Escritor de ficción y crítico de arte. Autor de títulos como Varados en Río, Luz de fuego (Anagrama), Segunda Parte (Pretextos) o de ensayos sobre arte como El misterioso caso del asesinado del arte moderno (Wunderkammer) o Visto y no visto (Machado libros), donde reúne artículos publicados en las dos décadas que lleva dedicándose a la crítica artística con la voluntad de encontrar el lenguaje apropiado para dar a conocer el arte contemporáneo.
–Novelista y crítico de arte. Desde esta doble vertiente nos avisa de que el arte no es literatura. ¿Es frecuente cometer el error de interpretar el arte contemporáneo como si fuera una obra literaria?
–Durante el siglo XX, Duchamp, entendido como bisagra, como el gran padre y brujo del arte del pasado siglo, hizo posible que se produjera un cambio radical en la concepción del arte: posibilitó el desplazamiento de un arte basado en lo visual a uno basado en lo conceptual. A mí me interesa mucho el arte del siglo XX, el arte conceptual y el presupuesto de que cualquier cosa puede ser arte. Suscribo totalmente la idea que deriva de todo esto, de que la atención hay que ponerla en la idea tanto como en la forma, pero soy consciente de que conlleva un gran riesgo: puede llevarnos a ocuparnos solamente de un arte meramente intelectual cuando el lenguaje y, sobre todo, la experiencia artística no son exclusivamente intelectuales.
De hecho, la experiencia artística tiene mucho de sensorial y esto es lo que diferencia el arte de la literatura. La manera en la que apreciamos un poema o una novela no es la misma con la que apreciamos una obra artística o, por lo menos, no debería serlo. Por tanto, vel riesgo que corre el arte contemporáneo es precisamente que nos acerquemos a él como si fuera un libro, leyéndolo y explicándolo, buscándole un sentido narrativo, en lugar de apreciarlo con los cinco sentidos, no solo con el intelecto. Usándome a mí mismo como sujeto del experimento, creo que el riesgo que corremos los escritores es el de pensar el arte contemporáneo en los mismos términos con pensamos la literatura y, más en concreto, la novela.
–¿Es quizás esta intelectualización del arte contemporáneo lo que lo ha alejado de cierto público que asegura no entenderlo?
–El arte de cualquier época, no solo el contemporáneo, el de nuestra época, se ha enfrentado a su supuesta incomprensión. Esto se debe a que una de las misiones del arte es la de poner en circulación valores nuevos y, por definición, un valor nuevo necesita un público nuevo que se sienta apelado, que lo comprenda. El arte siempre ha creado su público. Cada vez que se ha propuesto un arte nuevo ha nacido con él un nuevo público. De ahí que el arte contemporáneo quizás aleje a algunas personas, pero también trae otras nuevas.
Ahora que estoy en Londres me ha sorprendido ver cómo los centros de arte contemporáneo están llenos de gente joven, más joven de la que te puedes encontrar en circuitos similares en otros países europeos. Esto demuestra, que se está creando ese nuevo público. Lo que sucede es que hay diferentes tipos de arte para diferentes formas de aproximación. Hay personas que lamentan que el arte contemporáneo se haya convertido en algo que requiere explicación, mientras que otros disfrutan con él y no tienen paciencia o gusto para plantarse delante de un pintura y apreciar sus matices.
–En su anterior ensayo, El misterioso caso del asesinato del arte moderno, señalaba que Duchamp había ampliado el concepto del arte. En esta ocasión, hablando de Dora García, se pregunta cómo se debería definir su trabajo. ¿Nos faltan términos para hablar del arte contemporáneo?
–Totalmente. De hecho, diría que la idea central del libro es precisamente esta. Cada época tiene su arte y cada arte tiene su lenguaje. Probablemente, el arte de nuestro tiempo no ha encontrado el lenguaje con el que hablar sobre sí mismo para un público amplio. De hecho, por culpa de la crítica y de la teoría del arte el lenguaje artístico se ha vuelto excesivamente hermético y críptico, cuando, en mi opinión, mucho del arte que se está haciendo ahora no es de por sí críptico, todo lo contrario. Pienso, por ejemplo, en lo que hace Dora García: su arte es, por decirlo de alguna manera, muy de a pie de calle. Ella emplea actores que se pasean por los pasillos de la feria e interactúan directamente con los visitantes. Es un arte que interpela de forma muy directa al público, cogiéndole de la mano y hablándole.
Y, sin embargo, se vuelve incomprensible porque, quizás, lo que falla en la cadena de transmisión es un lenguaje que se utiliza para comentar y hablar de esa obra. Evidentemente no es la artista quien comete este fallo, puesto que no son los artistas quienes deben explicar su trabajo, que se explica solo. El fallo reside, como decía antes, en la crítica, en la teoría u en el periodismo cultural… En esos intermediarios que se han apropiado de un lenguaje hermético y autorreferencial.
–Aparentemente, se hace difícil no caer en este lenguaje…
–El libro es una recopilación de artículos, no fue escrito ex profeso. Y espero que en él se plasme el esfuerzo sostenido a lo largo de los veinte años que llevo dedicándome a encontrar un lenguaje adecuado para el arte contemporáneo, un lenguaje claro y que, a la vez, sea artístico. Recuerda que Wilde definía al crítico como artista y, en parte, estoy de acuerdo: no quiero entrar en la polémica de sí la crítica es arte o no, pero de lo que no tengo dudas es de que es una tarea creativa que requiere de voluntad estética y comunicativa.
–Esto me lleva a pensar en Susan Sontag, a la que dedica las últimas páginas de su ensayo, y su concepto de lo camp.
–El camp, concepto que tuvo sus quince minutos de fama allá por los años setenta, era la respuesta a la eterna pregunta sobre cómo encontrar la individualidad en la era de la comunicación de masas. La construcción de una individualidad singular es, al fin y al cabo, el objetivo del dandy, figura que aparece, justamente, cuando se uniformiza la manera de vivir en las sociedades occidentales. Es entonces cuando el dandy, a través de su gusto exquisito y de su imagen particular, intenta distinguirse. Esto es lo que hace Duchamp, que coge un objeto cualquiera, banal, y mediante una serie de operaciones lo convierte en obra de arte. En general, podríamos decir que el arte contemporáneo es una respuesta a esa ansiedad que nos produce la uniformidad.
–Una uniformidad que los artistas intentan rehuir haciendo de sí mismos una obra.
–Efectivamente. Los artistas hacen de sí mismos verdaderas obras de arte. No es algo nuevo. Miguel Ángel construyó un personaje de sí mismo y esto mismo hizo el poeta Lord Byron. Lo que sucede es que no había la conciencia de ahora ni tampoco los medios de comunicación de masa de los que ahora se aprovechan los artistas. Esto tiene que ver con lo que hablábamos antes, con el dandismo y con el deseo de diferenciarse, más aún en un tiempo en el que todos nos parecemos y todos consumimos lo mismo. Ya lo decía Warhol cuando afirmaba que una lata de Cola-Cola es siempre una lata de Coca-Cola, la misma para todos.
–Y como la Coca-Cola, estos artistas –de Warhol y Mappelthorpe– terminan siendo absorbidos por el sistema: pasan de ser singulares a ser mainstream.
–Esto siempre ha pasado. Léon Blum, el inventor del dandismo, ya afirmaba que un dandy es una persona que, salida de la clase media, usa su gusto y su ingenio para auparse. El dandy nunca ha tenido una función justiciera. Nunca fue un equilibrador social. Es alguien que enuncia los mecanismos de la sociedad, pero no para repararlos, dado que nunca fue un revolucionario. Simplemente es un medidor de por dónde van los tiros de la sociedad a la que pertenece. Piensa en el arte duchampiano: no es un arte de denuncia social, sino que es un arte que enuncia los principios que rigen una sociedad concreta. Lo mismo podríamos decir de la obra de Warhol: en cuanto lo que él hace, cuando retrata por el ejemplo las latas de la sopa Campbell, es mostrar las tendencias dominantes de su época. El juicio político lo ponemos nosotros, no él.
–Es interesante ver cómo Warhol, al construir un personaje, borra sus orígenes.
–Warhol es, a este respecto, una figura apasionante. Y el dandismo tiene algo de neurótico en cuanto, cuando uno se convierte en icono, se van desdibujando sus rasgos personales, incluso para uno mismo. Warhol tenía las dos Factory en el centro de Nueva York, que eran puntos de encuentros y, luego, tenía su casa, que se parecía mucho a su subconsciente: era un espacio cerrado a cal y canto al que no acudía nadie y que reflejaba todos sus deseos de respetabilidad blanca, anglosajona, protestante…. Su casa estaba llena de muebles chippendale, muchos sin desembalar, de los que se tuvo consciencia tras su muerte y que mostraron esa otra parte de Warhol que el mantenía escondida, cerrada a cal y canto. Como decía Freud, lo reprimido termina por volver.
–En su libro habla de esos artistas que se convierten en una marca registrada.
–Desde Mappelthorpe hasta el presente es muy tentador el hecho de convertirse en marca y repetir siempre lo mismo. Esto es algo que ya se le reprochaba a Giotto o a Botticelli, que tenía mala fama en Florencia porque se le acusaba de usar siempre la misma receta, dibujar lo mismo gracias al equipo que trabajaba para él. Se le reprochaba que no hiciera él todos los encargos que tenía, que los delegase en sus colaboradores. Esto es lo mismo que se les reprocha a tantos otros artistas actuales, que no hacen sino repetir hasta la náusea una fórmula que se ha revelado de éxito. En arte todo es lícito. Hay gente a la que le interesa este tipo de artistas y los compran, así que algo debe haber ahí que vale la pena estudiar. Si Damien Hirst hace unos cuadros de lunares sin mayor intención, la gente los compra. Lo único que cabe hacer es estudiar qué fenómeno se produce, qué hace que estos cuadros se conviertan en signos de estatus y, por tanto, en objeto de interés.
–Dedica unas páginas a Eva Hesse, de quien dice que fue una artista que, a pesar de morir joven, fue precursora sobre todo por su trabajo con el cuerpo.
–Antes los cambios de tendencia se medían por siglos. Posteriormente se midieron por décadas y, ahora, por esta aceleración en la que vivimos, los medidos por años. De ahí que estos artistas que fallecen jóvenes, como Eva Hesse, encarnan un mito romántico. Si el dandy del siglo XIX se ha reencarnado en una serie de artistas del XX, el mito romántico del joven que fallece pronto encuentra también su correlativo en nuestra sociedad. Y no es de extrañar que suceda, porque los arquetipos siempre se repiten. Ahí está el del joven brillante que se consume en una sola llamarada. El lema vive deprisa y deja un bonito cadáver no solo no nos es ajeno, sino que lo aplicamos a muchos de esos artistas que se consumen demasiado pronto y que siguen despertando nuestro interés. Al fin y al cabo, belleza, juventud y muerte son conceptos que nos siguen pareciendo atractivos y seguimos creando mitos de este tipo y no solo en el arte. Piensa en Janis Joplin, Jimi Hendrix, Amy Winehouse…
–No hay que olvidar a Basquiat.
–Sin duda. Un artista joven que muere pronto y que deja en el aire aquello que puede haber llegado a ser: un ideal de perfección, un ideal que proyecta la propia muerte en términos retrospectivos. La vejez, por el contrario, no hace posible ningún ideal de perfección. Todos conocemos artistas y escritores que con la edad pierden los papeles, se repiten, decepcionan… En cambio, el joven que fallece pronto no hace sino pervivir una figura trágica, perfecta, que no ha tenido tiempo de repetirse.
–David Hockney parece ser la excepción: con casi cien años, sigue pintando.
–A propósito de esto, el otro día comentaba que mientras los escritores suelen producir sus mejores obras en su mid-carrer, es decir, entre los cuarenta y los sesenta años, los directores de cine suelen hacer maravillosas últimas películas. Se podría hacer perfectamente un ciclo sobre las últimas películas de los grandes directores: Wilder, Buñuel…Por alguna razón, el arte también da vejeces muy brillantes y prueba de ello es Hockney, cuya última producción sigue siendo muy interesante. Quizás, la literatura sea la disciplina donde la caducidad es más temprana. Salvo Penelope Fitzgerald, no se me ocurren nombres de escritores que hayan brillado en sus ochenta años.
–¿Cree que la literatura y, más en concreto, la novela no ha dado tantos pasos adelante como el arte? ¿Es o ha sido más conservadora?
–Yo hablaría solo de la novela, sobre todo si hablamos de España, un país muy apegado a la tradición realista en el que de la misma manera que se confunde arte con pintura se confunde también literatura con narrativa. Y la literatura incluye la poesía y, a lo largo del siglo XX, los poetas no pudieron ir más lejos. También es cierto que hay limitaciones propias del medio. La pintura puede innovar de muchas maneras, pero siempre tiene que tratar con una serie de invariantes. No puede dejar de ser pigmento aplicado sobre un lienzo. A la narrativa le pasa algo similar: puede experimentar y variar hasta volverse un juego meramente fonético o conceptual. Cuando Pérec se sienta en una terraza de Saint-Sulpice y se pone a escribir potencialmente hasta el infinito todo lo que ve entramos casi en el terreno de la performance. Lo que quiero decir es que con la narrativa se pueden trastocar las reglas hasta que se disuelve. Y esto es así por las limitaciones físicas, materiales y ontológicas de las que no podemos salir.
–Y, ¿en qué situación nos encontramos ahora?
–Según Hegel las sociedades pasan del magna inicial al logos, del logos al autoconocimiento y del autoconocimiento a su extinción, que es el momento en el que estamos ahora. Para Hegel, una sociedad cumpliría su función cuando se vuelve, por suerte o desgracia, completamente autorreferencial. Y en estas estamos. De hecho, a lo largo del siglo XX, el objetivo ya no es el conocimiento del mundo exterior sino el autoestudio y no hemos salido de aquí. Por esto, la repetición constante. Seguramente no estamos viviendo un momento particularmente heroico. Fue mucho más estimulante el año en que comenzaron a ver la luz los primeros cuadros cubistas, pero esta es la época que nos ha tocado vivir: autorreferencial y repetitiva.
–Dedica varias páginas a la fotografía. ¿Qué supuso su aparición para el arte del siglo XX?
–En un primer momento desde la pintura se piensa la fotografía como un arte literal y se considera que ha llegado para reemplazarla. Y es precisamente esta situación lo que lleva a la pintura a repensarse y a los artistas a buscar nuevos caminos, porque de lo que se trata es de hacer algo que la fotografía no pueda hacer. Hay pintores maravillosos que plasman la realidad visible, pero la fotografía lo consigue hacer igualmente y además en pocos segundos. De ahí que la reproducción del mundo visible, es decir, la idea de pintura como arte retiniano ya no tenga mucho sentido y se busquen nuevos campos de experimentación. En cierta medida se podría decir que la fotografía favorece la aparición de un arte más conceptual y menos mimético, al mismo tiempo que la propia fotografía se va alejando del mero mimetismo y, en tanto arte que es, comienza también a experimentar y a plantearse como expresión artística conceptual. En otras palabras, la fotografía llega para cambiar radicalmente el paradigma de las artes visuales, como pasó en la Florencia del Quattrocento con la aparecieron las leyes de la perspectiva, que modificaron radicalmente la manera de observar y reproducir el mundo visible.
–No quiero terminar sin preguntarle sobre la manera en la que se opone el valor simbólico del arte con el valor comercial. ¿El mercado infla los precios de obras cuyo valor estético es inferior?
–Los artistas son como los canarios en las minas: te avisan por dónde van los tiros de una sociedad. La obsesión por un artista que se vuelve marca tiene que ver con nuestra obsesión como sociedad por los logotipos y los nombres comerciales. Yo no me puedo permitir un Damien Hirts, pero, mientras te digo esto, miro a mi alrededor y veo que tengo cosas de marca, y eso que me considero una persona poco obsesionada con ellas. Pero si damos un repaso a nuestro ropero nos daremos cuenta de que los logotipos se han colado en nuestra vida. Cabe preguntarse qué ha pasado en nuestra mente para que, sin darnos cuenta, terminemos identificándonos con unas zapatillas Adidas.
Volviendo al arte, el mecanismo es el mismo: las obras artísticas son la mercancía privilegiada, son la mercancía que simbolizan el estatus y el poderío económico del comprador, cuyos gustos se reflejan a través de las piezas que compra. Adquirir arte es una forma de distinguirse, no solo en términos estéticos, sino sobre todo en términos económicos. Antes de afirmar la estupidez que implica gastarse millones por un Damien Hirst hay que mirar bien a quien lo hace, porque probablemente lleva un reloj de marca o se habrá comprado un determinado coche por la manera en que este hablaba de él. No es justo pedirle al arte que sea distinto a la sociedad a la que pertenece, como tampoco podemos pedirles a los artistas que sean puros mientras nosotros no lo somos. El arte nos habla de su tiempo, es una herramienta de conocimiento porque está estrechamente vinculado con los mecanismos de producción de la sociedad a la que pertenece. En otras palabras, el arte es creación y síntoma de la sociedad donde se produce.