Reconozco que nunca he conseguido verle la gracia al comic japonés. Crecí con los clásicos norteamericanos (Flash Gordon, el Príncipe Valiente y demás), con los iconos de la escuela franco-belga (Tintín, Blake & Mortimer o Astérix) y con los tebeos de la editorial Bruguera (dibujados por gente como Vázquez, Ibáñez o Ambrós). Dragonball o Naruto me pillaron mayor y nunca entendí muy bien qué pretendían contarme. O lo entendí, pero no me interesó lo más mínimo, que es lo más probable. El boom del manga me pilló con el paso cambiado mientras arrasaba entre niños y adolescentes, aunque hay que reconocer que los japoneses consiguieron algo que los occidentales no habíamos logrado nunca: atraer al público femenino y al colectivo gay, cuyos miembros podían disfrazarse de princesa exótica en las convenciones sin que ningún gañán de su clase les partiera la cara.
El triunfo del manga ha sido tan innegable como imparable, aunque su descuido del lector adulto haya sido manifiesto. Junto a los norteamericanos de súper héroes, los tebeos japoneses son hoy los más vendidos en el mercado español y en el de la mayoría de países de occidente, mientras el comic de autor para adultos debe conformarse con unas ventas misérrimas. Partiendo de esa premisa, no me ha costado nada tenerles el mismo asco a los mangas que a las historias de hombres con mallas. Con una excepción, la de uno de los poquísimos dibujantes japoneses que optó por abordar el género desde una perspectiva adulta que pagó muy cara, pues nunca fue una estrella del manga (un amigo editor le visitó hace años en Tokio y lo encontró ocupando una vivienda modesta en un barrio más bien cutre), Yoshihiro Tatsumi (Osaka, 1935--Tokio, 2015), de quien acaba de publicar en España la editorial Satori Mundo perdido, una serie de historias de los años 60 hasta ahora inéditas entre nosotros.
Condición humana
Descubrí a Tatsumi a principios de los años 80 gracias a la difunta revista El Víbora, cuya editorial reunió en un álbum algunas de sus historias bajo el título de Qué triste es la vida (1984). Tatsumi se había inventado un subgénero del manga al que bautizó como Gegika y que consistía en esquivar la fantasía (y hasta el delirio, francamente interesante, de gente como Suehiro Maruo, mi otro nipón de referencia) y concentrarse en relatos sobre la vida cotidiana de un fatalismo atroz, rayano a veces en la sordidez, que lo situaban más cerca de ciertos autores europeos (pienso, sobre todo, en Dostoievski) que de aquello que los lectores de mangas solían esperar de lo que adquirían. Puede que Tatsumi resultara demasiado occidental para el gusto japonés, o que precisara de un lector adulto que no abundaba, pero sus obras, aunque nunca fueron populares en ninguna parte, obtuvieron algo más de eco en Europa y en Estados Unidos que en su país natal (de las ediciones en inglés se encarga el excelente dibujante alternativo Adrian Tomine, que comparte con Tatsumi la misma visión desesperanzada de la condición humana y las relaciones sentimentales, aunque sin alcanzar las cotas de callada desesperación del japonés).
La editorial Astiberri publicó en 2009 la obra magna de Yoshihiro Tatsumi, Una vida errante, larguísimo relato (más de 800 páginas) de corte autobiográfico que era también un repaso a la historia reciente de Japón y que pasó prácticamente desapercibido mientras las chorradas infantiloides de la competencia lo petaban. Nuestro hombre, me temo, nunca encontró a su público, probablemente porque el consumidor de literatura no lee tebeos y el público de los comics no anda sobrado de lectores adultos que se enfrenten a ellos como a una novela o una película.
Sin un público adulto suficiente
El tomo que ahora nos propone la editorial Satori, Mundo perdido, nos descubre al Tatsumi de sus inicios con una serie de historias cortas de tintes cotidianos que se revelan como unos buenos ensayos de lo que acabaría siendo Qué triste es la vida. Se trata, pues, de un libro para completistas de la obra del padre del Gegika, suponiendo que existan. Unas son mejores que otras y muestran a un autor a medio hacer, pero resultan muy interesantes para entender su posterior evolución, pues ya encontramos en ellas los elementos básicos de la obra de Tatsumi: el fatalismo, la melancolía, la tristeza ante lo que los seres humanos podemos hacernos unos a otros. Tal vez la causa de su fracaso radica precisamente en haber dado por sentado que había un público adulto para sus historietas, un público que existir, existía, pero no daba para hacerse rico. El resto de los lectores de comics, me temo, siempre lo ha encontrado excesivamente literario y ligeramente deprimente, dos grandes motivos para que el mundo de la historieta pase de ti como de la peste: no es el único caso (Europa y Estados Unidos están trufados de autores brillantes que no llegan a fin de mes con sus comics), pero tal vez sí el más notable.
Yoshihiro Tatsumi nos dejó en 2015. Puede que muriera de viejo. Puede que de asco. Puede que de una mezcla de ambas cosas.