Tendemos a creer, erróneamente, que asistimos a las exposiciones artísticas sobre todo por curiosidad hacia lo que allí se nos vaya a mostrar, lo que allí vayamos a descubrir. Y desde luego eso tiene importancia, pero la verdad es que si vamos a la sala, a la galería, al museo, no es tanto por la obra cuanto por el placer de ponernos en ese estado de atención despierta, de observación concentrada, de contemplación sin interés particular que la vida corriente no nos ofrece muchas ocasiones de provocar. Casi estaría por decir que vamos al museo, si vamos, para encontrarnos con nosotros mismos, o con una variante poco frecuentada de nosotros mismos. El que presta atención a algo, el que mira y escucha con intensidad algo determinado, suele descubrir otras cosas inesperadas. A veces, cuando se trata de una retrospectiva, o de una amplia selección del trabajo de un artista a lo largo de su vida, como en el caso de la fotógrafa Ilse Bing (1899-1998) en la Fundación Mapfre de Madrid, asistimos no sólo a los frutos de una carrera lograda sino también a un proceso histórico.
A Ilse Bing la hemos descubierto un poco demasiado tarde, cuando ya conocíamos la obra de los fotógrafos de Bauhaus o de Cartier-Bresson, de manera que sus escenas callejeras en el París de los años 20, plasmadas desde ángulos a veces rebuscados y escorzos efectistas, como por ejemplo las imágenes desde dentro de la Torre Eiffel, son muy meritorias pero no "originales", no sorprendentes. Espero no ser injusto con una artista tan honesta y competente y que por cierto tuvo en vida mucho éxito. Desde luego a Ilse se le ve una mirada personal, pero en el fondo no muy lejana a la de otros fotógrafos hoy muy conocidos de la época. Sin embargo es una fotógrafa de excelente calidad, el blanco y negro de su leika es suntuoso, sus autoretratos ante el espejo, con la cámara entronizada como un robot en lo alto de su trípode metálico, al lado de su propio rostro femenino con los ojos desorbitados y en expresión de concentrada seriedad, dan una singular impresión de orgullo y de soledad, de humanidad profunda. Hizo una serie de retratos de escritores de su época, todos ellos con un rostro noble, que transparenta sensibilidad y voluntad, las manos a veces posadas sobre la máquina de escribir, que dejan una impresión melancólica, pues nadie conoce esos nombres que leímos en las cartelas (Retrato del escritor ….) y ya no recordamos, y seguro que se tomaban su peculiar oficio con tanta seriedad como nosotros el nuestro.
Me gusta Ilse Bing. Nació en Alemania, en el seno de una acomodada familia de comerciantes judíos de Frankfurt. Siendo una joven estudiante, primero de física y matemáticas, luego de historia del arte y arquitectura, casualmente cayó en sus manos una cámara de fotos, comprendió que sabía sacarle muy buen partido, y una vez terminados los estudios se centró en aquella nueva, inesperada vocación. Anduvo diez años en la vanguardia parisiense, haciendo fotografía tanto artística como comercial, hasta que los nazis llegaron y ella y su marido, también judío, fueron internados en sendos campos de internamiento en el sur de Francia. Más adelante le explicó a una documentalista alemana en Nueva York: “Lo llamaban campo de internamiento porque no nos maltrataban, pero yo lo sentí como un campo de concentración. Estar separada de mi marido, no saber dónde estaba, no saber qué estaba pasando en el mundo... Era tan degradante. Yo siempre llevaba conmigo una hoja de afeitar. Estaba decidida a no dejar que los nazis me internasen. Antes me hubiera quitado la vida. Pero una puede aguantar mucho más de lo que crees. Era peor de lo que podías imaginar, pero podía soportar más de lo que hubiera creído posible”.
Visitas, a la hora de comer
Su marido logró liberarla, asumiendo grandes riesgos, y emigraron a Nueva York, donde fotografió los rascacielos de Manhattan y donde vivió el resto de su vida, hasta los 99 años. Dice el comisario de la exposición que su obra del periodo americano es más “fría” que el trabajo que hizo en París. Es posible. Ya había realizado, en 1934, para la modista Schiaparelli, la que me ha parecido, junto con sus autorretratos y los retratos de escritores que he mencionado, su mejor fotografía. Una imagen para anunciar el perfume Salut, a base de esencia de flores de lirio, en el que el rostro de una joven y elegante modelo descansa recostada sobre un lecho de lirios como si se hubiera sumido en una letargia sensual provocada por las refinadas emanaciones del perfume.
Claro que aunque el perfume y la foto se llamen Salut, según cómo lo mires, la modelo parece hundida en un ensueño provocado por el opio. O por el erotismo. O por la muerte, ya que en los velatorios los muertos suelen estar tumbados en el ataúd abierto rodeados de ramos de flores. Me recordó el óleo Ofelia del pintor prerrafaelita John Everest Millais. Y también la foto, tan insoportable e inolvidable, que le sacó Lee Miller a la hija suicida del alcalde de Leipzig, en el despacho de su padre, en 1945. El día que fui a la Mapfre había demasiada gente en las salas. Es mejor, para la visita a cualquier museo, elegir una hora en que no acuda tanta, y esa hora suele ser las dos de la tarde, cuando todo el mundo está comiendo.