Para los Giacometti, el talento era un asunto de familia. Alberto no fue el único, ni siquiera el primero. De casta le viene al galgo. Su padre, Giovanni, fue un influyente pintor postimpresionista que llegó a participar en el grupo Die Brücke, el movimiento de vanguardia, fundado por Ernst Ludwig, que dio origen al Expresionismo Alemán. El primo de Giovanni, Augusto, está considerado como el artista suizo más original de la primera mitad del siglo XX. Su extraordinario uso del color se evidencia tanto en sus lienzos como en la reinterpretación que hizo de los vitrales medievales. Pese a sus demostradas aportaciones al arte, la sombra del hijo pródigo se extendía tan alargada como sus famosas esculturas desdibujando, sin pretenderlo, la figura de sus allegados.
Las loables capacidades de sus hermanos tampoco escaparon al influjo. Bruno, el más pequeño, no solo fue un precoz y extraordinario violinista, sino que además se convirtió en un reputado arquitecto. Con un estilo modernista cercano a la simplicidad de líneas y funcionalidad de la Bauhaus, la construcción del pabellón suizo para la Bienal de Venecia en 1952 le hizo merecedor del reconocimiento internacional. A lo largo de su longeva vida, murió en 2012 a la edad de 105 años, apoyó generosamente el legado de esta extraordinaria estirpe, a la que el mismo pertenecía, haciendo importantes donaciones al Museo de Artes Decorativas de París y al Kunsthaus Zürich que atesora la mayor colección de obras de Alberto Giacometti.
Pero fue con Diego, también escultor además de diseñador, con quien mantuvo quizás su relación más estrecha. Lo fue todo: ayudante, fiel consejero y su modelo predilecto. Cuentan que fue gracias a Man Ray, que les puso en contacto con el decorador Jean Michel Frank, por lo que comenzaron a colaborar juntos en el diseño y fabricación de mobiliario para la flor y nata de la época: Nelson Rockefeller y la diseñadora Elsa Schiaparelli fueron algunos de sus renombrados clientes. Juntos formaban un tándem perfecto. Mientras Alberto creaba las exclusivas piezas, Diego se ocupaba de preparar y supervisar todo el operativo. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, inicia su trayectoria en solitario alumbrando maravillosas piezas únicas que, más que muebles, resultan auténticas esculturas en bronce o hierro forjado. Fueron precisamente Marguerite y Aimé Maeght quienes, fascinados por su trabajo, le encargaron el diseño de los elementos decorativos, lámparas, pomos, bancos, farolas… así como el mobiliario de la cafetería de la Fundación Maeght en Saint- Paul de Vence, en la idílica Costa Azul, donde hasta el próximo 14 de noviembre se puede disfrutar de esta extraordinaria muestra: Los Giacometti. Una familia de creadores.
Un enclave excepcional, para una exposición excepcional
Situado en una colina, el museo es una obra de arte en sí misma. Arte, naturaleza y luz a raudales se unen en un edificio proyectado por el arquitecto catalán Josep Lluís Sert, gran amigo de Joan Miró al que por cierto pertenecen las cerámicas monumentales que decoran el Laberinto del plácido jardín mediterráneo.
La idea de crear la fundación surgió cuando el reputado matrimonio de galeristas regresó de un viaje por EEUU a donde habían viajado tras el fallecimiento de Bernard, su segundo hijo. La ilusión de construir un espacio multicultural, que fuera a la vez un escaparate de arte moderno y contemporáneo, además de punto de encuentro e intercambio de artistas, les ayudó a superar el trauma de la trágica pérdida. La institución se ha convertido desde entonces en un referente cultural, poseedora de una de las colecciones privadas de arte más importantes del siglo XX de toda Europa, con obras de Bonnard, Miró, Braque, Fernand Léger, Kandinsky, Marc Chagall o Chillida en sus valiosos fondos.
Saint Paul de Vence, una comunidad de artistas
El arte impregna la atmósfera de cada rincón de esta villa posicionada como una de las más bellas de toda Francia. El clima y la luz atrajeron a numerosos artistas hasta este privilegiado paraje situado entre los Alpes Marítimos y el Mediterráneo. March Chagall, al que le unía una gran amistad con Marguerite y Aimé Maeght, vivió aquí desde 1966 hasta su muerte en 1985. Aún hoy se palpa su impronta y podemos seguir sus pasos por el camino de Sainte- Claire, por donde le gustaba pasear en busca de paz e inspiración.
Pero ellos no fueron los únicos que sucumbieron al hechizo de Saint-Paul de Vence, el “séptimo arte” también se rindió a sus encantos. Las estrellas que acudían al Festival de Cine de Cannes se refugiaban en la tranquilidad de sus calles. Charles Chaplin, Vittorio de Sica, Liza Minelli, Orson Welles o Romy Schneider eran clientes habituales del mítico hostal La Colombe d’Or. Fue allí donde se conoció una de las parejas más carismáticas del cine francés: Simone Signoret e Yves Montand, al que por cierto le encantada jugar a la petanca con sus amigos en la Place de Gaulle. Numerosas anécdotas alimentan el irresistible encanto de este enclave como la que ocurrió, allá por 1954, cuando el alcalde del pueblo le negó al todopoderoso Alfred Hitchcock la posibilidad de rodar una escena de su famoso filme Atrapa un ladrón en el cementerio, pese a la cuantiosa donación que este le ofreció a cambio. El generoso “chantaje” no funcionó y el histriónico director se quedó tan atónito como furioso.