Manuel de Solà-Morales i Rubió (1939-2012) era arquitecto y urbanista. Ejerció la docencia como catedrático de Urbanismo de la Escuela Técnica de Arquitectura de Barcelona y fue fundador de la Sociedad Catalana de Ordenación del Territorio, adscrita al Instituto de Estudios Catalanes. Su trabajo como proyectista le llevó a cambiar el paisaje urbano de territorios y ciudades como Málaga, donde remodeló la Plaza de la Marina, Amberes, Groningen, Saint-Nazaire, Portugal –es autor del viaducto y el paseo marítimo situado entre Oporto y Matosinhos–, Lovaina –donde construyó la estación intermodal de autobuses– y Barcelona. Suyo es el proyecto Moll de la Fusta para transformar el frente marítimo de Port Vell. A lo largo de su trayectoria recibió el Premio Nacional de Urbanismo (1983), el Gran Prix de Urbanismo Europa (2000) y la Cruz de San Jorge. De sus escritos sobre urbanismo y arquitectura, que abarcan más de una decena de títulos y abundantes artículos, destaca Miradas sobre la ciudad (Acantilado, 2021) una selección de sus reflexiones sobre la ciudad y la arquitectura escritos entre 1969 y 2011, donde ofrece una visión global de su trayectoria intelectual. Acantilado publica una antología de estos ensayos y artículos elaborada por Oriol Clos con un prólogo de Rafael Moneo, Premio Pritzker (1996). Letra Global ofrece como adelanto editorial fragmentos de tres de estos ensayos en los que el arquitecto reflexiona sobre Barcelona.
Cara Barcelona al mar (1983)
¿Por qué la ciudad ha de estar de cara al mar? ¿Es que las ciudades tienen cara? ¿Es que tiene cara Ámsterdam, frente al Zuiderzee? Y es la primera capital atlántica. Y Hamburgo ¿qué cara tiene frente al mar? ¿Y Nápoles? ¿Y Estocolmo?
Cara Barcelona, que no tienes cara... Siempre nos hemos quejado de que das la espalda a la mar, de que te faltaba el sentido físico de esa relación histórica que hizo grande la ciudad porque la hizo marinera, amplia de horizontes, abierta de espíritu... ¿Será sólo fantasía literaria ese señuelo?
Es difícil que una ciudad de tres millones tenga una cara que dar. Al mar o a donde sea. Y sin embargo es bonito. La ciudad antigua la tenía. Tras el reborde de las murallas los delineantes settecentistas dibujaban campanarios y almenas, pero también casas, con ventanas y balcones, con barbacanas y galerías, vistos desde las aguas. La ciudad era un recinto amurallado, pero que, de escondite, miraba con mil ojos, ventanales de piedra, al mar lejano, entre las almenas. Luego tuvo un puerto, un punto que apoyaba en el ángulo entre la Barceloneta y la muralla: Portal de Mar, justo donde hoy se encuentra una gasolinera. Luego tuvo un paseo, y un hotel, y un parque para mirar al mar, y un teleférico.
En estos años últimos ha tenido muchos coches, presupuestos escasos, concejales remisos. Barca de muchos vientos, la ciudad navega tierra adentro. Y sin embargo, una nueva tensión quisiera replantear una nueva vieja ambición urbanística. Una fachada al mar para la ciudad y los ciudadanos, donde las sensaciones y la visión de mar y tierra emparejadas sean domesticadas, urbanizadas, reconstruidas. Un ámbito artificial donde el agua sea tan artefacto como el muro y la fachada, tan propio el automóvil como el buque, tan frecuente la palmera como el mástil. Este espacio está inventado ya: es el puerto.
El puerto es ciertamente la plaza acuática de la ciudad. Lugar arquitectónico en que el ingenio humano ha hecho de la mar ciudad y de la ciudad litoral costero. Pero no todas las ciudades tienen puerto. Ni siquiera todas las que tienen mar. Ni todos los puertos son puertos ciudadanos. Nunca los docks del Támesis serán las fachadas acuáticas de Londres. Ni siquiera las plazas de embarque de Lisboa o Burdeos pasaran más allá de su arquitectura terrestre. Un buen puerto es otra cosa. Un espacio mentalmente cerrado que recoge a una ciudad en su vacío; Marsella, Argel, Helsinki, Constantinopla, Boston.
Paseo bajo Muralla, Salón de Colón o de Isabel II, lo que puede ser el balcón extraordinario sobre el puerto cerrado, anticipo del mar abierto, siempre mediterráneo. Lugar de celebración y de fachada donde sus instituciones hoy (Puerto autónomo y Ayuntamiento) están procurando lo mejor. Los obstáculos se remueven, desaparecen las verjas, se retira la Renfe, se cambian los niveles de tráfico, se trasladan conducciones y servicios... Todo para que el ciudadano, residente, conductor o peatón, adquiera el pleno dominio de ese espacio común, ese lugar único en que una parte de mar domesticado se incorpora a la escala de la geometría urbana.
Una nueva plaza con jardines en el Portal de Mar y la noble mole del Depósito General traducido a Escuela de Náutica, a Instituto del Mar y Conferencia del Mediterráneo. A lo largo del muelle los tinglados rehabilitados alojaran restaurantes, comercios en sus altillos con unos bajos libres y despejados para ver las aguas desde el Paseo Nacional y desde las propias calles de la Barceloneta. Por la noche, luces sobre el agua. Toda una nueva imagen de ágora náutica sobre la que las fachadas urbanas se recogen. Los elementos náuticos y los balandros en el centro. Los pescadores, los acorazados y los trasatlánticos en los bordes. Idea neoclásica de naturaleza dominada, culta y arquitectural, esto es un puerto ciudadano. Tan lejos del naturalismo del mar-paisaje como del funcionalismo comercial del puerto burocrático. Tan lejos de Copacabana como de Róterdam.
Plano del 'Moll de la Fusta' / SOLÀ MORALES
Ésta es la opción de Barcelona. La opción de acumular sobre el espacio portuario, Montjuïc, el casco antiguo y la Barceloneta. La Rambla y la Ciutadella. Disimulando el tráfico, enfatizando las fachadas, limpiando muelles, ganando escala. Un frente polifacético y ensimismado sobre el agua, la cara al mar de la ciudad simbólica. Como Marsella intenta o como intentara la Trieste de los Austrias o como la Helsinki de Alvar Aalto.
No es tan fácil este camino. Es un problema de precisión y de refinamiento que pocas ciudades han logrado. Porque enseguida el escape a la ilusión paisajística acaba encubriendo las dificultades de la falta de espacio del trasiego portuario, del tráfico rodado, de las preexistencias: tinglados, estaciones, oficinas, controles. Las park-way de Nueva York, junto al agua, o la sopra-elevata de Génova, resultan de esas dificultades insalvables. Sólo dominando problemas y sobre todo ideas, puede hacerse la ciudad con el mar y darle a éste una forma propia, una cosa urbana. Con el mismo rigor con que los barrocos dominaban el campo con avenidas geométricas o con el que, después, se dibujó el agua de los parques románticos, hay que hacer la cara del mar en Barcelona, tanto como la cara de Barcelona al mar. Es mucho ayuntamiento el que esto intente. No valen fantasías. Ni ayudas de pintoresquismo geográfico. No están aquí las claves para hacer una Génova hermosa en sus colinas y horrible en su perímetro marítimo. Ni tampoco el Cuerno de Oro sinuoso ni el Bósforo a dos lados. Ni tampoco el Pireo en su folklore. Ni las conchas de Palma o de Donosti. Es pura arquitectura la que aquí se maneja, en todo caso para componer esa cara de ciudad deseada que refleja en el agua historias y deseos.
Y tampoco engañarse con imágenes de turismo años cincuenta. Con una Barcelona-Benidorm puesta de largo con piscinas y rascacielos a lo largo del Bogatell recuperado. Barrios ya tiene Barcelona para buscar una costa: Poble-nou, el Besòs y la Barceloneta todos por el levante, con sus escuelas, sus parques, sus estudios y sus balnearios. Ésa es la digna cara común de una metrópoli milenaria que no necesita plusvalías del agua. Que no se trata ahí de hacer otra cara de la Barcelona cara, la lujosa. ¿La Barcelona cara, al mar? Sería mucha cara...
Mejor será insistir en la nueva y clásica Barcelona, cara al mar en su puerto milenario que resume en fachadas, montañas y navíos, la composición social e histórica de todo un territorio.
Barcelona, taller de urbanismo (1985)
Existen ciudades, como Roma o Atenas, que toman la forma de sus monumentos. En otras, en cambio, la forma de la ciudad se aprecia sobre todo desde el paisaje: es el caso de Florencia y de Nápoles, de Ginebra y de Estocolmo. Siempre la forma de las ciudades se construye, en mayor o menor medida, desde el paisaje y desde la arquitectura. Pero existen otras ciudades, como Barcelona, donde además esta cuestión ha sido objeto de reflexión particular. Momentos en los que los hechos del paisaje se han querido vincular con los datos de la arquitectura, de manera consciente y voluntaria, convirtiendo su relación —que bien podría ser casual o anecdótica— en una creación formal en sí misma. El urbanismo introduce entonces, en estos momentos singulares y en estas ciudades paradigmáticas, sus formas propias. (…)
La forma urbanística puede ser, a veces, la de todo el conjunto urbano, la de los grandes órdenes morfológicos o la de la estructura primaria de la ciudad. En otras ocasiones han sido las piezas de crecimiento, las extensiones y los suburbios, las que han dado pie a la creación de formas urbanas propias; otras veces son elementos ciudadanos de menor escala los que, por su emplazamiento o por su forma, adquieren una cierta trascendencia urbanística. Tanto da la dimensión, el momento o la función: las formas urbanísticas aportan a la ciudad aquella riqueza de significados que el pensamiento humano ha sido capaz de producir, en el esfuerzo de dominar mentalmente un proceso económico y social—la urbanización—hasta darle una forma y una imagen voluntarias.
Ésta sería la «cultura de las ciudades» de la que ya hablaba Mumford. Hacer de la fábrica urbana un proyecto consciente, una obra humana. Y, en el mejor de los casos, más aún, una obra artística. Está claro que la estética urbanística no es la de los estilos—arquitectónicos o pictóricos—, sino que está mucho más mezclada con los movimientos generales del pensamiento, de la política, de la tecnología y de las formas sociales, tanto como con los ideales plásticos mismos. Pero como esfuerzo creativo, de formalización de los materiales más complejos, es—ya lo han dicho todos los grandes del pasado, de Leonardo a Le Corbusier—una de las formas superiores de cultura.
Barcelona es, en este sentido, una ciudad privilegiada. A las condiciones de paisaje y de arquitectura incorpora una cultura urbanística milenaria, llena de éxitos e innovaciones. Me temo que, por desgracia, estos aspectos no son muy conocidos en nuestra ciudad y esto podrá excusar el tono panegírico que toma este texto en determinados pasajes. Ya la fundación romana de la ciudad es un hecho formal potentísimo. Durante más de dos mil años, desde el siglo I antes de Cristo hasta 1860, el orden completo de la ciudad se ha referido a aquella cruz del cardus y el decumanus que sobre el punto más alto del Táber trazaron los geómetras legionarios. (…)
A diferencia de aquellas ciudades góticas, nacidas mucho más tarde en torno a un mercado o un convento, la Barcelona medieval tenía, ya, una forma interior propia, un referente semántico. Las tres murallas de Barcelona constituyeron, después, los sucesivos patrones de la forma de la ciudad. La muralla romana, la de Jaume I y la de Pere el Gran, dibujaron perímetros precisos que, con sus puertas y sus torres, ordenaron la imagen entera de la construcción urbana. Por su cara exterior definían los contactos con el territorio y daban al viajero la visión unitaria y el perfil de la ciudad. En sí mis- mas, fueron elementos de soporte de futuras edificaciones y calles, y quedaron para siempre como ingredientes sustanciales de la forma de la ciudad. Curiosamente, las murallas de poniente se consolidaron en calles urbanas importantísimas: la de Avinyó y Banys Nous, sobre la muralla romana; la Rambla, en la traza de la de Jaume I; y el Paral·lel y la Ronda, sobre la tercera muralla. Las de levante, en cambio, entre guerras y reformas, se desdibujaron.
Una tercera aportación urbanística, sustancial en la forma de Barcelona, fueron las calles nuevas del urbanismo prerrenacentista y prebarroco. La calle de Montcada, tirada a cordel para establecer en ella los nuevos palacios de la burguesía mercantil marinera, precedió, con su arquitectura gótica civil, a la Strada Nuova de Génova o a la via Giulia de Roma, como verdaderas calles modernas para alojar en ellas la nueva arquitectura culta. Luego será la calle Ample, primera obra importantísima de urbanización proyectada extramuros, cuando, con la consolidación definitiva de la muralla de Mar, es posible estabilizar la franja de tierras situada entre la vieja ciudad y el mar, en el espacio entre los conventos de Framenors y de Sant Sebastià. Se define el trazado de tres calles paralelas que conforman unas manzanas rectangulares, siendo más ample (‘ancha’) aquella que está en contacto con la ciudad interior. Operación de máximo prestigio, primer ensanche de la ciudad, donde vendrán a construirse los palacios de la aristocracia y la nobleza. Toda la gran arquitectura de esta obra ha ido desapareciendo con los siglos, pero como forma urbana su presencia es, aún hoy, permanente en la planta de la ciudad. También la calle Nou de la Rambla, que cruza en línea recta el Raval (arrabal), establecería una relación espacial propia en aquel sector de la ciudad, como espacio de circulación y como fachada urbana. Construidas, pues, autónomamente y en tiempos distintos, las calles «nuevas» introducen la ciudad primitiva en un modelo intelectual innovador y abstracto.
Después de las calles «nuevas» extramuros, son los «pueblos nuevos» de los alrededores los que crearán una nueva forma urbana. Entre las antiguas parroquias del llano de Barcelona, a lo largo de los siglos xviii y xix, se trazan tres núcleos de nueva planta. Los tres sobre el modelo barroco del espacio central: la plaza cuadrada, vaciada como un islote libre en el seno de un trazado rectangular de manzanas constantes. Primero fue la Barceloneta, el más importante por el tamaño del conjunto y la perfección canónica del modelo, que combina curiosamente la extrema proporción alargada de las manzanas con las pocas calles transversales, y con el corte triangular que forzosamente le impone la línea de playa. Después, el Poblenou d’Icària, pequeño asentamiento inspirado en la pura ortodoxia de Cabet, del socialismo utópico y libertario.
Entre el cementerio y el Vapor del Cotó, el Poblenou también busca la forma rectangular, sobre la placita que tenía que abrirse al mar. En la parte alta del llano, Gràcia se articula como una repetición sofisticada del mismo modelo, encadenando unitariamente varias operaciones, cada una como centro del trazado rectangular. Con estos barrios, Barcelona se abre a los tiempos del asentamiento proletario, con un empuje comparable al de pocas ciudades europeas. Y el interés urbanístico—sobre todo de Gràcia y de la Barceloneta—es ya evidente, no sólo en los libros de historia urbanística, como ejemplos precursores de residencia urbana, sino por su misma presencia, viva y convincente, en la ciudad actual. El salto de esas nuevas poblaciones al Ensanche no es sólo cuantitativo. La forma de Barcelona ha quedado definitivamente unida a la de este trazado magnífico que, combinando rigor y flexibilidad a un tiempo, ha sustentado la construcción de la mayor ciudad planificada del mundo moderno. Como orden general de la ciudad, ningún otro había sido tan potente desde los primeros ejes romanos.
Como forma de la edificación, su extraordinaria regularidad le ha consentido toda clase de disparates—y de genialidades—sin mengua ni desvarío. Como imagen espacial, es un trazado insólito, al menos por el dimensionado de las calles, la solución de los chaflanes, la riqueza del arbolado y la pendiente hacia el mar. ¡Cuán difícil es hoy en día imaginar Barcelona sin este sentido geográfico que ya los ro- manos, y sobre todo el Ensanche, confirmarían! La creación de la Gran Vía, como gran eje territorial del Llobregat al Besòs, paralelo al mar y tangente al núcleo antiguo, sería la pieza maestra de un plan, el de Cerdà, que hoy, en todo el mundo, es admirado por su coherencia teórica y su radicalidad formal. (…)
Si volvemos a la escala fragmentaria de calles y barrios, hallaremos también en ella ideas de reforma, ejemplares en la Barcelona moderna. Son operaciones de cirugía en el tejido antiguo que renuevan su carácter, circulación, vivienda y comercio, y establecen sentidos innovadores en la concepción espacial de la ciudad. Dos son las principales: la apertura del eje Ferran-Princesa y la apertura de «la Reforma» (la Via Laietana). La primera atraviesa el centro histórico de extremo a extremo, desde la Ciutadella hasta la Rambla, en una línea recta de casas armónicas y de comercios vistosos, que constituye una aportación sustancial a la ciudad, con un modelo europeo que adquiría aquí su for- ma. Iniciado tan sólo quince años después de la Regent’s Street de Londres, y casi simultáneo con los más inmediatos ejemplos parisinos, el corte de la calle Ferran supo incorporar, de estos ejemplos a otra escala, el carácter festivo y confortable de la calle como espacio público burgués por excelencia.
Y, de esta manera, conseguía superar el tono adusto, encogido y militar de las clásicas arquitecturas settecentistas con las que presumiblemente habían nacido las primeras intenciones. Imaginemos la sorpresa maravillada de los barceloneses viendo abrirse, en medio de la razón y de la modernidad, el trazo que pisará el convento de la Ensenyança, girará las fachadas del ayuntamiento, transportará el camposanto de Sant Jaume, reventará la plaza del Blat y permitirá, desde la nueva plaza de Sant Jaume, ¡ver hasta la Rambla! y ¡llegar al Jardí del General! Medio siglo después, «la Reforma», como un nuevo decumanus, venía a completar las travesías del barrio antiguo y a formar en él la cruz definitiva, homotética y paralela a aquella primera de los romanos.
Como nuevo modelo de actuación estratégica, Barcelona nos enseña, en el cambio de siglo, las exposiciones universales. Grandes operaciones concentradas en un lugar único de la ciudad se convierten en conjuntos definitivos y básicos de la forma urbana. Pocas ciudades han tenido tanta fortuna. En Barcelona, se aprovechan sobre todo para la formación de los dos grandes parques públicos que una ciudad sin «propietarios reales» no puede adquirir de otro modo. Dos espacios que ya eran simbólicos por su geografía y por su historia, la Ciutadella y Montjuïc, consiguen así su transformación, desde su pasado turbio hacia un futuro espléndido. Y, así, el equipamiento de una capital metropolitana toma cuerpo a través de espacios asaz potentes y significativos para marcar la forma definitiva de la ciudad. En el momento de escribir estas líneas, cuando Barcelona prepara unos Juegos Olímpicos, una nueva Exposición Universal, hay que desear a la ciudad la misma clarividencia y el mismo empuje para conseguir los nuevos espacios significativos de la forma metropolitana. Acertando la escala y el lugar, como lo hicieron, en su tiempo, las exposiciones de 1888 y de 1929.
Todos estos componentes hacen que la forma de Barcelona sea particularmente didáctica. A poco que observemos así la ciudad, se nos descubre como un taller de trabajos en el que las ideas sobre la forma urbana han sido ensayadas y, como ya hemos dicho, algunas con un éxito y una novedad considerables. Tras Cerdà y su tratado teórico, Teoría general de la urbanización, otros dos grandes planes de la Barcelona del siglo xx son monumentos históricos de la urbanística europea: el Plan de Enlaces entre Barcelona y sus pueblos, de Léon Jaussely, y el plan del gatcpac para la nueva Barcelona. Tanto uno como otro han tenido más importancia por la fuerza de sus ideas que por sus actuaciones reales, muy escasas. Pero el primero, como proyecto de la gran ciudad metropolitana, y el segundo, como expresión gráfica de la doctrina racionalista, constituyen momentos culturales importantes en los que la ciudad de Barcelona fue, afortunadamente, materia protagonista.
22 Cerdà@BCN (2009)
Si caminamos por Barcelona, encontraremos un barrio que está creciendo como una seta. Nuevas viviendas, oficinas, museos, residencias y guarderías, nuevas actividades y nuevas empresas se mezclan sustituyendo el antiguo paisaje industrial. Es el 22@. Doscientas hectáreas en transformación acelerada por un proceso que una inteligente normativa ha provocado como atractivo de iniciativas industriales, inmobiliarias y culturales. (…) Para hacer ciudad dos cosas son necesarias: una infraestructura de soporte y una idea de urbanidad. La idea de urbanidad es, aquí, la de mezclar densamente oficinas, viviendas y equipamientos públicos elementales, con libertad de formas y arquitecturas que estimulen la innovación y los valores de la modernidad. Pero la infraestructura de soporte son las calles que el Plan Cerdà definió hace ciento cincuenta años (¡ciento cincuenta!) reforzadas ahora con todos los condicionantes de la tecnología moderna.
Imagen mental y soporte físico; esto es urbanismo.
En el Ensanche inicial estas dos condiciones iban juntas. La alineación de las calles definía alcantarillado, transporte y movimiento, arbolado..., tanto como las fachadas de los solares. (…) Pero ¿por qué hablo del 22@? Porque su ocasión es posible gracias al soporte neutral del Ensanche, a la malla de aquellas calles que Cerdà hizo aprobar hace ciento cin- cuenta años. Unas calles organizadas ortogonalmente desde la directriz suroeste-noreste de la Gran Via, trazada con una línea que, pasando tangente a los bastiones más exte- riores de la muralla, establecía la orientación definitiva de lo que quería ser un ensanche indefinido. (…) Cerdà no era un ingenuo de la geometría; no probó las medidas de una manzana y después dijo simplemente: «Así está bastante bien, haced mil como ésta». Conocía bien la inmensidad de su cuadrícula. (…)
El trazado del Ensanche se basa efectivamente en el módulo de los 133 metros, pero ¡cuántas veces este modelo está deformado, distorsionado en el Plan! El Ensanche incorpora ritmos de calles más anchas cada cinco, cada cuatro, ocasionalmente, cuando le conviene que se modifiquen las proporciones de las manzanas. La Rambla de Cataluña se desplaza, y el Passeig de Gràcia se deja donde estaba, aunque distorsione el ritmo de las verticales. Las diagonales y las rondas crean manzanas triangulares; los chaflanes crecen en Letamendi, en Tetuán y en Creu Coberta, manipulando la modulación, a conveniencia del diseño general. Hoy en día nos gusta el trazado de Cerdà por esta libertad tan moderna de utilizar el módulo como base de muchas excepciones. La perfección no se busca en la regularidad de la norma repetida, sino en la capacidad de admitir hechos contradictorios. (…)
El urbanismo, tal como he dicho antes, ha de fijar un apoyo físico y enseñar una idea. El urbanista se mueve entre la precisión aplicada y el concepto modélico. El mérito, el gran mérito de Cerdà, es haber reunido tan brillantemente la distancia entre estos dos niveles de trabajo. Es verdad que la Teoría general de la urbanización es un tratado que lo coloca entre los grandes pensadores de la urbanización y entre los teóricos de la ciudad industrial, por delante de ingleses, alemanes y franceses, que han sido normalmente más divulgados. Es verdad también que fue un intelectual progresista, activista político, preocupado y consciente de la dimensión masiva de las poblaciones y de la exigencia de habitación como argumento principal del crecimiento urbano.
Pero Cerdà es importante, y es famoso, porque es autor del Ensanche de Barcelona. Sin esta obra, práctica y concreta, excelente e imperfecta, su figura sería quizá la de uno de aquellos ilustrados visionarios, interesantes para el debate erudito. La fuerza del proyecto de ensanche es la que da sentido a los volúmenes de la Teoría general, y como memoria del Plan fueron presentados. No nos engañemos, no es el Plan consecuencia de la Teoría: es al revés. Es la autoridad de quien ha creado la ciudad de nueva planta más grande de la Europa moderna lo que nos hace leer atenta- mente sus escritos.
El Ensanche es el experimento paradigmático del debate flexibilidad-rigidez. Cuanto más firme el apoyo, más flexible el resultado. (…) Cerdà quería una ciudad indefinida—lo repite muchas veces—, el trazado de un soporte flexible pero indefinido. Su calle más importante, la Gran Via, espina dorsal de todo el Plan de Ensanche es un eje de río a río sobre el cual el orden vertical de las rieras puede acomodar las calles de una ciudad compacta, del Llobregat al Besòs. Lo que la antigua Travessera romana había hecho por encima de Gràcia y Les Corts, desde Cerdà tiene una posición definitiva a la altura en la que el desnivel topográfico es mínimo, y es desde esta traza que se arma toda la gramática de ortogonales y paralelas. La Gran Via, como su nombre indica, es la aportación fundamental de Cerdà a la forma de Cataluña y, más concretamente, es la referencia que podía haber organizado la metrópoli desde el Garraf hasta el Montgat (y en cierto modo todavía lo hace, a pesar de la forma torpe en que se ha ido desvirtuando en algunos tramos).
El Plan Cerdà multiplicaba por diez la superficie de la ciudad. El derribo de las murallas abrió espacio para una ciudad nueva que alojase la población que vivía congestionada y toda la que tendría que venir. Cerdà ya tenía muy claro que la ciudad no es un problema sino una solución, y que dar ciudad era dar progreso, higiene, servicios y trabajo. Por eso propuso un salto adelante: la idea de ciudad indefinida, y el apoyo físico de la idea. La ciudad indefinida es para Cerdà un axioma a priori que tiene que ver con su voluntad democrática e igualitaria, pero que avanza hacia el futuro y plantea cuestiones especialmente pertinentes en la ciudad de hoy. Que la ciudad es un derecho la hace por principio extensiva a todos, infinita. Que la ciudad es un bien en sí misma la hace extensiva a todas partes, indefinida. Tesis contradictoria que aprendemos cuando contemplamos el legado de Cerdà. (…)
La historia urbanística del siglo xx en Barcelona es la historia del fracaso repetido de cualquier intento de visión metropolitana más amplia. Ni la «Ciutat del Repòs», ni las visiones de la «Gran Barcelona» de los años treinta, ni el «Regional Planning», ni los esquemas directores metropolitanos de los años sesenta llegaron a buen puerto. Incluso los «centros direccionales» metropolitanos del Plan de 1976 han sido sucesivamente fagocitados por las apetencias municipales respectivas. Barcelona es excelente en el aprovechamiento de lo que ya tenía: el Ensanche, los barrios y las poblaciones, el litoral. Con razón el proceso de transformación de los últimos treinta años ha sido denominado la «reconstrucción de Barcelona». Hemos comenzado desde dentro. Muy bien. ¿Toca ahora el salto adelante? Creo que el Año Cerdà es una buena ocasión para reflexionar—y actuar—sobre este salto adelante. (...)
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[Miradas sobre la ciudad. Manuel de Solà-Morales. Prólogo de Rafael Moneo. Selección y edición de Oriol Clos. Editorial Acantilado, 2021. 310 páginas. 19 euros]