Las fotos, tan comentadas, e incluso tan admiradas, de Boris Johnson en El Prado, observando meditabundo el retrato de Felipe II y el de Carlos V por Tiziano, fotos que son la apoteosis del kitsch o de la cursilería cultural, me han hecho recordar una escena de La inmortalidad de Kundera --a mediados de este mes de julio Marta Rebón va a presentar en Mallorca, en el marco del festival Atlántida Film Fest, el único documental que se ha hecho y se hará sobre el escritor checoslovaco.
En 1981, recién elegido (¡por fin!) presidente de la República, rodeado de cámaras de televisión y de soldados en uniforme de gala y en posición de firmes, Mitterrand, vestido con un largo abrigo negro y sosteniendo ostentosamente en la mano una rosa roja, camina, grave y solemne, hacia el Panteón de los muertos ilustres y deposita solemnemente sobre la tumba de un héroe la roja flor… asegurándose de que los fotógrafos lo pillan por el buen perfil.
La escena del flamante presidente solo ante la Historia, constituye una secuencia de gran atractivo plástico, de gran fuerza teatral y televisiva (que es lo que quería aquel viejo zorro de Mitterrand), y es la típica que --de forma parecida a las calcualdas apariciones lacrimógenas, en su día, de Lady Di; o como ahora, durante la cumbre de la OTAN en Madrid, el paseo “solitario” de Boris Johnson por el Prado-- hace las delicias del vulgo necio, que admira la hondura y espiritualidad de su amo.
Pero en cambio Kundera, que tiene muy afilado el sentido crítico, se parte de risa ante la solemnidad y las pretensiones del presidente Mitterrand con su flor en la mano, y esa página burlona y lúcida de La inmortalidad se hace inolvidable.
Y a propósito: Vera, la esposa del novelista checoslovaco, cuenta en À la recherche de Milan Kundera, de Ariane Chemin, una anécdota especialmente graciosa, dadas las circunstancias: “…durante una cena en el Elíseo. Mitterrand ya estaba muy enfermo. En la mesa éramos una decena, y Milan estaba sentado a su derecha”. En el menú había ostras, un marisco que Kundera detesta. “Milan, usted se las va a comer por mí”, ordenó Mitterrand. “A mí el médico me las tiene prohibidas, pero por lo menos podré observar cómo disfruta usted, y así tendré un poco la impresión de que yo también las estoy disfrutando”.
Así que el escritor se tuvo que zampar en silencio cinco o seis de aquellas ostras que le repugnaban… Y como La inmortalidad se publicó años después de esta velada, y de la muerte de Mitterrand, no sería extraño que la escena del Panteón, en la que el novelista desnuda la grandeur del presidente socialista y la reduce a una teatralización kitsch y bajamente sentimental del poder, fuese, a conciencia o inconscientemente, lo que podríamos llamar una rencorosa “venganza de las ostras".
Populista y trapacero
Recuerdo, como vengo diciendo, a Mitterrand con su abrigo negro y su rosa roja, solemne y ridículo, cuando veo las fotos y las filmaciones de Boris Johnson en el museo del Prado: se aparta de los demás masters of the Universe, líderes de la OTAN, y deambula, cuidadosamente despeinado y desgarbado, con las manos a la espalda, por la primera planta de la venerable pinacoteca, contemplando las obras maestras de Rubens y deteniéndose, pensativo y admirativo, ante el imponente retrato ecuestre del emperador en Mühlberg, obra de Tiziano.
La verdad es que ya me chinchaba la idea de que esa pandilla de presidentes ultrajasen con su presencia el Prado, donde voy a veces. Que, además, ese líder populista y trapacero, que postula meter a los inmigrantes ilegales que tras mil vicisitudes logran llegar a sus malditas islas en unos aviones y enviarlos al África Ecuatorial (hay que ser miserable, no, lo siguiente); que celebra a escondidas fiestas cutres a base de queso y vino conculcando el confinamiento que ha impuesto a su pueblo y encima dice que eran “reuniones de trabajo”; que rompe cínicamente los tratados con la CE recién firmados… Que un ser así contemple, meditabundo, las obesas Tres Gracias de Rubens y las representaciones del poder de Carlos por Tiziano, afectando inclinaciones artísticas… vaya y pase, el mundo está lleno de impostores y actorzuelos.
Pero que encima la prensa española se admire y deduzca de esas imágenes un simpático signo de sensibilidad y un motivo de empatía, ¿no es para entrar en paroxismos de rabia ciega? ¿No es para ir inmediatamente al Prado, pertrechados con sopletes, y prender fuego a ese retrato de Carlos V? O mejor, al museo entero.
Así lo hubiera hecho, desde luego, el conde de Benavente, quien, obligado por Carlos V a alojar en su castillo toledano al duque de Borbón --guerrero francés felón que en la batalla de Pavía “más que valiente, feroz, / gustóse en ver prisionero / a su natural señor”--, se sometió, como buen vasallo, aunque lleno de repugnancia, a la voluntad de Carlos. Recibió al duque, le brindó la más exquisita hospitalidad.
¡Pero en cuanto el duque se fue, prendió fuego a su propio castillo, considerándolo irremediablemente infamado por el huésped despreciable! Así por lo menos lo cuenta, en los melodiosos versos de su romance Un castellano leal, el duque de Rivas.
“Aun hoy unos viejos muros / del humo y las llamas negros, / recuerdan acción tan grande / en la famosa Toledo”. Profanado el Prado por la presencia de Boris Johnson, ¿no dan ganas de emular al conde de Benavente?