Felicito desde aquí a Miguel Gallardo, que se acaba de casar con Karin du Croo --en la intimidad, según me cuentan muy contentos los amigos que tienen Facebook, donde él ha colgado una foto--. Yo también estoy contento. Como vivo lejos, por ahora no puedo felicitarles en persona, y hacerlo por teléfono me parece poco. Pues les felicito por escrito.
Aunque bien están, por supuesto, las bodas juveniles y las bodas suntuosas y multitudinarias, a mí me alegran especialmente esas que uno celebra cuando ya está algo entrado en años (Gallardo nació en 1955, en Lleida), bodas de la certeza del amor, que suelen, además, celebrarse con poca gente, o sea que se reducen a la esencia nuclear del rito, que no es otra que decir sí. El gran sí esencial.
Noces, Bodas, tituló el joven Camus un conjunto de cuatro ensayos autobiográficos escritos en Argel en 1936 y 1937, que hablan de la vida en su ciudad natal, hablan del mar y el sol y el cielo azul, de la pobreza y la plenitud, el primero de los cuales, Noces à Tipasa, celebra las bodas del hombre con el mundo. En esas páginas se pregunta Camus retóricamente: “¿Qué es la felicidad sino el acuerdo auténtico entre el hombre y la existencia que lleva?”.
En este sentido supongo que Gallardo es un hombre feliz pues siempre ha podido hacer lo que más quería y mejor sabía, que es dibujar. Y afrontar las adversidades con un acuerdo, y hacer que los demás disfruten viendo su trabajo.
Sus dibujos: desde aquellos cómics iconoclastas del loco Makoki que inventó junto con Juanito Mediavilla, que fue el personaje más popular de los tebeos underground en los años 70 y ochenta, y cuya gracia y salvaje energía trascendieron el ámbito de lo marginal para convertirse en una especie de icono barcelonés; pasando por sus ilustraciones, en un estilo más sereno, para la prensa --especialmente para La Vanguardia-- y para portadas de libros; y en fin, por sus novelas gráficas, tan particulares y redondas: la primera de todas, un homenaje a su padre, un hombre bueno, pacífico y derrotado en la guerra, de la que no dijo palabra --como tantos que la vivieron--, hasta décadas después; de ahí el título.
Luego María y yo, sobre su relación con su hija autista, un éxito internacional que le ha llevado a viajar por todo el mundo. Y luego otras, sobre sus muchos viajes, de nuevo sobre su hija (María cumple 20 años), y sobre la experiencia de la enfermedad, desdramatizándola, admirándose y animándonos a celebrar la ciencia de la medicina y el sistema hospitalario (Algo extraño me pasó camino de casa).
Digo que Miguel tiene, además de la boda y de su sentido del humor, otros motivos para la felicidad propia y la que reparte alrededor; entre los cuales, para mí particularmente, no es el menor que me hiciese dichoso a mí, sobre todo durante los años en que trabajamos juntos, yo escribiendo y él dibujando las aventuras cómicas de dos personajes sucesivos: Perico Carambola --un becario anhelante de entrar en nómina de una revista del corazón-- y Roberto España y Manolín –una adaptación del clásico franquistoide Roberto Alcázar y Pedrín a la era democrática, donde Roberto pronuncia unos largos discursos buenistas y políticamente correctos pero sigue repartiendo leña con imperturbable entusiasmo--.
Cada vez que andaba, ilusionado, hacia su casa, para ver las páginas de mis guiones ya dibujadas, me llevaba la sorpresa de ver plasmadas gráficamente las escenas imaginadas, y unas buenas carcajadas gracias a las morcillas que él intercalaba en mis diálogos. Siempre los mejoraba. Ver así realzado tu trabajo por un camarada que tiene un humor y un conocimiento del lenguaje diferentes de los tuyos pero que sintonizan armoniosamente es algo impagable. Eso sí que es realidad aumentada. Supongo que cantar en un coro debe de ser algo parecido.
Solía yo remolonear un rato por su estudio para verle trabajar, dibujando con un aplomo magistral y una paciencia de relojero, o de benedictino, o de relojero benedictino, mientras hablábamos del mundo de los tebeos y de otros ases del dibujo, y por fin me iba con algún comic clásico inencontrable que me prestaba y a veces con el regalo de un dibujo. ¿Se puede pedir más?
Sí: todavía hoy, cuando paso, de uvas a peras, ante cierto kiosco, abstraído en mis cosas, me asalta la voz del kiosquero que dice: “¡Don Ignacio! ¡Dígale a Gallardo que llevamos años esperando nuevas aventuras de Perico! ¡Hombre, ya! ¡A ver si trabajan un poco!”.
Y de inmediato se precipita el recuerdo de las tardes dichosas y pienso: “Esto le divertiría mucho a Miguel. Se lo tengo que contar”.
De hecho, ya se lo he contado. Y se lo contaré otra vez cuando vaya a Barcelona, con mi regalo de bodas.