A quinientos metros del Círculo de Bellas Artes está el Museo del Prado, que es uno de los museos más importantes del mundo, y donde la entrada cuesta quince euros. Pagas quince euros, visitas el Prado y ya puedes morirte, si te da por ahí, ya que has visto lo mejor que en el mundo se puede ver.
Es mucho más cara la entrada a Hergé: The Exhibition –exposición en el Círculo de Bellas Artes, ramplona ya desde el mismo título: Vamos a ver: ¿Tanto os hubiera costado llamarla Hergé: La Exposición? O, puestos a elegir un idioma extranjero, ¿no sería mejor Hergé: L’exposition, ya que Hergé era belga?
Aunque en realidad esto ni siquiera es una exposición: es un “blockbuster” sacacuartos. Si el lector quiere llevar a sus hijos para que se introduzcan en el imaginario de Tintín, queda advertido de que ahí se va a encontrar sólo pescado de piscifactoría, y encima viene precocinado, y no se ha invertido ni una pizca de talento para contextualizar y explicar el “caso Hergé”, lo que significó, por qué fue tan importante para varias generaciones y lo que todavía significa.
Mejor ahórrese el gasto. Mejor, si acaso, sería regalarles a esos niños algunos álbumes de Tintín, que se venden a seis euros en la cercana Feria del Libro Antiguo y de Ocasión y también en el Rastro. En el Círculo, financiado en parte por el ayuntamiento y siempre necesitado de hacer caja, lo que se ha podido hacer mal se ha hecho mal. Empezando por el cohete de Objetivo la Luna que han instalado en la calle de Alcalá. Es pequeñajo. Chaparro. Cutre. La falta de dimensión le quita toda la gracia. Más que un cohete parece un llavero. Y mejor no mencionar la nula actividad cultural en torno a la expo ni la cachaza con que se ocupa de la difusión la señora Sofía García.
Son, quizá, las consecuencias de buscar ingresos como sea y de entregarle la programación a Sold Out (nombre que no engaña sobre su propósito resultadista con tufo ultraliberal); todo está mal colgado, todo apretado, y resulta funerario y cutre.
Y mira que era fácil: disponiendo del material procedente del museo Tintín –dibujos, páginas, bocetos, fotografías, anuncios publicitarios--, bastaba con hacer algo parecido a lo que hizo Juan Bufill en 1984 en la exposición que comisarió para la Fundación Miró de Barcelona: ni siquiera tenía documentos originales pero tenía frescura y vitalidad y establecía relaciones entre el mundo de Tintín, la creatividad local y los visitantes.
Ahora son otros los parámetros. Ahora se prefiere hacer una política de “grandes nombres”, tutankamones con los que embobar a incautos y fetichistas. “Experiencias inmersivas” en el mundo de Dalí, etc. El resultado, en el caso que nos ocupa, es un glacial panteón para Hergé, un Valle de los Caídos.
Las amenazas
Y es lástima porque él fue un artista en lo suyo y una persona interesante, trabajadora y siempre intentando entender mejor el mundo, como se desprende de las Conversaciones con Hergé de Numa Sadoul (ed. Juventud), o la biografía de Pierre Assouline (ed. Destino), fuentes de información imprescindibles para comprender su vida y su obra; o incluso de mi propio ensayo en El canon de los comics (ed. Glénat), libro que escribí a medias con Ramón de España, y del que puedo decir que la mitad está muy bien. La mitad del libro es estupenda. (Según me dice R. de E., él está de acuerdo con esta valoración, aunque creo que discrepa en cuál es la mitad buena y bien escrita, y cuál la penosa, la perezosa y patética).
Creo –pero no estoy seguro, y no dispongo del libro para comprobarlo-- que en ese ensayo conté el episodio más conmovedor, por lo menos para mí, sobre la vida de Hergé. Lo voy a contar aquí ahora otra vez. Tuvo lugar durante la segunda guerra mundial, en el año 1944, justo después de la liberación de Bruselas.
Hergé vivía con su mujer, en el campo, en una casa peligrosamente aislada, cerca de Bruselas. Tenía motivos para estar asustado, porque durante la ocupación había seguido dibujando para Le Soir, un diario colaborador con el ejército invasor, había incluido algunas referencias antisemitas y antiamericanas en el álbum, por otra parte extraordinario, La isla misteriosa, y ahora le habían detenido cuatro veces, se le denostaba en la prensa, y algunos exaltados amenazaban con ajustarle las cuentas.
Cierto día las amenazas se hicieron más preocupantes y angustiosas. Llamaban a su casa por teléfono, y colgaban sin decir nada. Por la noche llamaron a la puerta. Hergé abrió, tembloroso. Y resultó que no eran los vengadores, sino Edgard Pierre Jacobs, su amigo y colaborador, el autor de los curiosos, operísticos álbumes de Blake et Mortimer, y responsable de mejorar sustancialmente, con su documentación, sus meticulosas ambientaciones y su magistral dominio del color, las segundas versiones de El cetro de Ottokar, de Las siete bolas de cristal y de otros álbumes de Tintín.
La amistad
Aquella noche, “casualmente” Jacobs llevaba un recio bastón. Explicó a Hergé que “casualmente” le habían entrado ganas de dar un paseíto por el campo, y ya de paso había, “casualmente”, decidido acercarse a saludarle.
Hergé le hizo pasar al salón. Jacobs, sin soltar el bastón, se quedó allí toda la noche, bebiendo té y conversando con Hergé sobre tebeos y sobre toda clase de temas, pero sin pronunciar ni una sola palabra sobre por qué demonios estaba allí. Al amanecer, viendo que estaba todo en calma, se desperezó, consultó el reloj, dijo “caramba, qué tarde se nos ha hecho”, y que ya era hora de volver a casa.
Décadas después Hergé, todavía conmovido por el recuerdo de aquella noche, se la contó a Sadoul. Hergé falleció en 1983 y Jacobs en 1987. Y si sigo contando, ahora aquí, esta pequeña historia de lealtad, es que las buenas acciones, igual que las malas, no se consumen en el acto y se olvidan, como a veces podemos creer, sino que se proyectan hacia el futuro. Ésta en concreto tiene casi ochenta años y sigue irradiando su mensaje, su ejemplo de valor, de amistad y de discreta dignidad.