Una misteriosa maleta o unas cajas perdidas, quizás, olvidadas que ocultan en su interior un valioso legado. Azarosas circunstancias que han sido el punto de partida de grandes historias. Lo fue la maleta mexicana de Robert Capa; también ocurrió con los miles de negativos de la esquiva Vivian Maier abandonados en cajas de zapatos durante décadas; Antoni Campañà escondió deliberadamente numerosas imágenes de la Guerra Civil en su garaje. El de Margaret Watkins pertenece sin duda a esa categoría de relatos extraordinarios. El suyo lo fue de éxitos y de penumbras, también de una caja negra olvidada en el fondo de un armario.
Nacida en Ontario en 1884 en una acomodada familia de empresarios, su obra “contribuyó a tejer las especificidades de la historia de la fotografía desde sus inicios”, explica Anne Morin, comisaria de la muestra. Sus inquietudes creativas le alientan, con tan solo 24 años, a ensanchar sus horizontes lejos de su ciudad natal. Tras formarse, primero en la escuela Roycroft Arts and Crafts y después en Sidney Lanier Camp, decide instalarse en Boston donde comienza a trabajar como asistente en el estudio de Arthur Jamieson donde aprenderá todo lo referente a la técnica fotográfica. En julio de 1914 se matricula en la escuela de Clarence H. White, firme defensor del valor artístico de la fotografía y pionero del pictorialismo en EEUU. Aquel fue un periodo de gran importancia porque es “cuando Margaret Watkins asienta los preceptos de su escritura”, señala Morin. Durante ese verano conoció a numerosos artistas que tuvieron notable relevancia a lo largo de su trayectoria como Max Weber, Gertrude Käsebier o Arthur Wesley Down, pero sería su relación con el propio White, su mentor, la que marcó profundamente su trayectoria vital y profesional.
Nueva York, zénit y declive
En 1915 se traslada a Nueva York, por aquellos años, un auténtico hervidero creativo. Allí comenzó a trabajar como ayudante de la famosa ilustradora y fotógrafa Alice Boughton. Tan solo tres años después decidió abrir su propio estudio. Aquello fue el inicio de su época dorada, el negocio era todo un éxito. Su dominio de la luz y sus armoniosas composiciones, de una belleza exquisita y sutil, ilustraban las páginas Vogue, Vanity Fair, Ladies’Home o el New Yorker y las campañas publicitarias de los legendarios almacenes neoyorkinos Macy’s. Con un estilo modernista, en ocasiones cercano a la abstracción, se anticipa a las grandes revoluciones estéticas del siglo XX. “Sus imágenes sobre objetos cotidianos se convirtieron en el paradigma sobre el que se forjaron los nuevos estándares de aceptabilidad”.
Watkins había desarrollado una brillante carrera, era económicamente independiente y tenía un prometedor futuro por delante. Todo eso cambió el 8 de julio de 1925 con la muerte de su amigo y mentor Clarence H. White durante un viaje a México. Ese acontecimiento desató un conflicto con su viuda que le reclamaba unas fotografías que él le había regalado. Tras un penoso juicio, acusaciones infundadas de adulterio por medio, la causa se saldó finalmente a favor de Watkins. Pero su salud se resintió, razón por la que en 1928 decidió tomarse unas vacaciones por Europa para visitar a sus cuatro tías en Glasgow. Nunca imaginó lo que pasaría. Un viaje que debía durar apenas tres meses se acabó prolongando durante cuarenta años, el resto de su vida. Jamás regresaría a Nueva York.
Ocaso familiar y una caja negra
Al llegar a Escocia se encontró con un panorama desolador. En la mansión familiar de la calle Westbourne Gardens, sus ancianas tías inválidas vivían en unas condiciones deplorables, por lo que finalmente deberá quedarse para cuidarlas. Su ocaso fue gradual ya que durante algún tiempo pudo viajar a París, Berlín, Potsdam, Moscú o Londres, capturando escenas callejeras. Poco a poco la pesada losa familiar y posteriormente el estallido de II Guerra Mundial, lastraron definitivamente su vida, mientras, sus logros se precipitaban hacia el más absoluto de los olvidos.
Cuenta Morin que los años que pasó en Glasgow fueron terribles. Tras la muerte de Grace, su última tía a la que llamaba “la inválida profesional”, se quedó sola en la lúgubre mansión victoriana de 17 habitaciones. Durante sus últimos años, entabló una amistosa relación con su joven vecino Joseph Mulholland, con el que le gustaba practicar el arte de la tertulia, Watkins era una mujer cultísima y de extraordinario vocabulario. Poco antes de morir le entregó una caja negra sellada y le dijo: “aquí está toda mi vida. Ábrala cuando yo haya fallecido”. Jamás le reveló su contenido, ni siquiera le contó que era fotógrafa, lamenta un octogenario Mulholland. Margaret Watkins fallece en Glasgow en noviembre de 1969. Durante cuatro años, la caja que contenía cerca de 7.000 fotografías y negativos permaneció guardada en el fondo de un armario. “Mulholland se convierte así en el consignatario de esa vida inacabada por una impostura del destino”. Su sensibilidad al proteger esta valiosa herencia, sumada a la excepcional investigación de Anne Morin, han logrado, cinco décadas después de su muerte, como ella misma dice “devolverla a la superficie de lo visible”.