje acuñado en Roma y Florencia, y luego extendieron sus fórmulas por los dominios de la Monarquía Hispánica.
“Sin esa experiencia napolitana, el Renacimiento español sería muy distinto”, ha afirmado, muy ilustrativamente, Miguel Falomir, director de la pinacoteca madrileña. De ahí que la muestra se detenga en escudriñar en las primeras décadas del Quinientos, difuminadas generalmente por los logros de la siguiente centuria, con Luca Giordano y José de Ribera como principales ejecutores. Como resultado de esa novedosa prospección han surgido setenta y cinco obras de altísima calidad producidas por pintores y escultores patrios que se instalaron en la capital partenopea tras su incorporación en 1504 a la Corona de Aragón.
Parece como si las piezas ahora localizadas y reunidas para esta exposición vinieran a apuntalar el juicio lanzado por el escritor e historiador Benedetto Croce en su ensayo España en la vida italiana del Renacimiento (1917, publicado por primera vez en castellano en 2007): “Cuanto de español había en Italia, particularmente en Nápoles y en Roma, se reavivó y difundió en los primeros años de aquel siglo y España parecía invadir Italia no sólo con sus armas, sino con todo su espíritu nacional, superando la tradición, las costumbres y hasta la misma cultura italiana”.
En los inicios del siglo XVI, en el momento del tránsito a la corona de España, Nápoles tenía entre cien mil y ciento cincuenta mil habitantes, y era la ciudad europea más poblada después de París. Muy relevante era también su desarrollo cultural: en la corte de los monarcas aragoneses se reunieron muchos humanistas italianos –Lorenzo Valla, Antonio Manetti y Antonio Beccadelli, entre ellos– y allí, también, se fundó la primera Accademia d’Italia, más tarde llamada Pontaniana, dando lugar a una peculiar forma de “humanismo monárquico”, distinto del “civil”, propio de las ciudades del centro de Italia.
Pudo nacer, por tanto, una cultura de sello original, fundada en el prestigioso legado de los antiguos, revivido en los escritos de los literatos de la Corte, reelaborado y puesto a disposición de la sociedad de su tiempo, que ejerció un profundo influjo en el mundo europeo, proponiendo una nueva función para los intelectuales laicos, desvinculados de la Iglesia, consagrados a la sombra del rey a la reflexión política, social, jurídica y cultural, así como a la comunicación de las razones del soberano y a la construcción de un aparato de gobierno que tuvo su símbolo más rotundo en el palacio-fortaleza de Castel Nuovo.
La nueva situación creó las condiciones propicias para la llegada y el asentamiento en Nápoles de artistas ibéricos, ya activos en otras regiones italianas, que encontraron allí espacio para ejercer sus habilidades ante el menor número de competidores y el viento a favor de la política. Uno de los más enigmáticos es el artista anónimo conocido como el Maestro del Retablo de Bolea, de quien se exponen algunos de los trabajos que realizó para la Colegiata de Santa María Mayor de la citada localidad aragonesa y un breviario que contó con su intervención donado por un religioso napolitano a Fernando el Católico hacia 1506-1507.
Otra figura destacada es Pedro Fernández de Murcia, quien empieza a dar noticia en sus trabajos del uso de la perspectiva, la naturalidad de los personajes y el estudio de las emociones empleadas por Leonardo o, más tarde, de la monumentalidad del Miguel Ángel de la Capilla Sixtina y las amplias y elaboradas composiciones de Rafael en la Estancia de la Signatura. Estos influjos se perciben, de forma sobresaliente, en la tabla que se exhibe de San Blas, adquirida por el Museo Nacional de Cataluña en 1986 y que procede de un retablo realizado para la iglesia napolitana de San Gregorio Armero.
Con todo, según los rastros recogidos en la exposición Otro Renacimiento, el periodo de mayor florecimiento artístico coincidió con el gobierno del virrey Ramón Folch de Cardona entre 1509 y 1522. En esos mismos años llegó a Nápoles una obra original de Rafael con destino a la iglesia de San Domenico Maggiore, la Virgen del pez, causando un gran impacto entre los artistas locales, que inmediatamente la tomaron como modelo hasta convertir esa pintura en la piedra angular de una escuela napolitana cimentada sobre la obra del genio nacido en Urbino.
Ya a finales de la segunda década del Quinientos se extendió una versión más inquieta y expresiva del estilo rafaelesco, una vez más estimulada por la estancia de un artista español destinado a un futuro brillante, el toledano Pedro Machuca, gran dibujante, pintor de pocos pero exquisitos cuadros y futuro arquitecto del Palacio de Carlos V en Granada. De su producción se ofrecen algunos excepcionales ejemplos, como la Sagrada Familia, de la Galleria Borghese, y El descendimiento de la cruz y La Virgen y las ánimas del purgatorio, ambos del Museo del Prado, que sitúan a su autor como una de las firmas más destacadas del manierismo italiano.
De igual modo, en ese torbellino también destacaron los escultores Diego de Siloe y Bartolomé Ordóñez. Después de conocer en Florencia y en Roma las obras maestras del arte nuevo del Renacimiento, ambos desarrollaron un estilo original que combinaba la poética de los afectos de Leonardo con la gracia de Rafael y la fuerza expresiva de Miguel Ángel. Basándose en estas enseñanzas, Siloe y Ordóñez crearon soberbios altares y sepulcros al estilo antiguo, donde a la calidad de ejecución de sus artífices se sumaba la excelencia y la perdurabilidad de los mármoles de Carrara, tan estimados por los humanistas napolitanos.
Luego, ya de regreso a la Península Ibérica, estos artistas se convirtieron en los embajadores del arte nuevo que se había forjado en las ciudades italianas. Machuca trabajó entre Granada, Jaén y Toledo y se consagró como el principal abanderado de Rafael en el territorio hispano. Ordóñez se instaló en Barcelona, Siloe desarrolló su actividad entre Burgos y Granada y Alonso Berruguete, muy activo en Valladolid, acabó por imprimir a sus figuras un carácter visionario que las sitúa entre los principales logros del arte europeo del siglo XVI. Todos procedían de Nápoles, la cuna del Renacimiento en España.